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Declaración: La mayoría de los personajes de esta historia pertenecen a Kyoko Mizuki/ Yumiko Igarashi en la historia de "Candy Candy". Otros eventos y situaciones fueron tomados de "Candy Candy Final Story" de Kyoko Mizuki, seudónimo de Keiko Nagita.
QUÉDATE CONMIGO
por Alexa PQ
CAPÍTULO 1: Nada ha cambiado en mí
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Con profunda pena, anunciamos el triste fallecimiento de la
Srita. Susanna Marlowe
acaecido el día de ayer en la ciudad de Nueva York.
Sus restos mortales estarán siendo velados en la sala mortuoria del cementerio de la Iglesia de San Pedro, donde será enterrada el día de mañana.
Descanse en paz.
Con desconsuelo por su partida,
participan:
Agatha Baines, viuda de Marlowe
Terrence Graham Grandchester
Robert Hathaway y la Compañía Teatral Stratford
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Susanna Marlowe murió una tarde lluviosa de Septiembre de 1916, después de una breve e inesperada enfermedad. Contra todo pronóstico y conmocionando a todos los que tenían la seguridad de que ella se recuperaría rápidamente de una indisposición que no parecía particularmente seria. Pero fue como si el destino decidiera repentinamente jugar una broma macabra y llevársela por un padecimiento que al principio se creyó sin importancia: tan sólo una gripe, algo de lo que nadie se preocuparía especialmente y menos a finales del verano.
Primero convaleció en casa – bajo el mismo techo que compartía con su prometido, el joven actor Terrence Graham Grandchester – pero al cabo de unos días la respiración de Susanna se volvió difícil y sus pulmones empezaron a ahogarse. Aquella aparente gripe inofensiva derivó en una neumonía y después, en poco menos de una semana, el cuadro clínico se complicó de forma importante y, aunque fue ingresada en un hospital con el mejor equipo médico a su disposición, la que apenas año y medio atrás era una hermosa actriz prometedora, llena de sueños y vida, ahora – en un abrir y cerrar de ojos – cayó en un estado de sopor del que ya nunca se recuperó.
Sus últimos días los pasó aletargada sobre un lecho blanco, con el rubio cabello lánguido enmarcando su palidez cada vez más etérea mientras que la vida se le escapaba con un gorjeo estertóreo que sonaba tan terco como su determinación por aferrarse a este mundo. Un mundo donde alguna vez ella se atrevió a soñarse amada y feliz... pero que ya nunca más podría ser. Porque sólo un par de semanas después de su ingreso al Hospital St. Jacob, la dificultosa respiración de Susanna Marlowe se detuvo secamente y ese silencio súbito anunció mejor que nada la dolorosa rendición total de su cuerpo. El silencio fue el anuncio innegable de su partida sin retorno, mientras que a su lado su madre hundía el rostro bañado en lágrimas entre las níveas sábanas de su lecho mortuorio, presa del dolor. Todo fue tan repentino como inesperado. Tan inesperado como también lo fue aquel accidente que hacía poco más de dos años atrás había cambiado la vida de Susanna, del mismo Terrence e incluso la vida de una chica llamada Candice White Ardlay, cuyos sueños de amor murieron en medio de una nieve tan blanca como el color de las sábanas que ahora le servían de mortaja a Susanna Marlowe.
Al ser testigo de la repentina enfermedad de su prometida y después de su trágico desenlace, Terry Grandchester se quedó atónito. Confundido. Apenas podía creerlo: una vida no podía apagarse así tan rápidamente, sin previo aviso. Porque hacía menos de quince días atrás que él había cenado con Susanna en el departamento que ambos compartían, y ella se había puesto todo lo bella que podía para acompañarlo, como siempre lo hacía. Esa noche ella le había sonreído radiante, esperanzada como siempre, esperando pacientemente el día en que él se enamorara de esa sonrisa.
Pero ahora Susanna ya no estaba más... parecía tan increíble.
Los funerales se oficiaron en medio de la espesa conmoción que se siente cuando sucede lo inesperado. El día del entierro también fue una tarde lluviosa en el cementerio de la Iglesia de San Pedro, al sur de la isla de Manhattan. Durante el entierro Terry apenas empezaba a comprender que aquello no era una pesadilla y que Susanna realmente se había ido repentinamente, para no volver más. Mientras observaba bajar el ataúd hacia el abrazo de la tierra, le cayó encima todo el peso de la realidad: que ella se había ido para siempre. Susanna Marlowe, esa mujer vehemente y compleja, a la que nunca logró amar.
Sin embargo, a pesar de que el deber de quedarse a su lado todavía le pesaba como plomo sobre los hombros, Terry jamás había sentido hacia ella el más mínimo rencor. Porque realmente, quien tomó la decisión de quedarse a su lado fue él... lo decidieron él mismo y otra mujer diferente, que también se había vencido y renunciado al mismo tiempo que él, en aquel negro día en el que ambos se dijeron adiós sin mirarse frente a frente. Porque aunque ambos habían estado en verdad destrozados con aquella decisión y trataron de ennoblecerla con una promesa imposible, lo único cierto era que ellos y nadie más habían decidido: ella se había ido sin mirar atrás y él no había corrido tras de ella. Ambos se habían perdido, sin luchar.
Ambos se habían abandonado.
