Los recuperé hace unos días, tras encontrar el lugar donde solía esconderse el autor antes de fallecer. Son sólo unas cuantas páginas, pero de mucho valor. Sé que lo entenderás. O quizá no, pero entiéndeme a mí. No sé si deban permanecer en mis manos. Basta con que estén en mi mente, en mi corazón. Tú las harás crecer.
Ah, por cierto, soy L.
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Yo nunca fui de aquéllos que siguen las reglas.
Tampoco era que me divirtiera quebrantándolas; a decir verdad, cada día de mis veinte años de vida cargué conmigo remordimiento. La única vez —que conservo en mis recuerdos y más vívidamente en mi corazón— que gocé de romper las reglas fue en una época lejana, en Winchester, Inglaterra.
Winchester. Dicha ciudad la conocí poco; como en muchas otras admirables narraciones, mi "crimen" tuvo lugar en una locación más pequeña: el Hogar de Wammy.
Sin embargo, me estoy alejando del punto. Lo que les he de relatar no consiste en cómo ni por qué infringí las normas, que es algo soso y desazonado, sino en que en estos momentos he de repetirlo. A fin de cuentas, y me cuesta trabajo usar una frase tan desgastada, "no hay nada que perder". Ya no.
Sí, sí. ¿Que cuál fue el delito?
Hablé de mi pasado.
Del lugar donde nací, fui abandonado y luego acogido, tengo más recuerdos que información. Era un pueblo muy grande o una ciudad muy pequeña; cómo deseen verlo, es de mínima importancia para mí. El cielo gris y las calles empedradas se fundían en uno solo, siempre portando ese viejo cinturón de casas blancas con tejados terracota.
Lo que llamaba hogar era un cuarto más bien tétrico, y lo que llamaba familia eran una mujer severa que limpiaba la iglesia local y otra huérfana. Para mí siempre carecieron de nombre —debía llamarlas "tía" y "hermana"—, pero fueron ellas las que me otorgaron el mío.
"Mihael", me llamaba la mujer con dureza. Su mirada gélida, con ese color azul de las montañas que amenazan con desplomarse sobre uno, punzaba en cada uno de mis huesos llegando a destemplar mi entereza.
Ella me hizo creer que lo merecía. Si así era o no, aún lo tengo en tela de juicio, pero entonces no me daba el lujo de dudar.
Yo era un sucio bribón. Desde mi concepción debí haber sido sucio, porque no encontraba otra razón para haber quedado desamparado. En mis mejores momentos llegaba a soñar con una mujer que me sostuvo en su lecho de muerte y como último regalo me otorgó un nombre bello y enigmático; mas tras años en que el sueño palideció hasta perder importancia y desaparecer, la voz de un hombre a punto de matarme (sin intenciones de hacerlo) descartó tal teoría.
Mi nombre, justo como lo deletreó, es Mihael Keehl, y no me lo dieron un padre o una madre, sino una mujer severa a la que llamaba "tía".
Disciplina. Como estoy seguro de haber mencionado con anterioridad, yo nunca fui de aquéllos que siguen las reglas: yo era un sucio bribón. Muy pocas órdenes llegué a obedecer sin ninguna réplica. Muchas de ellas vinieron de mi tía o, mejor dicho, vinieron de aquella escalofriante mirada, con mi subordinación inducida por el miedo a sus enérgicos castigos. Ella no quería dos hijos: quería las pensiones que le otorgaba la congregación por su crianza. Nuestra crianza.
Habiendo dejado en claro la comodidad de mi casa, puedo pasar al tema de mi segundo hogar: la escuela.
Era una escuela pública, religiosa. Los niños promedio pasaban desapercibidos, pero nosotros no. No estoy siendo presuntuoso, no era debido a mi nivel intelectual. Era por nuestra clase social.
Si bien la mujer recibía dos agradables pensiones, ni la niña ni yo teníamos una vida ostentosa. La ropa y los libros los obteníamos de las donaciones que daban a la iglesia destinadas a los más necesitados. La tía los tomaba para nosotros. No es que fuésemos de bajos recursos, simplemente no éramos una prioridad para ella.
