Una Pérdida Irremplazable

Chris Redfield se encontraba sentado en la mesa de reuniones, junto con su compañera Jill Valentine y los otros miembros del equipo de asalto. Debían de ser las once y media de la mañana, era un día claro y frío. El general Briggs, un hombre de casi cuarenta años, alto, robusto y con el cabello rubio cortado al cepillo, estaba de pie frente a ellos, delante de lo que parecía ser un mapa en el que había varias chinchetas de colores clavadas en él y algunas flechas dibujadas.

—Bueno, con esto concluye la reunión –sentenció el general–. Saldrán de aquí a las diez, así que quiero ver sus culos a las nueve y media aquí. Les recomiendo que se vayan a casa y descansen bien. Redfield, Valentine –los llamó a renglón tendido–, quiero hablar con ustedes un momento, los demás pueden irse –todos comenzaron a salir de la sala armando algo de revuelo, hasta que, finalmente, sólo quedaron Chris y Jill en la sala–. Muy bien, chicos, quiero que ustedes dos formen equipo en la misión, ¿puedo contar con ello?

—Por mi parte, sí –asintió Jill.

—Por la mía también, no tengo ningún inconveniente.

—De acuerdo, ahora márchense a casa y descansen –y salió de la sala, dejándolos solos.

—Bueno –empezó Chris, rascándose la nuca–, parece que será como en los viejos tiempos, ¿eh?

—Sí –dijo Jill, sonriendo abiertamente.

—¿Quieres que te lleve a casa? –propuso Chris, tímidamente.

—La verdad es que me vendría bien, mi coche está en el taller –suspiró Jill,

levantándose de su asiento.

—No sabía que lo tuvieras en el taller –comentó Chris, sorprendido–. ¿Qué le ha pasado?

—Algo sobre la junta de la culata –respondió ella, haciendo un gracioso ges-

to con la mano, como si la mecánica de un coche fuera lo más aburrido del mundo.

—Es que el coche que tienes está ya muy viejo, Jill –rió Chris, mientras ca- minaban hacia el aparcamiento–. Casi es el abuelo del mío… Deberías comprar-

te uno nuevo.

—Me gusta ese coche –refunfuñó ella, molesta–. Me trae buenos recuerdos.

—¿Buenos recuerdos? –repitió Chris, alzando las cejas en gesto de incredu- lidad–. Ese coche lo compraste cuando llegaste a Raccoon City, ¿cómo puede traerte buenos recuerdos?

—Son recuerdos de antes de que estallara el desastre de la mansión, Chris –

respondió ella–. Cuando todo era normal, cuando perseguíamos criminales co-

rrientes y todo eso…

Chris no respondió, simplemente asintió con la cabeza, pensativo, y Jill tuvo la certeza de que él estaba pensando en todo lo que había pasado desde aquel

incidente en el que la mayoría de sus compañeros habían muerto por culpa de la compañía farmacéutica. Por eso se sorprendió cuando él habló:

—Oye… mi hermana no está hoy en casa, si quieres puedes quedarte, y

luego volvemos a la base sobre las nueve. Como tu abuelo de cuatro ruedas te

ha fallado…

—Muy gracioso, Chris –Jill puso los ojos en blanco–. Aquí no tengo mi equipo, ¿sabes?

—No hay problema. Te llevo a casa, lo recoges y te vienes conmigo –

respondió él, sin ofenderse por el comentario de Jill, al tiempo que se encogía de hombros.

—¿De verdad que no te importa? –preguntó ella, confusa.

—De verdad –sonrió él.

—Vale, gracias –le agradeció Jill, sonriendo también.

Media hora más tarde, Chris aparcaba el coche en el garaje de su casa, se bajó de él y ayudó a Jill a cargar con su equipo.

—¿Quieres comer algo? –propuso Chris, a medio camino del porche de su

casa, cargando con el chaleco de kevlar y una mochila.

—No, gracias. Aún es temprano.

—¿Y ver una peli? –la tentó.

—Mira, eso sí me gustaría –cedió ella, con una sonrisa.

—De acuerdo, pues decides tú –repuso él mientras entraba por la puerta de la casa–. Pero, por favor, que no sea ni «Titanic», ni «Tienes Un E-mail», ni nada romántico que las tengo que ver cuando está mi hermana –suplicó, fingiendo

estar aterrorizado.

—¿Y una comedia? –preguntó Jill, riéndose de él–. ¿Es demasiado para ti?

—Creo que podré con ella –sonrió él, abriendo una funda de cedés–. Aquí tienes, elige una, oh, dama de la comedia.

Jill volvió a reír ante el comentario de Chris y se centró en elegir una pelícu- la. Por su parte, Chris salió del salón para ir a la cocina a por algo de comer. Jill no tenía de dónde guardaba todo lo que tragaba, porque era increíble que no engordara nunca… aunque, claro, Chris corría casi todos los días…

—«Hollywood Departamento De Homicidios» –leyó en voz alta–. No la he

visto…

—Mejor –dijo Chris desde la cocina–, así te reirás más, es bastante divertida

de lo mala que es…

—Vale –sentenció ella, sacando el DVD de la funda–. Pues vamos a verla, a ver si realmente es tan mala.

