-Ayúdame-
(Capítulo 1)
Era una noche fría. Más fría que todas las noches anteriores en ese castillo. El pulso me bailaba y las piernas se sacudían sobre aquella larga alfombra con tonos esmeralda.
La luz de la chimenea tendía en el suelo mi sombra, llenándome de cálidos y a la vez escalofriantes sensaciones. El calor me relajaba, pero el pensar que si algo me relajaba era porque estaba nerviosa, y llegar al porqué de esa inquietud, acababa con cualquier resquicio de serenidad...
Un hombre me esperaba a las 00:00 en punto de aquella noche en mitad del bosque prohibido. Y no un hombre cualquiera. Era el hombre que acudía a mi mente cada noche, que me acompañaba en cada sueño, y no muchos de ellos eran sueños puros, sino más bien lo contrario... Era el hombre de ojos grises y cabellos plateados... Un hombre, con el cual había fantaseado durante todo el último verano. Me sentía sucia, pues es el padre de uno de mis compañeros, y atrevidamente hablando: de mi mejor amigo. Me sentía sucia y eso me gustaba. Me imaginaba cada noche postrada ante su cama, rogándole caricias, suplicándole deleite. Y sus desprecios me hacían sentirme aún más indecente, y aquello a mí más me gustaba...
—Ayúdame...
—¿Ayudarte a qué? Si puede saberse... —su voz sonaba siempre serena, aunque por dentro reinase el fuego eterno.
—El señor Oscuro me ha escogido.
Soltó una carcajada amarga.
—¿A ti? —alzó la barbilla arqueando ligeramente el labio, despreciando mi imagen.
—No creo que me atreviese a difamar cosas al respecto de no ser ciertas.
—Yo también creí que jamás te atreverías a volver a pisar esta casa y aquí te tengo... A punto de tenerte arrodillada ante mí, rogándome amparo.
—No te estoy pidiendo e-
—Y ni siquiera..., una disculpa para la madre de mi hijo —chasqueó la lengua, negando observando su reflejo en la copa de vino que sostenía con su diestra.
Jamás le había escuchado llamar a Narcissa de aquel modo, y lo cierto, es que me hizo entrelazar una fantasía con otra.
—No veo el por qué.
—¿Ah no?... —alzó ambas cejas.
—No voy a pedir perdón por algo de lo que no me arrepiento.
Sonrió amargamente.
—Fuera..., de esta casa.
—Sabes que no pienso irm-
—Fuera..., de mi casa. Ahora —sentenció con la misma tranquilidad, pero un tono aún más frío y raudo.
—Si me ayudas esta vez, me iré. Y no volveré a molestarte.
—Por favor... —reprochó sin darle el más mínimo crédito a mis palabras.
—Te lo juro —insistí.
—No me interesan las promesas de una cría —giró hacia un lado el rostro.
—Bien. Pero yo no soy ninguna cría. Y tú lo sabes. Y por eso aún sigo aquí. Porque no quieres echarme. Porque sabes que cuando me eches será en vano, porque no voy a irme de aquí sin lo que quiero.
—Ridículo —protestó.
—Sí, pero ¿qué es más ridículo? ¿Que yo esté aquí esperando lo que ambos queremos? ¿O que tú estés aquí esperando a que acuda a ti la indiferencia para poder tratarme con la misma frialdad que de costumbre porque no eres lo suficientemente capaz como para abandonarte a tus deseos y dejar a un lado tus apariencias?
Mis palabras parecieron atacarle de pleno en el centro del pecho. Arrugó la frente y apretaba su mandíbula con una ira altamente contenida. Saco pesadamente aire por la nariz y me miró irritado.
—Fuera.
—Ahora sí empiezas a creértelo.
Agucé la mirada y me di la vuelta, dispuesta a marcharme. No tardé mucho en recibir una carta en fina caligrafía a su nombre aceptando mi petición. Al fin y al cabo sólo buscaba ayuda. O eso le prometí.
No era la primera vez que Lucius Malfoy me traicionaba y me abandonaba en mitad de la nada, y esta vez, temía por mi vida.
De los tantos lugares en los que se podía concertar una cita, no había escogido otro que el bosque prohibido, y aquello me erizaba hasta la piel de la espalda.
Era la hora, y tenía que levantarme de ese sillón al que siempre pegas le encontraba y ahora tanto me gustaba. A duras penas logré darle la orden a mis piernas para levantarme y salir de aquel calor para sumergirme en la oscuridad y el frío impresos en aquella carta.
—Llegas tarde.
—No he podido salir antes. Snape vigilaba los pasillos.
—Baja la voz. Nadie garantiza que estemos..., solos.
—Siempre me haces parecer estúpida.
