Disclaimer: Los personajes y las situaciones que les recuerden a Twilight no me pertenece, está inspirado bajo la obra de Stephenie Meyer. Y la historia es de Jane Costello.

Damas de honor

Cuatro bodas.

Tres ex novios contrariados.

Dos prótesis mamarias de silicona.

Y un hombre guapísimo…

Cuando falta menos de una hora para que su mejor amiga vaya camino del altar, Bella trata de llevar a cabo la tarea más importante que tiene como dama de honor: dejar a su amiga en el punto de partida.

Aunque las circunstancias no parecen jugar a su favor, al menos su confianza se ve reforzada por sus nuevas prótesis de silicona. Sólo hasta que el deslumbrantemente apuesto Edward las descubre asomando por su vestido.

Bella es una periodista vivaz de veintisiete años que tiene los pies en la tierra, que nunca se ha enamorado y que empieza a creer que nunca lo hará. No es de extrañar que, ante la perspectiva de ser dama de honor en un buen número de inminentes bodas, se sienta completamente atemorizada. Sin embargo, cuando Edward comienza a ser una constante en las ceremonias, las cosas sin duda empiezan a ir mejor. Solo que, al descubrir que él sale con la despampanante y egocéntrica Tanya y tener un desafortunado incidente con un vibrador de veinticinco centímetros, no todo sale como Bella había esperado.

Capítulo 1

Bosque de Bowland, Lancashire.

Sábado 24 de febrero

Mi mejor amiga va a casarse dentro de cincuenta y dos minutos y la suite del hotel está como los campos destinados al Festival de Glastonbury tres días después de haberse iniciado la fiesta.

Hay un montón de parafernalia propia de las bodas desparramada por toda la habitación, entre la que incluyo a la mismísima novia. Alice todavía lleva puesta la bata y solo se ha maquillado a medias. Mientras tanto yo me he pasado los últimos diez minutos tratando de arreglar por todos los medios las flores que lleva en el pelo, después de que se las pillara con la puerta del coche al volver de la peluquería.

Vuelvo a rociar sus tirabuzones con una generosa cantidad de laca y tiro el bote vacío sobre la cama con dosel.

—¿Estás segura de que aguantarán, Bella? —pregunta mientras se pone rímel a toda prisa ante un enorme espejo antiguo. Le he puesto laca suficiente como para que el peluquero Trevor Sorbie tenga una jubilación más que generosa, así que sí, sí estoy bastante segura.

—Sin duda —digo.

—Pero no parecen muy artificiales, ¿verdad? —continúa diciendo mientras coge un tarro de perlas bronceadoras.

Toco los tirabuzones con cautela. Parecen estar hechos de fibra de vidrio.

—Claro que no —miento, recolocando estratégicamente trozos de follaje sobre las más de treinta horquillas que lleva en el pelo—. Las flores están perfectas. Tu cabello está perfecto. Todo está perfecto.

Me mira, nada convencida.

Estamos en la suite nupcial de un hotel en Whitewell, en el Bosque de Bowland, una zona de tanta belleza que inspiró a Tolkien para crear la Comarca en El Señor de los Anillos, y tan tranquila que la mismísima Reina ha afirmado que le gustaría retirase aquí, cosa que puede hacer porque probablemente pertenece al 0,001 por ciento de la población que puede permitírselo.

De todos modos, no hemos tenido tiempo de contemplar el paisaje. Y en estos momentos hemos echado a perder la maravillosa suite llena de antigüedades muy chic.

—¡Genial! Excelente. ¡Bien! Gracias —dice Alice, sin aliento—. De acuerdo, ¿ahora qué?

No sé por qué me lo pregunta a mí. Porque nadie podría estar menos cualificado que yo en una ocasión como esta.

