Sabía que era inútil intentarlo porque su orgullo era más grande, más imponente. Debía procurar mantener las apariencias, ya que ella se jactaba de ser normal y consideraba esa era su mayor virtud.

Pero por dentro solamente tenía ganas de gritar, llorar y patalear. Tantos años de intentar despreciarla por sentir celos infantiles, envidia sin importancia, e ignorarla. Siempre creyó, la hermana mayor, que era mejor ignorarla porque se merecía el desprecio, el maltrato por ser algo así como la encarnación del diablo, ser anormal, y por supuesto, ser una maldita bruja.

Era una bruja pero era su hermana. Sencillamente esa razón bastaba para hacer rodar tibias lágrimas en sus mejillas. Sencillamente esa razón bastaba para arrepentirse y sentirse una cucaracha por todo lo que le había hecho y dicho. La poca cosa que debió de sentirse la pelirroja luego de las gigantescas rabietas por parte suya. Por culpa suya.

¡Quería gritarle en la cara que lo sentía! Que sabía y entendía que ella no se merecía su maltrato. Que sería una bruja pero era una hermosa persona. Pura, noble y sencillamente, pero por sobre todo, su hermana, su única hermana.

Pero Lili Evans ya no podría escucharla.

Porque Lili Evans ya no podría estar con ella.

¿Justo ahora tenía que comprender todo el mal que le había hecho sin justa razón? Porque justo ahora quería contarle ella, Petunia, a su hermana pequeña todas las cosas que sentía.

Porque justo ahora, que ella no estaba cerca suyo y que no lo estaría nunca más, tenía presente a Lili en cada instante. Todos los recuerdos de más de once años, donde ellas, dos hermanas comunes y corrientes fueron tan felices jugando, sonriendo. Todos los recuerdos de más de once años, donde ella, una mujer común y corriente maltrató a su hermana, la ignoró y hasta humilló por no ser tan común, ni tan corriente.

Todos esos recuerdos se arremolinaban en la mente y el cuerpo de Petunia, formando nebulosas y laberintos que la llevaban de la nostalgia feliz al arrepentimiento depresivo constantemente, haciéndola sonreír y llorar por dentro.

Porque claro, ella sí.

Ella sí seguía siendo una mujer común, corriente, muggle, sin capacidades para crear magia y debía mantener la cordura, aparentar seriedad cuando dentro de sí se estaban perdiendo esos toques de magia propia que siempre poseyó y jamás se hubo enterado que tenía.

Esa magia era suya y era única.

Era la posibilidad de sentir, de sonreír, de abrazar a su hermana y mandar al diablo las apariencias y el qué dirán. SU propia magia consistía simplemente en ser ella misma, ser un ramillete de petunias de miles de colores y poder compartir su brillo propio con los amores que la rodeaban y así florecer aun más.

Pero su amor más fuerte, el amor de su hermana, se estaba desvaneciendo. Así lo creía esta flor de colores, y poco a poco se fue marchitando sin darse cuenta que Lili (la pequeña Lili) siempre estaría presente en su vida, junto con su magia.

Lili guardaría la magia de su hermana para regalársela cuando se diera cuenta de que la tenía al alcance de una humilde sonrisa.