Brumas

Sinopsis:

Harry Potter, Duque de Gryffindor, vive marcado por muerte de su esposa, lo que le ha convertido en un hombre severo que nada quiere saber de la sociedad, y mucho menos un segundo matrimonio. Sin embargo su abuela y la corona le exigen que encuentre una nueva duquesa para Hogwarts House. Harry decide, en ese mismo instante, que si debe casarse lo hará con Hermione Granger, la nieta de Robert Granger, el hombre más odiado por su abuela. Hermione nunca se ha dejado intimidar por un hombre, pero cuando conoce a Potter se siente amenazada… y fascinada por él. Cuando Harry pide su mano, Hermione se ve obligada a aceptar ese matrimonio. Sin embargo, el misterio que rodea el castillo, el peligro que se cierne sobre ella y un secreto que desea desvelar, la seducirán tanto como la atracción que empieza a sentir por el duque…

Adaptación al libro de Nieves Hidalgo.

Harry Potter X Hermione Granger.

CAPITULO I

Ducado de Gryffindor. Inglaterra.

La bruma se filtraba a través de los muros como una mano húmeda y siniestra dispuesta a atraparla. Ululaba el viento en el exterior y ella se tapo los oídos para no irlo. Tirito de miedo, clavando su mirada en los leños de la chimenea, crepitantes lenguas de fuego que acaparaban su atención.

A Lavender, duquesa de Gryffindor, se le dilataron las pupilas al desviar su atención al rincón del cuarto donde otras veces se le había aparecido aquella silueta fantasmal. Donde oyera el tétrico susurro de una voz que parecía llegar desde el mas allá. Ahora la rodeaba el silencio, pero ella sabía que volvería a buscarla. A ella y al hijo que llevaba en su vientre.

Fuera del castillo, el viento apreciaba en ráfagas sibilantes que, a modo de presagio, parecían indicarle que aquella noche se cumplía su plazo. Ahogo un sollozo y se cubrió hasta la barbilla con la sabana, pero no pudo apartar su errática mirada del rincón. Aguardo y rezo con toda la fe que pudo reunir para que el fantasma no volviera, para que la dejara en paz. Le castañeaban los dientes y era incapaz de controlar sus estremecimientos.

El halito helado que castigaba los muros ceso de súbito y una cortina de agua comenzó a golpear la imponente mole del castillo. Estúpidamente, Lavender se dijo que acaso el espectro no acudiese con un tiempo tan lamentable, y el insensato pensamiento produjo en ella un acceso de risa histérica.

Hacia solo algunos meses que se había instalado en Hogwarts House y desde entonces su vida había cambiado por completo. Los muros grises, los interminables pasadizos, las galerías inferiores, incluso el gran salón donde se celebraban audiencias y se administraba justicia en tiempos remotos, le resultaron lúgubres y fríos. Odio el castillo apenas verlo. Como odio al hombre con el que su madre la obligo a casarse.

El clima de aquella parte de Inglaterra tampoco ayudaba. Ni el terreno abrupto y áspero de los montes de Cumberland. Estaba acostumbrada a los pastos de su amado Gales, donde vivía, pero tuvo que dejar atrás su casa y sus amigos. Todo cuanto amaba. Era aun muy joven, apenas cumplidos los diecisiete, y con aquel matrimonio se evaporaron sus sueños de libertad. Ahora era la esposa de Harry James Potter Evans, duque de Gryffindor. Y esperaba un hijo.

Se sintió sola y atemorizada no bien lo hubo conocido. Era muy alto y ella apenas hombro; su complexión y su mirada dura y esmeralda la hacían sentirse insignificante. De inmediato supo que no congeniarían. Y no lo hicieron. Por eso volcó su afecto a aquel criado de carácter débil, como ella misma; con el que se sentía cómoda. Al principio, Lavender había intentado poner distancia entre los dos, pero le resulto imposible. Cargaba sobre sus hombros con un apellido ilustre, con un título que no le permitía cometer errores. Una reputación que la ahogaba. Pero acabo teniendo al muchacho como confidente y de los secretos pasaron a roces sutiles. Eran almas gemelas y aunque les separaba su nivel social termino por unirles un cariño sincero que les estaba vedado.