La escuela. Nuestro segundo hogar, nuestro segundo tormento. La niña sufrió mucho. Y yo… yo era un tramposo rufián. (Son términos que me apetece usar; sea quien sea que lea esto, si es que alguien logra hacerlo, y si está cumpliendo correctamente con su papel de lector, comprenderá que es el modo de intentar adornar lo que ya está bastante estropeado). Y, para ponerlo de manera más vulgar, quizá más adecuada, yo era un dolor de cabeza, un problema. Las maestras me otorgaron ese título. Las palabras de los niños eran un poco más crueles, pero tenían la misma intención. Pobre, huérfano, tonto y, a fin de cuentas, un ser humano que, lejos de sentir dolor, sentía coraje.
¿Pobre, yo? Pobre del que se metía conmigo y —sí, lo diré so pena de caer en una cursilería— del que se metía con mi hermana. La niña era una desdichada. La mujer no la cuidaba porque la quisiera, y yo no la defendía porque me interesara. Las ofensas hacia ella, que era mi "familia", eran ofensas hacia mí. Y mi orgullo no lo podía permitir.
Ante los ojos de mis compañeros y del personal docente, yo tenía una especie de retardo en el aprendizaje. Y era fácil entender porqué lo pensaban: no conocían la medida de mi aburrimiento. Pero era el jardín de niños. El abecedario y los números no sólo los conocía, sino que los podía manipular a mi antojo, y siempre era más divertido robar una barra de chocolate de la cocina que sentarse en el aula y dibujar con crayones derretidos.
Qué tiempos aquéllos. El chocolate sabía más dulce que nunca, porque era lo único dulce que había conocido hasta entonces.
Una vez fue un señor a la escuela. Era mayor y usaba traje. Era rico. Dio una donación a mi escuela. Tal vez fueron azares del destino que eligiera ese rincón del planeta, pero lo más probable es que anduviera de instituto en instituto regalando dinero, siempre en búsqueda del sustituto perfecto para su personaje favorito.
Reunieron a todo el alumnado, desde el jardín de niños hasta el liceo (¿mencioné que era la única escuela pública del lugar?), en el patio, para que conociéramos al hombre que intentaba rescatarnos de la miseria y para que, con nuestra presencia, le agradeciéramos. Yo no tenía nada que agradecerle; sólo había venido para recordarme mi propio infortunio.
Decidí volver a refugiarme en el afecto del chocolate, que calentaba mi organismo, mi cuerpo, como ningún ser humano lo había hecho.
Frente a la puerta de la cocina lo encontré. Aun encorvado era bastante alto para mí. Su mirada era perturbadora y, a pesar de eso, a mí me gustó. Era negra como la noche; fría, pero siempre abrigando nuestro sueño. Y era un adulto, aunque —saltaba a la vista— no era uno normal. Él también intentaba escabullirse dentro de la habitación.
Me dejó el lugar para que hiciera lo mío. No hablamos; me analizó y yo lo analicé. Al final mi deseo pudo más que mi curiosidad, y usé mis viejos trucos para abrir la puerta. Al principio debió pensar que no era más que el típico ingenio infantil, el de las travesuras, que muchos pierden al entrar en la "madurez". Muchos años después, cuando se presentó formalmente ante mí, me confesó lo que le había llamado la atención de mí.
No recuerdo las palabras exactas, pero dijo algo sobre advertir una mirada desagradable en mis ojos.
Antes de abandonar la cocina le dije cómo debía hacer para dejarla cerrada nuevamente. "Lo sé", me dijo. "Sí", fue todo lo que contesté antes de escaparme. Yo también sabía que él sabía.
Después de esa ocasión, el director me mandó llamar. Varias veces. Cuando por fin asistí, con mi oreja entre los dedos del prefecto, empezaron las pruebas. Exámenes para decirme lo que ya sabía: que era diferente.
Tiempo después un hombre vino a recogerme. Ellos me alejaron de aquel lugar que nunca extrañé, de las personas que nunca amé y de la vida a la que no estaba destinado.
Y me llevaron a Winchester, Inglaterra, donde tampoco encontraría un hogar, una familia o una vida para mí mismo. Donde tampoco seguiría las reglas.