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El estrepitoso sonido del reloj lo despertó. Terrence Grandchester abrió los ojos pesadamente en la oscuridad de una habitación donde sólo el monótono tictac de un reloj de péndulo rompía el silencio, aunque él sentía que retumbaba en sus oídos con la fuerza de un cañón. Por un segundo, dudó del lugar en dónde se encontraba... incluso del día que era. Hasta que un regusto amargo le subió desde la garganta como si estuviera paladeando papel y la cabeza empezó a latirle con un palpitar doloroso, interminable y atronador.
Maldito reloj.
Poco a poco recuperó la conciencia, mientras recordaba. Estaba en su propia cama, en su propio departamento... después de haber pasado toda la noche bebiendo hasta olvidar, en un lóbrego bar al norte del Central Park. Se había emborrachado tanto que no recordaba cuando había salido del bar ni cómo había vuelto a su departamento, pero indudablemente estaba en su propia cama. Estaba despertando en su habitación, con una terrible resaca. El endemoniado caballo que le galopaba en la cabeza y su paladar seco como el desierto eran la dolorosa prueba de que todo era real.
Que este era... el día siguiente.
El día siguiente después de aquellas agotadoras semanas de estancia en el Hospital San Jacobo, de los oscuros días en que él mismo junto a la señora Agatha Marlowe y algunos miembros de la Compañía Stratford se arremolinaban alrededor del lecho de Susanna, rezando y esperando por un milagro. Un milagro que nunca llegó.
Era el día siguiente al entierro de Susanna Marlowe.
Terry se incorporó pesadamente en la cama, todavía aturdido y desconcertado, dándose cuenta poco a poco de que su vida finalmente volvía a estar completamente en sus manos aunque nunca hubiera deseado - ni siquiera por un segundo - que fuera de la forma en que finalmente ocurrió. Estaba lleno de remordimientos y de frustración. Por eso se había emborrachado nuevamente como lo hacía antes, como se había prometido que no lo haría nunca más desde hacía poco más de seis meses... desde aquel nefasto día en que, en medio de la bruma del alcohol en un teatrucho de mala muerte, se le había aparecido la imagen de ella. De Candice White Ardlay. Su Candy. La mujer a quien amaba de forma irremediable.
La había conocido años atrás en medio de la bruma de un barco y ella le había regalado días luminosos, paz a su alma y amor a su corazón. Todo su ser se abrió ante su toque. Pero después el destino conspiró para separarlos una y otra vez hasta que finalmente terminó por perderla también en medio de la bruma, tal y como la conoció, aunque al perderla sólo la imaginó esfumándose entre las sombras malolientes de un teatro de quinta. Todavía daba gracias al cielo de que aquella última imagen no hubiera sido real y ella realmente no lo hubiera visto en el estado tan deplorable en el que cayó.
Sin embargo, fue precisamente la evocación de la imagen de Candy lo que lo sacudió y lo hizo anhelar ser nuevamente un hombre valioso. Fue por ella que él decidió dejar el alcohol, volver a Susanna para honrar su palabra y cuidarla, asumir sus errores... fue por Candy que él encontró la fuerza para volver sobre sus pasos y reconstruirse a sí mismo. Y lo estaba logrando hasta que la muerte de Susanna lo golpeó de forma contundente, no sólo por que lamentaba la partida de una buena mujer que tanto lo amó, sino también por el hecho de que la decisión de quedarse a su lado para cuidarla - y por la cual él perdió lo que más amaba en la vida - se hubiera tornado de pronto tan estéril.
Ahora un nuevo día llegaba, tan amargo como el regusto que le subía a Terry desde la garganta.
Candy se había ido, Susanna se había ido... incluso sentía que su propia valía y voluntad se habían ido, porque había caído nuevamente a la tentación del alcohol. Maldita sea. Tal vez era un hombre sin remedio, condenado a vivir sin redención y sin conocer jamás la felicidad. Tal vez había sido sólo un ejercicio de soberbia el ambicionar que podía llegar a ser un hombre valioso e íntegro… cada vez que lo intentaba, el destino parecía torcer su determinación.
Parecía condenado a levantarse, sólo para caer.
"Levantarse y caer", se repitió Terry, nuevamente enfangado en un fondo de desesperación. "Levantarse y caer, una y otra vez"
Levantarse y caer, porque esto era la vida.
"Levantarse".
Ahora llegaba nuevamente el momento de levantarse.
Y se dio cuenta de que tenía que hacerlo nuevamente, y de que lo haría una y otra vez, porque este día siguiente al entierro de Susanna Marlowe era el día siguiente del resto de su propia vida.
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Después de aquellos días tristes y caóticos, a Terry le costó varias semanas regresar a su vida habitual. Se había acostumbrado tanto a cargar el peso de la responsabilidad por Susanna que, aunque ahora ella ya no estaba, era increíble la forma en que él seguía sintiéndose responsable de alguna forma indefinida y como esa angustiosa sensación aún seguía despertándolo sobresaltado en medio de la noche.
Sin embargo, con el transcurrir de los días poco a poco se fue dando cuenta de que estaba liberado de la atadura de su promesa a Susana, pero la presencia de la Sra. Agatha Marlowe viviendo bajo su techo todavía era una losa que pesaba sobre su conciencia y sobre su ánimo. Mientras Susanna estaba viva, la Sra. Marlowe había alimentado resueltamente la idea de que Terrence debía ser responsable de Susanna – y de paso, de ella misma – por siempre. "Por siempre" recalcaba una y otra vez, con esa frase tan contundente y sin fecha de caducidad.
Pero Terry ya no creía en los "por siempre".