El aguacero azotaba con furia el cristal y a Lavender se le escapo un gemido que se convirtió en grito cuando la ventana se abrió de repente, baqueteando la pared y lanzando ráfagas de agua helada al interior, apagando las luces de las velas del candelabro que habías dejado encendidas para que le infundiera valor. Salto de la cama y tranco la ventana. La lluvia empapo su camisón y regreso al lecho tiritando. Las sombras se habían agudizado, pero no se atrevió a moverse, el miedo la paralizaba. Y sus pensamientos volvieron al hombre con el que ahora estaba casada.

Harry la había tratado bien. Con corrección exquisita. Era un individuo extraño al que todo el mundo respetaba. Con ella se había comportado de modo caballeroso y siempre estaba pendiente de que alguienㅡnunca elㅡ atendiera todas y cada una de sus necesidades.

Lavender asumió desde el principio que era solamente la vasija donde se engendraría un heredero. Esa era su función y no otra. Pero el cariño no tenía cabida en un matrimonio que no había supuesto más que una mera transacción comercial para el duque. Por fortuna, le había visto poco desde la boda, porque sus obligaciones ducales y sus compromisos con la Corona ocupaban todo su tiempo. Y ella se encontró desplazada, relegada como un objeto mas y añorando su vida anterior.

Su padre la mimo desde la cuna. Se le escapo un hondo suspiro al recordarlo mientras le narraba historias hasta que el sueño la vencía y procurándole cualquier capricho. Su muerte repentina lo cambio todo. Su madre era una mujer fría y calculadora, y la propuesta del duque significo para ella una baza con la que alcanzar, por fin, la posición social que siempre había deseado y no encontró en vida de su esposo. Casarla a ella con uno de los hombres más ricos de Inglaterra le supuso un triunfo personal.

Lavender no podía negar que su marido, Harry Potter, trataba a todos con justicia. Los criados y arrendatarios se mostraban complacidos con su aplicación de ley. Pero ella no estaba cómoda. El duque la amedrentaba.

La lluvia pareció remitir y Lavender se recostó en los almohadones preguntándose si no sería más sensato acudir a la habitación de su esposo. Debería haberse sincerado con el después de la tercera aparición. Con seguridad, Potter hubiera puesto en fugar al espectro. Sin duda lo habría hecho. Era un hombre aguerrido que se hubiera enfrentado incluso a las fuerzas del infierno.

Ahora, sin embargo, le parecía pueril despertarle a media noche para advertirle de sus visiones, ¿Qué pensaría, salvo que eran fantasías paranoicas? ¿Cómo iba a explicarle que estaba aterrorizada por una sombra que la visitaba desde el mundo de los muertos? Y aunque estaba convencida de que aquella noche debía temerlo más, si cabía la paralizaban sus propias dudas.

Oyó lo que le pareció un rasgado de ropas. Como si las arañaran. Atisbo en la oscuridad, pero no vio nada. Intento relajarse diciéndose a sí misma que todo era fruto de su imaginación y que el embarazo la tenía demasiado tensa.

ㅡ ¡Lavender…!

Se llevo el embozo de la sabana hasta la boca, espantada. ¡Allí estaba otra vez! Se le erizo el vello de la nuca y se hundió en los almohadones, con los ojos abierto como platos.

ㅡDéjame en paz ㅡsuplico temblorosa.

Una risa cascada y neutra rompió el silencio acompañada de un arrastrar de cadenas. Otro susurro. Y de nuevo la voz pastosa y rota que la enloquecía.

ㅡ ¡Ha llegado la hora, Lavender…!

