Todos los personajes, salvo los de mi propia creacción, pertenecen a Stephenie Meyer y a su saga Crepúsculo. Yo sólo he dado uso de mi imaginación y he alterado esta historia tal y como he querido. Espero que la disfruteís.

1. Prefacio

Me llamo Edward Anthony Cullen. Tengo diecisiete años. O los tuve en algún momento de 1918, y los tendré siempre. Nunca veré mi pelo encanecer, ni a un tropa de niños con mis ojos llamarme papá. Nunca moriré, ni creceré, ni cambiaré. Estoy condenado a una vida sin muerte, una vida sin cielo ni infierno. Y no es algo que le desee a nadie.

En la época en la me crié y crecí, todo era distinto. Cuando yo morí, ya era un hombre. La vida era infinitamente más dura que ahora, y pocos niños llegaban a ser adultos. Yo ya debía casarme, y formar mi propia familia, cuando la temible gripe española llegó a Chicago. Yo soñaba con convertirme en soldado, y embarcarme rumbo a Europa, para luchar por mi patria en un gran guerra que no era la mía. Época de miserias, prácticamente la gente moría de hambre. Y todo empeoró. Mi padre fue el primero en morir, apenas recuerdo nada, pues yo también estaba en el hospital, junto con mi madre, los tres muy enfermos. Yo moría, y mi madre le suplicó a un médico que me salvase. Y lo hizo. Ese algo me convirtió. Y yo entre a formar parte del mundo de las tinieblas.

Carlisle me convirtió, y fue como el padre que la epidemia me había robado. Me educó, me ayudó a soportar el dolor, y la quemazón, de los primeros años de vida. Me enseñó a alimentarme sin matar humanos, me enseñó a contemplar la frágil vida, como quien contempla una flor que en cualquier momento puede marchitarse. Nuestra familia creció, y yo seguía solo. Huí, viajé, exploré, descubrí cosas que no hubiera querido saber, vi demasiado mundo, si es que tal cosa puede suceder. Pasé parte de los años treinta viajando de aquí para allá, saciando mi sed con la sangre de los malhechores, pero volví a casa.

Mi vida, o no-vida, siguió décadas y décadas, nuestra familia siguió creciendo y nos trasladábamos por todo el país buscando cielos nublados. Estudié, estudié varias veces, viajé y aprendí. Desarrollé mi don, pudiendo escuchar casi cualquier pensamiento. Y entonces me topé con una mente en blanco, completamente en blanco.

Veis. Imaginad que veis. Y fijáis vuestra mirada en algo, algo en blanco, algo que no podéis ver. Es completamente desconcertante. Primero, todo en blanco. Y luego vino el aroma. Ese dulce aroma, la droga madre de todas las adicciones, mi perfume soñado. La vi, la vi rodeada de tantos, tantos cuerpos llenos de sangre, y el mundo pareció detenerse y cobrar un nuevo significado.

Pero no. Yo había vivido mucho antes de que ella llegara, de que sus padre nacieran, incluso sus abuelos. Ella no podía condenarme, no, ella no podía cambiar todo lo que yo había conseguido ser. No era posible. Yo, tan sensato, equilibrado. Yo, que meditaba cada nueva decisión largo y tendido. Yo, que tanto me reía de mi hermano Emmet por ser tan impulsivo. Yo, completamente perdido y sin saber qué hacer. Y toda mi vida, mi no-vida, mi condena eterna en la Tierra, pasó ante mis ojos en apenas una milésima de segundo. Traté de buscar, de encontrar, qué había hecho mal.