Desde el día en que él regresó de sus oscuros días en Rockstown para finalmente cuidar de Susanna, la joven actriz y su madre vivieron en un amplio departamento que Terry había rentado para la total comodidad de ambas y que él mismo compartía con ellas para darle más seguridad a la joven, quien pasó a ser su prometida. Sin embargo, aunque compartía techo con ellas, sus aposentos siempre estuvieron lo más separados posible de las habitaciones de la madre e hija, y como regla general, Terry trataba de pasar el menor tiempo posible en la casa compartida. Su trabajo en la compañía de teatro Stratford era la única actividad en la que él encontraba sosiego para sus turbulentas emociones, incluso a veces casi lo hacían olvidarse de sus problemas y, muy adecuadamente, también le proporcionaba la excusa perfecta para pasar el menor tiempo posible en el departamento con las damas.
Pero ahora, después de la muerte de su hija, la Sra. Marlowe se había hundido en una tristeza extrema y en una total apatía por las cosas del mundo. Entendiendo su tristeza, para Terry fue muy difícil decidir la forma en que debía hacerse cargo de ella y, cuando lo hizo, tampoco fue fácil para él escoger el momento de comunicarle su decisión respecto al futuro de ambos: él abandonaría el departamento en el que ambos vivían, y pagaría la manutención de la Sra. Marlowe el tiempo necesario para que sus parientes más cercanos acudieran por ella y decidieran qué hacer.
Cuando por fin le comunicó sus planes, poco después de dos meses de la muerte de Susanna, la señora Agatha escuchó su decisión deshecha en lágrimas, intuyendo que ya sin su hija aquel actor no iba a hacerse cargo de ella por mucho tiempo más. ¡Dios!, si tan sólo pudiera obligarlo de alguna forma… porque Agatha Marlowe no quería terminar viviendo de la caridad de sus parientes más cercanos, frente a los que siempre presumió el futuro brillante que le esperaba junto a su talentosa hija y a los cuales siempre les echó en cara la mediocridad en la que, según ella, se hundían al no abandonar los pueblerinos cultivos de Ohio con los cuales se ganaban la vida. Sin Susanna, ella volvería a aquella vida de anonimato y privaciones, que ahora le parecía todavía más horrorosa después de haber descubierto el vibrante ritmo de vida de Nueva York.
Desesperada, jugó sus últimas cartas:
- Me puede desechar porque nunca se casó con ella - lloraba Agatha en la tarde en que él le dijo que abandonaría el departamento - La hizo esperar demasiado, Terrence. A mi pobre hija.
Terry había dudado mucho tiempo sobre la mejor forma de hacer las cosas, pero cuando finalmente tomó la decisión, ya estaba totalmente convencido de que era lo mejor que podía hacer y, por lo tanto, estaba firmemente decidido a no ceder ante ningún chantaje emocional de los que tan bien le conocía a la señora. Finalmente, controló cualquier exabrupto que pudo salir de sus labios y sólo repuso, tan sereno como pudo:
- Susanna y yo tuvimos nuestras razones…
- ¡Más bien: "usted"! ¡"Usted" las tuvo! - sollozó la mujer, interrumpiéndolo - ¡Como ahora! Me abandona a mí, igual como lo hizo con mi pobre hija…
- Sra. Marlowe… - Terry comprendía que esta no sería una discusión con argumentos de por medio. Tal y como lo pensaba, la Sra. Marlowe siguió con sus coléricas diatribas.
- ¡Ella lo único que hizo fue ser generosa! Mi Susy le salvó la vida, aún a costa de su carrera. ¡Y aún más allá! A costa de su propia integridad física... ella estaba tan triste y débil que no pudo soportar una pequeñísima enfermedad… Si viera la injusticia que está usted cometiendo ahora conmigo, seguramente se volvería a morir la desdichada…
Y él, lleno de remordimientos, sólo bajó la cabeza incapaz de encontrar algo que decir para mitigar el dolor que imaginaba era el de una madre que recién acababa de perder a su única hija. Aunque para él siempre fue muy difícil soportar los continuos improperios de la Sra. Marlowe, esta vez calló por prudencia a su dolor. Era la primera vez que lograba controlarse hasta ese punto.
Finalmente se dirigió hacia la puerta y giró el picaporte para salir. Antes de eso, se volvió hacia Agatha una última vez antes de abandonar el departamento:
- Sra. Marlowe, le prometo que mientras usted viva en Nueva York, nada le faltará. Le he escrito a su hermano en Ohio y él se pondrá de acuerdo con usted para decidir la fecha en que vendrá a verla… yo respetaré lo que ustedes decidan…
Los ojos de la mujer se dilataron aún más, pero no precisamente de dolor.
- ¿¡Usted... le escribió a mi hermano?! - por un segundo, Agatha abandonó los sollozos y toda su frustración se reflejó en su gemido.
- Sí, lo hice. Creo que era necesario y que le hará bien. Espero que la presencia de su familia la reconforte en este dolor, Sra. Marlowe. Todos necesitamos sanar…
- ¡Es usted un desagradecido, Terrence!
Y por un segundo, para Terry fue como haber retrocedido en el tiempo a la época en que los mismos insultos resonaban en su mente después de haber sido lanzados al aire, con la voz de la muy honorable Duquesa Sophia de Grandchester.