Echo las manos a un lado y corrió hacia la puerta. No podía quedarse allí. El miedo la ahogaba, el corazón le latía con fuerza retumbándole en los oídos, temblaba como una hoja. Resbalo, cayo dolorosamente de rodillas y miro hacia atrás. No veía a nadie, pero sabía que estaba allí, acechándola, persiguiéndola, amenazándola. Se incorporo con pesadez porque el abultamiento de su vientre y sus piernas hinchadas la entorpecían. Tenía que escapar por que el espectro quería acabar con ella y con su hijo. Y amaba al que estaba gestando. Necesitaba ser fuerte por él.

Con un impulso desesperado abrió la puerta y salió a la galería seguida del ruido de las cadenas que se deslizaban por el suelo al ritmo de unos pasos, y se lanzo a una carrera enloquecida. Deseaba gritar, pero no podía, el nudo de pánico que ceñía su garganta se lo impedía.

Recogió el ruedo del camisón y corrió como una posesa hacia las habitaciones de su esposo, al otro lado del pasillo. Maldecía el hecho de que estuvieran tan alejadas de la suya porque ahora, más que nunca, necesitaba su ayuda y su protección. Pero el ser infernal que la perseguía parecía estar en todas partes y se lo topo de frente, cortándole el camino. Lavender volvió sobre sus pasos y huyo en sentido contrario, alejándose así de las dependencias del duque.

Despavorida, los ojos saliéndose de las orbitas, se desplazaba sobre las orbitas, se desplazaba sobre las frías baldosas tan rápido como le era posible, intentando perder de vista al ser que seguía sus pasos. Y en su inconsciencia, se fue dirigiendo hacia la torre sur.

Sus pies descalzos pisaron el primer escalón de la angosta escalera de ascendía a la torre, perdió la estabilidad y cayo de bruces, golpeándose el vientre. Se ahogo en el dolor pero se obligo a levantarse y, media a gatas, subió la escalera, presa ya de histéricos sollozos. Su largo cabello le cubrió el rostro, tropezó una vez mas, volvió a caer…

El espectro la seguía. La seguía. Y alternativamente reia y la llamaba.

Lavander consiguió llegar al final. Solo pensaba en escapar. Pero las pisadas de aquella esencia infernal ganaban escalones subiendo tras ella. El tintineo de las cadenas la estaba volviendo loca. Al llegar a la puerta recordó que siempre estaba cerrada y el terror la paralizo. Desquiciada empujo con todas sus fuerzas y, por alguna causa, la madera cedió. Por su propio impulso, cayo de buces. La lluvia la golpeo sin piedad. Arrastrándose, rasgando la fina tela de su camisón, se alejo cuanto pudo. Los truenos la ensordecían y los relámpagos la cegaban. Frenética, volviendo sobre sí misma, sin levantarse, busco al fantasma mientras el aguacero caía sobre ella. En su desvarió, se acerco al borde de la torre.

Jadeando, prisionera del delirio, muda de terror, se apoyo en el muro. Sus helados dedos asieron la piedra resbaladiza y cubierta de líquenes y consiguió ponerse en pie al segundo intento. Entonces oyó de nuevo aquel sonido que parecía salido de un sepulcro. Se volvió. Con los ojos dilatados por el miedo, sacudida por el llanto y temblando de frio.

Allí estaba.

Aquella cosa se silueteaba en la oscuridad.

Una masa informe y aterradora. Donde debería estar la cabeza solo había una capucha vacía. Y dentro de ella…

El grito desgarrador de Lavender se mezclo con el estampido de un trueno, sofocándolo.

Los ojos, si es que eran ojos, semejaban solamente dos puntos brillantes y fieros que la obsesionaban.

ㅡ ¡Lavender…!

La duquesa de Gryffindor dejo escapar un alarido y retrocedió un paso, gesticulando con las manos para alejar la infernal visión que se le iba acercando.

ㅡ ¡Nooooo!

Sus piernas toparon con algo, perdió la estabilidad y su cuerpo ladeo peligrosamente. Sus pies resbalaron y se precipito hacia al foso del castillo. Mientras caía hacia las tinieblas, se repitió aquella negación a lo irrefutable, aquel grito desesperado, ronco y dolorido, desgarrador.