—¿Parecer?
Hice oídos sordos a sus provocaciones y opté por tragarme el orgullo, aunque en aquel momento me apeteciese discutir más que otra cosa.
—¿Para qué me has traído aquí?
—No me hagas perder el tiempo, mocosa —arqueó el labio.
—Te estaba preguntando indirectamente si esto es porque has aceptado mi petición.
—¿Por qué iba a haber venido sino?
—Para nada más, claro... —hice el amago de sonrisa, una sonrisa pícara que a él parecía sacarle de quicio.
—Si quieres mi ayuda tendrás que ganártela.
—¿A qué te refieres?
—No trato con pusilánimes. La mediocridad entre otras cosas me causa repulsión.
—Te agradecería que fueses al grano —no era por ser maleducada, sino porque ya llevaba 2 minutos temblando del frío.
—A eso iba... ¿Cómo crees que vas a demostrarme que vale la pena perder mi exclusivo tiempo contigo?...
Agucé la mirada, atenta a sus palabras, buscándole una respuesta rápida y con sentido.
—Te daré un pequeño adelanto...
A penas 2 segundos tardó en convertirse en humo negro desapareciendo de allí, echando a volar, perdiéndose en la oscuridad.
—¡LUCIUS! —grité desesperada, sin encontrar respuesta—. ¡JODER! ¡NO PUEDES HACERME ESTO!
Un susurro suave, bífido chocó contra mi oído provocándome un placentero escalofrío.
—Silencio. No me demostrarás nada gritando cual chiquilla.
Sus labios contra mi oído no me dejaban reaccionar ni pensar con claridad. Mis párpados cayeron y mi entrecejo se frunció mientras mi mandíbula se apretaba.
—¿Qué quieres que haga?...
—Sobrevivir...
Y el mismo calor que con velocidad había sentido, pronto se desvaneció con su voz. Me giré apresurada, esperando encontrarle tras mi espalda, pero lo único que pude ver, fue el último ápice de niebla oscura que se llevó consigo.
Y allí estaba yo. Y el saber que no estaba sola, no me tranquilizaba en absoluto. No tardé en sacar de mi bolsillo la varita apretándola en mi mano.
—Lumos —susurré en silencio esperando que sólo ella me escuchase en ese bosque. Alumbré a mi al rededor, y mis oídos estuvieron atentos a cualquier murmullo. Ahí estuve durante largos minutos, alumbrando a la nada, hasta que el viento empezó a tornarse más intenso. Hasta que la niebla se espesó ante mis ojos, y el frío se clavó contra mis huesos. Fue repentino, férreo y doloroso. No sentía los labios, pero sabía que se me habían cortado por ese ligero gusto salado en mi boca. Saqué la lengua repasando mis labios para confirmar aquel gusto metalizado y un escozor me hizo arrepentirme. No me dio tiempo a penas a quejarme, pues un ruido tras mi espalda me advirtió de que tal vez no solo mis labios se llenarían de sangre aquella noche. Me giré tan rápido como aquella bestia se lanzó contra mi cuello. Intenté luchar contra algo que parecía un perro cubierto de neblina, con los ojos florescentes que me miraron fijamente durante un par de segundos.
Mis piernas hicieron fuerza y consiguieron apartarlo un par de metros, pero en seguida volvió a la carga, por supuesto era más rápido que una niña congelada por el frío. Clavó sus zarpas en mi espalda, hundiéndolas y resquebrajando mi piel hasta mi cintura. Grité cayendo al suelo y golpeando su lomo con velocidad, apuntándole con mi varita.
—¡Petrificus Totalus! —respiré agitadamente congelando mi garganta por momentos. Empecé a toser, me dolía la espalda, las piernas, los brazos, los labios, y hasta el pecho. Pero no supe qué más debía hacer. No tenía más información ni ninguna orden a seguir. Estaba en medio de aquel bosque sin saber siquiera si lo que me había prometido era verdad. ¿Acaso había prometido algo?... Sin mucho más en mente, decidí sentarme bajo un árbol, apuntando a un par de ramas secas que estaban frente a mí pronunciando en voz baja.
—Lacarnum Inflamarae —dije musitando. No recuerdo cuántas horas pasaron hasta que por fin consiguieron mis párpados cerrarse, sólo recuerdo que sentí como todo el peso desaparecía con el humo de la hoguera.
…
—Más de lo que esperaba, pero tampoco ha sido nada que no estuviese ya esperando..
Pude oír su voz, y a pesar de no haber abierto aún los ojos, sabía que estaba en un lugar cerrado, con chimenea, un lugar ni pequeño ni grande, pero al menos, un lugar acogedor.
—Acepto tu..., propuesta.