Pero esta vez él no dijo nada más, sólo abandonó la habitación mientras cerraba la puerta resueltamente tras de sí. Fueron las últimas palabras que escuchó de Agatha Marlowe, mientras pensaba resueltamente: "Sí, un desagradecido y un cobarde… pero un muñeco con el que todos pretendan jugar a su antojo, nunca más".
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Hacía frío y los últimos rayos de sol apenas calentaban el patio central del teatro "Fall Garden", situado sobre la ajetreada calle que ahora era conocida como el Camino Blanco de Broadway debido a los colores de las marquesinas. Los actores de la Compañía Teatral Stratford descansaban un momento en medio de una ardua sesión de ensayo, esperando a que Robert Hathaway los llamara en cualquier momento para continuar. En particular, un joven alto y atlético, de porte elegante e impecable, observaba solitario el atardecer mientras el viento despeinaba sus largos cabellos castaños. Después de unos momentos, una de sus compañeras actrices se le acercó precavidamente.
- Terry... desde aquello hablas menos que nunca - le dijo Karen Klaise después de observar su perfil por un rato esperando a que él le hablara primero, cosa que no sucedió.
Terrence Graham Grandchester se volvió hacia ella, reflejando la imagen de la actriz en el profundo cristalino verdiazul de sus ojos. A pesar de que su rostro seguía siendo tan fuerte e intenso como antes, cada golpe de la vida le esculpía una nueva expresión. Ahora tenía un aire hastiado e introspectivo.
- ¿Desde "aquello"? - le preguntó Terry abandonando sus pensamientos y encogiéndose de hombros, creyendo que Karen se refería a la muerte de Susanna de la que ya había pasado poco más de tres meses. Luego arqueó las cejas, intrigado. Él no sentía que estuviera diferente en lo absoluto.
- Sí. Desde el estreno de "Romeo y Julieta"... - respondió sin embargo Karen, para su sorpresa - Desde aquel día en que permitiste que Susanna y su madre te acorralaran y se salieran con la suya.
Terry se sorprendió por la extraña acusación de Karen... era lo último que esperaba escuchar de ella. Un segundo después, su mirada se volvió torva.
- Cuida tus palabras, Karen.
- En verdad, lamento muchísimo la muerte de tu prometida - le dijo la actriz, ignorando su advertencia. Sus negrísimos cabellos estaban recogidos en un peinado que la hacía lucir aún más joven, como toda una shakespeariana Ofelia indefensa. Nada más alejado de la realidad. - A pesar de que Susanna no me caía nada bien, jamás le deseé un desenlace tan triste. Pero eso no borra el hecho de que ella se aprovechó de un gesto que pretendió hacer pasar por generoso, y que tú se lo permitiste.
- ¿Y tú qué sabes? - casi gruñó Terry. Realmente apreciaba mucho a Karen Klaise: era una chica sin dobleces, brutalmente honesta, una excelente compañera e incluso una de las pocas personas a las que podía llamar amiga. Pero se estaba excediendo. Había asuntos que Terry Grandchester no trataba con nadie más que con la imagen que le devolvía el espejo.
Karen se alejó un poco y empezó a caminar, siguiendo al resto de sus compañeros actores que ya volvían al interior del teatro tras el llamado de Robert Hathaway. Terry se emparejó a su paso.
- Sé muchas cosas, querido Terry - apuntó ella enigmáticamente - Incluyendo la historia de una chica pecosa que también aquella noche evitó que Susanna Marlowe encontrara su funesto destino antes de tiempo.
Terry la tomó súbitamente por el brazo, haciendo que la actriz se volviera hacia él. No había forma de que ella supiera eso, él jamás se lo había contado a nadie.
- ¿Quién te dijo eso, Karen? ¿Qué pretendes?
- Sólo quiero verte otro semblante - le respondió ella, recuperando su brazo de un tirón. Se habían quedado solos en medio del patio central, mientras el resto de los actores ya habían ingresado al teatro - Nunca has sonreído demasiado, Terrence Graham, pero cuando estás de mejor humor eres una persona casi agradable con la que da gusto trabajar.
Los labios de él casi se curvaron en una media sonrisa, irónica.
- ¿Entonces sólo es interés profesional?
- Si quieres verlo así - ella se encogió de hombros - Sólo quiero que te des cuenta de que llegó la hora de seguir adelante.
Él suspiró ruidosamente, lleno de remordimientos.
- No Karen, todavía no es el momento. Le debo un tiempo al recuerdo de Susanna... al honor de su memoria.
Karen abrió mucho los ojos, con una expresión entre asombrada e indignada.
- No me digas que crees que todavía le debes algo.
- Al menos mi respeto total. Fue una mujer que lo dio todo por mí.
- Para cobrártelo después, Terry - apuntó Karen, certera - No pierdas eso de vista.
Él desvió la mirada, sabiendo que Karen no comprendía. Nadie parecía comprender, excepto él. Empezó a caminar hacia el interior del teatro, dejándola atrás.
-Tú no sabes... - dijo el actor, dando por zanjado el tema.
- Creo que quien está ciego eres tú.
Ella lo alcanzó y entraron juntos al teatro en silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Contrariamente a la intención de Karen, al ánimo de Terry se había ensombrecido.
Dentro del teatro todo era un remolino de decorados, de vestuarios y voces. Robert Hathaway, el experimentado actor de Broadway, dirigía una escena desde abajo del escenario combinando por primera vez su faceta de intérprete con la de director. Se ocupaba enérgicamente hasta del más mínimo detalle, coordinando a los tramoyistas, maquillistas y actores, como si fuera todo un virtuoso director de orquesta.