Algunos meses después…

Harry se despertó de repente, alterado y cubierto de sudor. Sus ojos se movieron de un lado a otro buscando situarse en el mar de oscuridad que le rodeaba.

Tardo en darse unos segundos que había sufrido una pesadilla. Una más. A pesar del tiempo transcurrido no desaparecían, se repetían una y otra vez, acosándole con insistencia.

ㅡ¿Qué sucede? ㅡpregunto una voz somnolienta a su lado.

Parpadeo, totalmente desubicado y se incorporo para encender una vela. Una mujer ocupaba el otro lado de su cama. Aturdido, se pregunto qué hacía allí, hasta que recordó. Echo a un lado las mantas y se levanto. Se froto los parpados. Un dolor agudo en las cuencas de los ojos le anunciaba la impertinencia de una jaqueca. Soltó una imprecación y encendió un par de velas más. En la penumbra localizo su batín arrugado en el suelo y se cubrió con él. Fijo los ojos en su compañera y ella le regalo una sonrisa lánguida.

ㅡ¿Qué haces aquí?

El tono desabrido y brusco la despabilo por completo. Si le quedaba alguna esperanza de intimida posterior con el desapareció de inmediato. Salió de la cama, recogió sus ropas y tal como estaba, sin vestirse siquiera, con una disculpa en los labios, se encamino a la salida.

Harry se meso el revuelto cabello echando hacia atrás los irritantes mechones que le caían sobre la cara. El sonido de la puerta al cerrarse estallo como un trueno en su cerebro y otra grosería se le vino a los labios. Se dejo caer cuan largo sobre el lecho desordenado que aun olía a sexo.

Permaneció así mucho rato, como aleado, absorto en la superficie del techo. Le sacudió un escalofrió, eslabón al final de su angustioso sueño. Su difunta esposa gritaba y gritaba, corría y corría, y tropezaba… caía al vacio… las imágenes de su muerte, agobiantes y descarnadas, le perseguían desde aquella noche con el aleteo negro de un ave de presa. Y la frustración regresaba a él con cada pesadilla, en oleadas, espantosa y opresiva, dejandolo abatido y descompuesto. Porque, en cada sueño, el trataba de alcanzarla, de evitar lo inevitable, de salvarla. Y se sentía tan inutil la alucinación como en la realidad. No había llegado a tiempo y ella se precipito al vacío desde lo más alto de la torre.

Revivió con una sacudía el impacto seco de su cuerpo al estrellarse contra el suelo.

Se recostó en el cabecero y estiro la mano para alcanzar la jarra de vino que había dejado junto a la cama la noche anterior. Bebió con avidez y el liquido le cayó como un puñetazo en el estomago, pero le hizo recobrar la cordura y poner coto a sus lamentos. Se levanto y se acerco al ventanal, acomodándose en el asiento de piedra. El sol empezaba a despuntar ya en el horizonte y el volvió a preguntarse qué sentido tenía su vida.

Nunca considero que el matrimonio con Lavender como algo más que un trato. Y en él, ninguno de los dos gano nada y ambos perdieron mucho. Ella la vida y el… maldijo el instante de debilidad en el que una cara bonita gano la batalla a su determinación inicial de no casarse. Porque fue su lujuria la que había matado a Lavender. De no haber contraído matrimonio, de haber hecho honor a su juramento de soltería, ella seguiría viviendo felizmente en Gales y el no se habría convertido en un ser taciturno, agrio y huraño, atormentado por un suceso dramático que no dejaba de perseguirle. Lavender había una mujer débil, temerosa y escasamente resuelta a cumplir el rol que se le exigía. Su muerte le pesaba como una losa. Y su mortificación era mayor porque ella, en su delirio, había acabado con lo que el mas deseaba; un heredero. Solo el germen de una duda aminaba su dolor. El que sembrara aquel sirviente que segó su existencia colgándose de una viga de la cocina, dando pasó al rumor que se esparció como la pólvora.

¿Realmente el hijo que Lavender gestaba era suyo?

Golpes que desbastaron su alma y minaron su orgullo.

