Estaba sentado solo en mi habitación, mirando nostálgicamente por la ventana. Hacía ya dos días que te habías ido de casa, y ya hacía dos días que me encontraba en ese lugar, en ese puesto de vigilancia. Esperaba verte aparecer en la puerta, esperaba sentir tus pasos en la escalera, esperaba que vinieras a revolverme el pelo como yo odiaba que hicieras.
A mi mente acudieron los recuerdos del día en que te fuiste. Yo estaba en mi habitación, pero aún así pude oírte discutir con nuestra madre. No me extrañó. Desde hacía tiempo que discutían por todo; desde el día en que el sombrero te puso en Gryffindor.
Sin embargo, esa vez la discusión era diferente. No entendía lo que decían, pero al escuchar tus pasos en la escalera fui a verte a pesar de que hacía ya mucho tiempo que me ignorabas. Cuando entré a tu habitación se me hizo un nudo en el estomago al verte tomar un baúl y meter desordenadamente todas tus cosas en él. Y tú ni siquiera volteaste a mirarme.
Sentí la necesidad de rogarte que no te fueras, que no me abandonases, pero no lo hice. Sólo por orgullo. El orgullo que siempre caracterizó a los Black. Aquel que aprendemos desde la cuna. El mismo orgullo que te alejaba de mí.
El tiempo que demoraste en preparar todas tus cosas se me hizo eterno, pero a la vez muy corto. En ese momento fui conciente de que serían mis últimos minutos contigo.
Para cuando volteaste hacia la puerta y reparaste en mí, el nudo de mi estomago se había ido dejando un inmenso vacío en su lugar. Un vacío que antes ocupabas tú, mi hermano.
En cuanto vi tu espalda alejarse por la puerta, te odié. Te odié porque en ese momento no pensaste en mí. Te odié por dejarme solo y con la pesada carga del apellido familiar sobre mis hombros. Te odié como el día en que me despreciaste por convertirme en una serpiente. Te odié de la misma forma que odio a James Potter por arrebatarme a mi hermano. Te odié igual que tú a mí por no seguir tus pasos, como un buen hermano menor. Pero sobre todo, te odié porque te quiero, hermano, porque ya no podría quererte, porque ya no serías mi hermano. Ya no serías nadie para mí. La sola mención de tu nombre se tomaría como una ofensa, el recordarte era ya pensamiento prohibido, sería pecado extrañarte, y por tu culpa viviría pecando.
Ahora, me alejo lentamente de esa ventana que representa mi esperanza. Sé que no volverás y que tendré que aprender a olvidarte. Se que tú ya lo has hecho. Tomo la fotografía de ambos que se encuentra sobre la mesa de luz y con mi varita doy vida a una pequeña chispa que la consume lentamente.
Esto es el adiós. A partir de hoy, para mí no serás más que un borrón en el tapiz familiar. Sólo un espacio vacío. Pero aún así, nunca olvides que te quiero, hermano.