- Por cierto – siguió diciendo Karen minutos más tarde, cuando tanto ella como Terry esperaban tras bambalinas su línea para entrar al escenario donde ambos harían juntos la siguiente escena como Ofelia y Hamlet - Todo esto viene a cuento porque también es que conozco a alguien que, inexplicablemente, se preocupa mucho por ti.
Terry se volvió a verla y la interrogó sólo con la mirada. Era obvio que no tenía ganas de jugar a las adivinanzas y que esperaba la respuesta.
- La señorita Baker - le explicó Karen, y luego sonrió divertida - Va a resultar que los rumores son ciertos. Me pidió que te dijera que quiere verte.
Él levantó las cejas, un poco sorprendido. La gran actriz de América: Eleanor Baker. Su madre.
Después de pensarlo por un momento, Terry respondió:
- Dile a Eleanor que la veré cuando ella lo desee - dijo justo un segundo antes de escuchar el llamado para su entrada, al que respondió transformándose instantánea y maravillosamente en un perfecto Príncipe Hamlet en cuanto pisó el escenario.
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Después de la última representación de la gira de "Hamlet" en Boston, Terry salió a caminar por las calles de la ciudad ya al anochecer, cuando el clima estaba volviéndose cada vez más frío y casi no había transeúntes. A pesar de la bufanda alrededor de su cuello, también llevaba levantadas las solapas de su abrigo, una boina sobre sus cabellos y las manos dentro de los bolsillos, mientras el eco de sus pasos solitarios por las calles adoquinadas lo acompañaba.
Una incómoda inquietud le desasosegaba el alma porque precisamente ese día se cumplía un año desde el fallecimiento de Susanna, y él estaba aquí en Boston, a muchos kilómetros de Nueva York, imposibilitado de llevar al menos un ramo de flores a su tumba para honrar su recuerdo. Era increíble cómo había pasado ya un año desde entonces, con el tiempo destilándose lenta y trabajosamente como si ya no hubiera razón para que continuara con su cotidiano andar.
A un año de aquello, Terry podía recordar perfectamente la lápida que cubría a Susanna, tan fría y gris. Adivinó que no habría junto a ella ni tan siquiera un solo ramo de flores... porque desde que la Sra. Marlowe había vuelto con su familia a Ohio, no había quedado nadie en Nueva York para honrar el recuerdo de la malograda actriz. Y precisamente este día él tampoco estaba allí: no habría flores para conmemorar el primer aniversario luctuoso de la mujer que dio tanto por él.
Durante su trayecto sin rumbo por las calles de la ciudad, una pareja solitaria se cruzó en el camino del actor. Él los miró por un segundo y se le quedó muy grabada la imagen de la sonrisa que se regalaban el uno al otro, de la forma en que la chica tomaba el brazo abrigado del chico y de lo felices que parecían. Y entonces, con un suspiro de nostalgia, Terry admitió para sí mismo que el deseo de llevar flores a la tumba de Susanna no se debía únicamente al aprecio y agradecimiento que sintió por ella, sino que principalmente lo acuciaba un profundo sentimiento de culpa. Exhaló, mientras una nube de vaho cálido brotaba de sus labios. Se sentía culpable por no haberla amado como ella tanto deseó y esperó... culpable porque en lugar de esforzarse por amar a Susanna, su obstinado corazón volviera una y otra vez a la añoranza de Candy, a que no hubiera pasado un solo día sin imaginarla entre sus brazos, a no pensar en nadie más. En que el solo recuerdo de Candy le calentara más las entrañas que toda la presencia y devoción en vida de Susanna.
Y eso, con el correr de los días, no había cambiado. No había día en que no recordara a la hermosa e intrépida chica pecosa que era la dueña de su corazón, y en el que no pasara horas pensando en Candice White Ardlay. Días en los que, como esta tarde, sus pensamientos siempre orbitaran alrededor de ella, su único amor, y sintiera como si le faltara el aire de tanta añoranza.
"Candy... cuánto te extraño. Te extraño muchísimo".
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Enero, 1918
El invierno en Nueva York vestía de blanco las ajetreadas calles, llenas de vida aún con un clima nevado tan inclemente. La Gran Manzana nunca dormía, ni siquiera descansaba, tenía un ritmo alocado y propio, lleno de historias... pero aunque la vida se movía agitadamente por sus barrios como un imparable mar que ondeaba entre sus calles, Terrence Grandchester todavía se sentía suspendido en el tiempo. Todavía estaba lleno de remordimientos y de vacilación.
Todavía había una duda que le atenazaba el alma.
- Pronto cumplirás 21 años, Terry - le dijo Eleanor Baker, una tarde en que ambos bebían té dentro de un acogedor establecimiento en la calle Broadway mientras afuera nevaba serenamente - Eres tan joven, mi cielo. Y has vuelto a triunfar en el teatro.
Terry dio un sorbo a su té, ensimismado.
- Ni tan joven, ni tan triunfante - apuntó lacónico.
La actriz deseaba alargar su mano y acariciar los cabellos de su hijo, pero se contuvo. Estaba tan hermosa y elegante como siempre, y había muchos comentarios insidiosos tratando de adivinar sobre su discreta vida personal. Pero no sólo se detenía por el temor de que alguien los viera y empezaran las habladurías y conjeturas acerca de su relación, sino que también lo hacía por la reticencia que todavía mostraba su hijo con ella, aún a pesar de que poco a poco podía sentir como él se abría ante su cariño.