Primero de todo, no estoy acostumbrada a todo esto de las bodas. La última a la que fui se celebró a mediados de los ochenta, cuando Carol, la prima de mi madre, se casó con el desgarbado amor de su vida, Brian. Al cabo de tres años se había fugado con una pintora y decoradora de ciento ocho kilos. Carol quedó destrozada, a pesar de que no podía negarse el buen trabajo que había hecho su rival en el recibidor, las escaleras y el rellano.

En aquella boda llevé una falda globo y no me solté de la mano del paje durante todo el día. Si hubiera sabido que aquella iba a ser una de las relaciones más importantes de mi vida, habría tratado de recordar su nombre.

Lo que me lleva a la segunda razón por la que Alice haría mejor en pedir consejo al carillón que hay en un rincón de la habitación: dudo mucho que yo llegue a casarme algún día.

Antes de que se lleven una impresión equivocada, debería aclarar algo importante. No es que no quiera casarme, me encantaría. Lo que pasa es que no creo que lo haga.

Porque existe un hecho, un hecho muy preocupante: ya he alcanzado la edad madura de veintisiete años y puedo afirmar con toda sinceridad que nunca me he enamorado. Ni siquiera me he acercado a ese estado. Lo que significa que nunca me las he arreglado para estar con alguien más de tres meses. En resumen, soy al compromiso lo que Pamela Anderson es a los sujetadores de copa A: una elección muy poco acertada.

Lo curioso es que he conocido a mucha gente que cree que eso es motivo de celebración. Asumen que mi incapacidad para atarme a nadie me hace joven, independiente y completamente liberada.

Pero no me siento así. Como todo el mundo, leí El eunuco femenino en la última etapa de la escuela secundaria y no me depilé las axilas en tres semanas, pero sé que la emancipación no es eso.

Un ejemplo típico es el de Mike, con el que rompí la semana pasada. Mike era, es, encantador. Sonrisa bonita. Buen corazón. Buen trabajo. Encantador. Y, como siempre, todo empezó bien, pasando noches muy agradables frente a una botella de Chianti en un bar de Penny Lane, cerca de mi casa en Liverpool, y perezosas tardes de domingo en el cine.

Apenas llevábamos cuatro semanas juntos cuando él sugirió que pasáramos tres días de vacaciones en una caravana con su madre y su padre en el norte de Gales. Yo ya sabía que era demasiado tarde.

Había dejado de pensar en el hoyuelo tan mono que tenía en la barbilla y no podía dejar de pensar en la porquería que tenía bajo las uñas de los pies. Y en el hecho que lo más intelectual que había en su estantería fuera un catálogo de Auto Trader. Y… bueno, mejor no sigo hablando.

No hace falta decir que soy consciente de que nada de lo que hizo o dijo fue tan terrible y, sin duda, no puede compararse con lo que muchas mujeres tienen que aguantar. Sin embargo, mientras no dejaba de repetirme a mí misma que había cosas peores que el hecho de que un hombre pensara que George Eliot era el tipo que salía en la serie de televisión Minder, en mi fuero interno sabía que no estaba hecho para mí.

Lo que está bien. Pero es que nunca parecen estar hechos para mí.

Sin embargo, después de un lapso de tiempo de veintidós años, tengo tres bodas en el mismo año y soy dama de honor en cada una de ellas. Aunque si lo que está ocurriendo hoy es lo habitual, no creo que mis nervios puedan soportarlo.

—¡Zapatos! —proclama Alice mientras va de un lado a otro de la habitación, apartando cosas de en medio.

Miro el reloj: faltan treinta y un minutos. Alice deambula por la habitación como una adolescente que espera el resultado de su prueba de embarazo. Coge la barra de labios, pero vacila.

—Quizá debería ponerme el vestido ahora —dice—. No, espera, necesito ponerme las medias. Oh, un momento, ¿debería retocarme el pelo con las tenacillas primero? ¿Tú qué crees?

¿Y yo qué sé?

—Esto… las medias —sugiero.

—Tienes razón. Sí. Las medias. Dios, ¿dónde están?


N.A: Nueva historia, esta es larga, pero de capítulos cortos hehe, espero que les guste.