No podía evitar sentir cierta ira cada vez que pensaba en ello. Porque era consciente de que Seamus Finnigan, el sirviente que siempre se comporto como perrillo faldero de su difunta esposa, pudo haber engendrado el vástago que hubiera llegado a ser su heredero. Pero nunca sabría la verdad y eso le encolerizaba. Ya no podría quitarse de la cabeza la duda lacerante de que ella, la mujer a la que le dio su apellido, a la que convirtió en duquesa, le hubiera convertido en un cornudo.

¡Condenado fuera si consentía en volver a pasar por el altar! Lo que menos deseaba en el mundo era casarse de nuevo, volver a confiar en una mujer. ¡Al infierno Gryffindor, su herencia y su puñetera descendencia!

Primero su madre y después Lavender le habían fallado estrepitosamente. Y la traición de ambas se atrincheraba en su alma, escondiéndose cada día que pasaba. De niño, se pregunto un millón de veces si su madre les habría abandonado por su culpa, por algo que él hubiera hecho. Siempre tenía la sensación de que las frecuentes discusiones con su padre no eran más que el reflejo de su odio hacia él, y marcaron aquella parte de su niñez. Ahora, cuando ya creía recuperada su confianza, surgía de nuevo la alevosa sospecha del engaño de Lavender.

Así que el resentimiento hacia el bello sexo se había pegado a él desde la noche en que ella murió, como una lacra de la que no podía, ni quería, librarse. Mejor recelar de ellas que aparecer de nuevo ante todos con la tacha de un infeliz.

Por desgracia, la Corona no opinaba lo mismo. Y, lo peor, tampoco su condenada abuela. Era la mujer más terca de la Creación y parecía haberse confabulado con Satanás para volverlo loco. El acababa de cumplir treinta y un años, ya no era adolescente y estaba capacitado para elegir esposa por sí mismo, de haberla querido. Sin embargo, tanto para su abuela como para el Estado eso carecía de importancia. ¡Por todas las calderas del infierno! Apenas habían pasado unos meses de la muerte de Lavender cuando se veía acosado por distintas candidatas a ocupar el puesto de duquesa de Gryffindor. Y no encontraba forma de librarse de tan despiadado hostigamiento.

Por eso había decidido, por fin., dedicarse a la tarea de buscar esposa. Por ese mismo motivo se había emborrachado la noche anterior y llevado a aquella mujer a su cama. Sin duda estaba perdiendo los papeles. Pero era eso, casarse de nuevo, o acabar a los pies de los caballos de las pautas sociales. No tenía más remedio que ceder, se casaría, tendría un heredero, ¡y que el infierno se llevara a todos!

Se acercó a la cama y tiró del cordón de llamada a la servidumbre. No hubo de esperar para que su valet asomara por la puerta.

— Buenos días, milord — le saludó. ㅡ¿Ha descansado bien'?

— Perfectamente. Como si me hubieran pateado durante toda la noche.

— Si me permite decirlo, señor, son las secuelas de la bebida.

— Ojalá siguiera borracho. Que me preparen el baño, por favor. Y consígueme algo para el dolor de cabeza.

Su ayuda de cámara asintió y se marchó y él regresó al hilo de sus cavilaciones.

Odiaba Londres. No era más que una ciudad donde la aristocracia se prostituía en los pasillos del poder y en el boato de las fiestas. Alimañas vestidas de seda y rostros empolvados, insensibles a los menos favorecidos y preocupados solamente por su propio encumbramiento. Nunca estuvo cómodo entre ellos. En eso había salido a su padre. Además, era conocido su desapego entre la alta sociedad. Eso sí, su fortuna le franqueaba la entrada inmediata a cualquier evento. Y no había padre que no soñara por tenerlo como yerno. Al fin y al cabo, ¿qué importaba su fama de hombre poco accesible con tal de casar a la niña? Él había alimentado una imagen de indiferencia y no tenía intenciones de modificarla. Era el escudo con que se protegía de invitaciones molestas.

Entonces llegaron sus criados, y tras saludarle empezaron a preparar el baño.