En vez de acariciarlo, Eleanor sólo le sonrió con ternura.
- Siempre estás juzgándote tan duramente, Terry...
- No es que me juzgue duramente, sólo acepto la realidad. He cometido muchos errores, Eleanor.
- ¿Algún día me llamarás "madre"?
Terry levantó las cejas, dándose cuenta de que pagaba con otros el desespero que últimamente le taladraba el alma. Se sentía tan ansioso, que le dolía. Sin embargo, trató de sonreírle también.
- Discúlpame. Tengo la cabeza puesta en otro lado.
- En Candy, ¿verdad?
- Sí... mamá.
Eleanor alargó una mano, cediendo al impulso de acariciar la mano de Terry que reposaba sobre la mesa. Odiaba ver la desesperanza que llenaba los ojos de su hijo cuando pensaba en Candy White con la convicción de que ya la había perdido.
- Hijo, ¿por qué no le escribes? O mejor aún, ¿por qué no vas a buscarla?
Él se encogió de hombros, pero no apartó su mano bajo la caricia de su madre. Eleanor fue muy consciente de eso.
- No lo sé. Ella ya debe haber hecho su vida. La última vez que la vi nos prometimos que seríamos felices, y ella debe serlo ahora... sin mí. Es una chica muy fuerte.
Eleanor recordó la vez que había visto a Candy en el poblado de Rockstown, después de que ella y su hijo se hubieran separado por causa de Susanna. Terry había caído en una de las etapas más oscuras de su vida, y aquella pecosa chiquilla – a pesar de haberlo observado en un estado tan deprimente – todavía conservaba sus ojos llenos de amor.
Además, Eleanor sabía que no todo estaba perdido.
- No sabes exactamente qué es lo que ha pasado, Terry. Deberías buscarla.
- No quiero perturbarla, ni incomodarla... ¿qué le diría? ¿que hasta ahora la busco, porque Susanna murió? Ella no se lo merece.
- Terry, deja que sea ella quien lo decida.
El actor bajó la vista para mirar con detenimiento las volutas de vapor que salían de su taza de té como si fueran algo extraordinario que observar, pero lo que realmente estaba buscando era el valor para confesarle a su madre – y de paso aceptarlo él mismo – lo que realmente le pasaba. Después de un minuto o dos en silencio, repuso de la forma más fría que pudo fingir, pretendiendo que era algo sin importancia:
- Tengo miedo, Eleanor... mamá - para él, no era fácil aceptarlo.
- Por eso has dejado pasar tanto tiempo, ¿no?
Él no respondió, pero ese silencio ya era una respuesta que evidenciaba no sólo su orgullo, sino también su desasosiego.
- Terry... - lo instó Eleanor, comprensiva.
- Ella ya decidió una vez. Decidió irse - venciendo su propia reserva Terry confesó sus temores y levantó la mirada hacia su madre, llena de involuntaria desesperanza - Tal vez decidió irse porque la esperaba algo mejor a su regreso. Tal vez ya sea feliz con ese destino que decidió seguir, en el que no estoy yo. Nunca supe si me quería.
Eleanor abrió mucho los ojos, realmente sorprendida por los pensamientos de su hijo.
- ¡Terrence Grandchester! ¿Cómo puedes decir eso? - por un instante, Eleanor Baker fue una madre más de tantas, que regañaba a un hijo equivocado y tozudo - Esa chica viajó cientos de kilómetros para venir a verte... yo vi la forma en que te miraba. De ninguna manera puedes dudar de su cariño.
Terry aceptó el regaño, aunque recordó que en su mente le había dado tantas vueltas a su relación con Candy que ya no sabía ni qué pensar.
- Yo también lo creo - admitió él, sin embargo su tono no mostraba mucha emoción - Vi amor en sus ojos... en lo que me hacía sentir. Pero luego pienso que vi todo eso porque era algo que yo quería ver en ella.
Aunque él no estaba acostumbrado a exponer a persona alguna las profundidades de sus sentimientos y para él era más seguro fingir que nada lo afectaba, Terry suspiró nerviosamente y desvió la vista para, por primera vez en su vida, hacerle esa revelación a otra persona. Aunque no se trataba de cualquier persona, sino su madre.
- Mamá, deseaba hasta con la última fibra de mi ser que Candy me amara. Más que nada en el mundo.
- Ella te amaba, Terry - dijo Eleanor, totalmente segura.
- ¿Cómo saberlo realmente? Nunca me lo dijo.
- ¿Y tú, se lo dijiste?
Después de unos segundos Terry respondió, aunque se sentía terriblemente vulnerable exponiendo su corazón de esa manera.
- No, yo tampoco nunca se lo dije - y de pronto sonrió a medias, tristemente irónico, recordando la forma absurda en que él creyó decírselo con un beso arrebatado - Al menos no de una forma en que ella me entendiera.
- ¿Y la amabas?
Ante esa pregunta, Terry volvió resueltamente a ver los ojos de su madre. Por primera vez en la tarde, una evidente seguridad fulguraba en el verdiazul de su mirada.
- La amo. Ayer, hoy y siempre - corrigió él, rotundamente decidido - Si hay algo de lo que jamás he dudado es de mi amor por Candy.
Para Eleanor, ver esa decisión en Terry le dio tanta esperanza como si repentinamente recibiera buenas noticias. Allí estaba, bajo esa comprensible debilidad por amor, el chico fuerte y decidido que ella sabía que él era realmente.
- Entonces búscala, Terry. Demuéstraselo. Díselo.
Terry bajó la vista, dubitativo. Tenía tantas dudas y tanto miedo... y conforme pasaban los días el miedo se iba haciendo cada vez mayor dentro de su pecho, porque cada día estaba más convencido de que ella ya lo había dejado atrás.
Eleanor soltó la mano de Terry y tomó un grueso portafolio lleno de papeles que traía consigo para ponerlo sobre la mesa que los separaba. Suavemente, lo deslizó acercándolo hacia el joven.
- Terrence - le dijo, calmada pero firmemente - Sé que estás en apuros económicos, y también sé que jamás pedirías ni aceptarías mi ayuda. Pero yo soy tu madre y jamás dejaré de ofrecértela - él levantó la vista y la miró, con un destello de fiero orgullo en los ojos. Estaba a punto de negarse a aceptar cualquier clase ayuda, cuando Eleanor nuevamente lo atajó y prosiguió diciendo - Acepta esto al menos: contraté un par de hombres que han averiguado para ti el lugar donde puedes encontrar a Candy. Ella está soltera y vive en Chicago, en la mansión de su familia. Allí está toda la información. El siguiente movimiento es tuyo.
A pesar del mal humor que empezaba a invadir el ánimo de Terry por lo que juzgaba una intromisión de su madre en sus asuntos, dos palabras llamaron poderosamente su atención: "soltera"..."Chicago"... Y entonces la ardiente llama de la esperanza sofocó cualquier indignación y, muy a su pesar, una débil sonrisa se curvó en su rostro. Y fue justamente en ese instante que Terrence Grandchester tomó la resolución que tenía dándole vueltas en la mente y en el corazón desde hacía por lo menos seis meses.
Como su madre le aconsejaba, por fin decidió que le diría a Candy lo que nunca se atrevió antes: que la amaba y que ese sentimiento seguía ardiendo dentro de él, inextinguible. Tendría el valor de poner su propio corazón en las manos de su siempre dueña.
Y que fuera lo que el destino quisiera.
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Pasaron algunos días antes de que Terry se decidiera a revisar aquellos folios para conocer la dirección donde ahora vivía Candy. Estaba decidido a escribirle, pero no sabía cómo comenzar ni cómo abordar el tema. Cierto, sabía que ella estaba soltera pero no sabía si tenía algún compromiso sentimental con alguien más. Y le aterraba el hecho de que fuera así, y de que tal vez ella leyera su carta con una risita condescendiente y lo rechazara... una vez más. No lo soportaría. Quería imaginar que los milagros existían y que ella esperaba alguna palabra suya, pero luego se regañó por ser tan insensatamente optimista.
Así que su primera opción al empezar a redactar su misiva fue adoptar un fingido aire de indiferencia y escribió una carta larga y elocuente, festiva - como aquellas que solía intercambiar con ella 4 años atrás, en su floreciente coqueteo epistolar -, donde pretendió sólo querer recuperar su amistad, y la aderezó con irónicas pullas e incordios a la otrora Tarzán Pecosa. Pero a mitad de la carta, arrugó el papel bajo sus manos, frustrado... porque nuevamente escondía bajo una pretendida actitud juguetona y beligerante la inmensa profundidad de sus sentimientos. Y ya no era tiempo de jugar.
Después escribió otra larga carta, seria y solemne... en cuyas palabras se desconoció completamente. También terminó por destruirla.
Empezó dos o tres líneas de un par de cartas más, sin encontrar la forma adecuada de iniciar... porque se daba cuenta de que estaba estúpidamente nervioso. ¡Maldición! Quería sonar sincero, pero no desesperado. No exigente, pero tampoco indiferente. Probó un estilo y otro, unas palabra y otras, mientras a su alrededor se iban acumulando las hojas corrugadas y hechas puño – como su corazón - con cada intento que fracasaba. Luego le escribió un poema, prestado de los versos Shakesperianos que tanto amaba. Pero también terminó por destruirlo, porque quería usar sus propias palabras la primera vez que le confesara su amor.
Maldición. ¡Maldición! Sentía que se jugaba la vida en cada trazo que hacía sobre el papel. Debía calmarse si quería hacer las cosas bien.
Finalmente, cansado de sí mismo y odiándose por su propia indecisión, escribió una carta muy breve, exactamente tal y como le brotaba desde el fondo del corazón. Sin artificios ni intenciones escondidas, terriblemente honesta y donde le dejaba completamente la decisión en sus manos a ella, como debía de ser.
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Broadway, Nueva York. Enero 1918.
Candy,
¿Cómo estás?
...Ha pasado un año.
Estuve pensando en volver a estar en contacto contigo después de que pasó un año, pero otro medio año ha pasado por mi indecisión. Pondré esto en el correo.
Nada ha cambiado en mí.
No sé si esta carta te llegará o no, pero quise asegurarme de que lo supieras.
T.G.G.
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Y ya estaba.
Ya.
Con dedos temblorosos, Terry metió la carta dentro de un sobre y lo lacró con cera. Aunque su primera intención había sido ponerla en el correo, una vez que venció a las dudas su esperanza se abrió como las alas de un ave a punto de volar, impaciente, y decidió que se dejaría de vacilaciones y de tentaciones al destino, haciéndole llegar la carta a Candy con total seguridad. Y la forma más segura de que ella leyera su carta era enviándosela por medio de un servicio de mensajería personal.
Sin embargo, cuando su madre mencionó que la situación económica de Terry no era de las mejores, desafortunadamente tenía toda la razón. Él había gastado buena parte de sus ahorros en la enfermedad y los gastos funerarios de Susanna, así como en mantener a la Sra. Marlowe por más de siete meses en el departamento que originalmente había rentado para los tres. Después de que la dejó viviendo allí, él buscó otro sitio más económico para vivir solo, pero su sueldo como actor no era suficiente para el total mantenimiento de los dos sitios y Terry tuvo que recurrir a la contratación de deuda, sobre todo para mantener el costoso tren de vida que Agatha Marlowe se empeñó en conservar hasta el día en que sus parientes desoyeron sus excusas y se la llevaron con ella de vuelta a Ohio. Y aunque para entonces Terry ya estaba muy endeudado, liberarse del gasto que suponía el mantenimiento de dos casas fue toda una liberación... que por fin le permitió empezar nuevamente a acumular su sueldo y pagar poco a poco sus deudas de las que, si todo iba como hasta ahora, no tardaría más de tres meses en saldar completamente.
Al menos ya no estaba en la quiebra total, como seis meses atrás. Así que, a pesar de la severidad con que su economía estaba dedicada a pagar a sus acreedores, se permitió contratar un servicio de mensajería privado – el mejor que pudo pagar sin endeudarse de nuevo – con la determinación de saber cuanto antes la respuesta de Candy, de la que dependía su vida misma.
Después de contratar el servicio, el mensajero que le envío la compañía era un muchacho muy joven, de 16 o 17 años que, sin embargo, presumía de forma muy orgullosa de llevar dos años en la profesión y jamás había dejado una carta sin entregar. Terry le dió su carta para que personalmente se la llevara a Candy, y le pidió que volviera inmediatamente en cuanto tuviera la respuesta, sin esperar nada más... costara lo que costara. El chico recibió con toda seriedad su encomienda y abordó el primer tren disponible a Chicago para entregar su mensaje.
Ahora sólo quedaba esperar.
Pero, aunque en los previos meses de espera Terry había asumido la incertidumbre como un mal necesario, estar ahora tan cerca del fin de sus dudas le transformó la resignación en una súbita impaciencia. Pasó los siguientes cinco días ansioso, casi sin poder dormir y concentrándose a duras penas para su papel en el teatro, que esos días no fue de sus mejores representaciones para sorpresa del público y de sus propios compañeros, incluida Karen Klaise, que algo intuía. Esos días Terry apenas si pudo probar bocado, y antes y después del teatro se dedicaba a dar largos paseos a orillas del Río Hudson como una forma de apaciguar su desasosiego.
La espera era eterna.
El mensajero por fin volvió al sexto día, que a él le parecieron seis siglos. Terry lo recibió en su departamento y después de abrirle la puerta por poco se olvida de invitarlo a pasar, de tan impaciente que estaba por recibir la carta que seguramente Candy le envió. La angustia de la incertidumbre le atenazaba en la garganta, y su voz no era completamente la suya cuando le preguntó al muchacho:
- ¿Viste a la señorita Ardlay?
- Sí, señor.
- ¿Le entregaste mi carta, personalmente?
- Sí, señor Grandchester.
- ¿Y qué te dijo? ¿Te dio una carta para mí? - le preguntó él inmediatamente. Ansioso. Casi ni escuchaba las obvias respuestas del mensajero.
Por toda respuesta, el chico tendió hacia Terry el mismo sobre que se había llevado, pero ahora tenía el sello de cera roto. Terry pudo ver que la carta que él le había escrito a Candy todavía estaba dentro. Había sido abierta, leída y devuelta.
Por un segundo, Terry no entendió... luego entornó los ojos sintiendo como si se ahogara y suspiró ruidosamente, queriendo no entender. La cabeza empezó a hormiguearle y sintió inundado el corazón. Necesitaba aire, necesitaba que el chico no dijera lo que iba a decirle, que el mundo entero desapareciera... necesitaba destrozarlo todo, gritar...
Sin embargo el muchachito, totalmente ajeno al efecto que estaban causando sus palabras, continuó informándole, mortalmente explícito.
- La señorita Ardlay me devolvió su carta después de leerla, y no me dio ninguna otra - le explicó el chico con apenas una vocecita, apenándose a medida que veía tanta tristeza instalarse en los cristalinos e incrédulos ojos de Terry. Pero a pesar de eso, como todo un profesional de su trabajo, completó el mensaje - Me pidió que le dijera que no quiere saber nada de usted, nunca más.
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Apenas si llegué a tiempo para su cumpleaños :)
A quienes me leen, ¡muchísimas gracias!
Prometo que las cosas terminarán mucho mejor de lo que parece.
Agradezco con todo el corazón a mi amiga Anna María Pruneda por tener la paciencia y el cuidado de revisar mis letras y mejorarlas con sus correcciones. Ahora estás leyendo una versión mejor, y es gracias a ella. ¡Un abrazo, Anna!
A quienes me hacen el honor de seguirme en esta historia quiero pedirles que me tengan un poco de paciencia, ya que estoy escribiendo la historia conforme la publico y saco tanto tiempo libre como puedo para escribir: planeo publicar un nuevo capítulo cada 15-20 días. Realmente muchísimas gracias a quienes me entiendan...
En un par de semanas publicaré el Capítulo 2: "Duque de Grandchester".