—¿Te apetece que haga palomitas? –volvió a decir Chris desde la cocina, es- ta vez con la boca llena de algo.

—Eso estaría bien –respondió ella, tratando de no reírse al notar que su

compañero estaba tragando ya–. Oye Chris, ¿puedo usar el baño?

—Claro –respondió él, casi ofendido–, ¿sabes dónde está?

—Sí, gracias.

Mientras iba al cuarto de baño, Jill oyó las palomitas haciéndose en el mi- croondas mientras su compañero tarareaba una canción de los ochenta, de Bru

ce Spreengsten si mal no recordaba. No sabía que a Chris le gustara la música

de los ochenta…

Sobre las nueve de la noche, Jill y Chris salían de la casa de este último, ambos llevaban sus respectivas mochilas de la B.S.A.A., con todo el equipo que necesitaban.

—Bueno, ¿qué? ¿Al final te ha gustado la película? –le preguntó Chris, abriendo el cierre del coche y entrando en él, con cierto tono divertido.

—¡Pues claro! Ha sido muy divertida, tenías razón: era muy mala.

—Casi siempre suelo tenerla –repuso él, riendo con suficiencia.

—Ya, claro –discrepó Jill, con ironía.

—Oye, he dicho casi siempre, no siempre –apuntó él, frunciendo el ceño y

arrancando el vehículo.

—Ay, Chris –suspiró ella–. A veces pienso que eres un poco crío –dijo tocándole el pelo en plan cariñoso–. Crece, por favor.

—¿De verdad lo piensas? –preguntó él, ofendido.

—Claro que lo pienso –respondió ella, sonriendo–. Es más, ésta es una de

esas veces en que lo pienso…

—Oh, vale. Muchas gracias. La próxima vez no dejo que vengas a mi casa –

gruñó Chris, malhumorado.

—¡Venga ya, Chris! –exclamó ella, atónita–. Estás actuando como un niño pequeño, por el amor de Dios…

—Es que me has ofendido.

—Vamos Chris, te enfadas con mucha facilidad –apuntó Jill, riéndose.

—Y encima te ríes de mí –mustió él, sin poder creérselo–. Ésta me la pagas, Valentine.

—Es que me haces gracia. Y me gusta pincharte de vez en cuando.

—¿En serio? –parecía que al joven se le estaba pasando el mal humor.

—Sí –contestó ella, con cariño–. Me pareces muy divertido.

El coche avanzaba por la carretera, devorando calles. Las luces de las faro- las iluminaban el interior del vehículo con regularidad y Chris no hizo ningún comentario hasta que la sede de la B.S.A.A se divisó algo más adelante.

—Oye, Jill –comenzó a decir–, cuando termine la misión, quisiera que pu- diéramos hablar a solas… me gustaría poder decirte una cosa. ¿Te parece bien?

—Sí –asintió ella, confusa–. Pero, ¿por qué no ahora?

—No, ahora no –negó él, meneando la cabeza–. Es mejor que hablemos cuando haya terminado la misión.

—Vale, como tú quieras –Jill se enfurruñó un poco–. Pero dime una cosa,

¿es algo malo?

—No, no es nada malo –se apuró a aclarar Chris–. Dependiendo del punto desde el que se mire, claro.

—Y, ¿desde qué punto de vista hablas? –inquirió ella, tratando de sonsacar- le algo.

—Jill, déjalo ya o me harás hablar –advirtió él, dedicándole una tímida son- risa, una de aquellas sonrisas que Chris no solía mostrar.

—Vale, lo dejo –capituló ella, derrotada–. Pero cuando acabe la misión, te esperare a la salida de los vestuarios, y me lo contaras todo, empezando por el hecho de que llevas unos días muy raro hasta hoy –añadió, señalándole con el dedo índice. Luego le tendió una mano–. ¿Prometido?

—Prometido –juró Chris, estrechándosela–. Ya hemos llegado, ¿qué hora

es?

—Las nueve y cuarto –respondió ella. Luego sonrió, divertida–. ¿No cree

que se ha pasado pisando el acelerador, señor Redfield?

—Muy graciosa, Jill –gruñó él–. Hemos llegado demasiado temprano –

añadió, bajándose del coche. Ella lo imitó.

—Bueno, así podremos prepararnos sin prisas –comentó Jill, sonriéndole.

—Sí, creo que eso es lo único bueno de haber llegado tan pronto…

Comenzaron a caminar hacia la entrada del complejo militar donde tenía la sede la B.S.A.A. de Norteamérica. Un guardia les pidió la documentación cuan- do pasaron por la garita de seguridad y ellos se la enseñaron. El chaval de segu- ridad los miró con los ojos como platos. Sabía quiénes eran las dos personas que tenía delante: dos de los mejores agentes de la organización. Era normal que inspiraran respeto a cualquiera que no fuera veterano y, aún siendo veterano, seguían emanando un aura de respeto. Haber pasado por decenas de misiones con medallas y haber destruido a Umbrella y a sus criaturas no era como para tomárselo a la ligera…

Una vez dentro del edificio, se encontraron con el general de su grupo. El hombre se detuvo a medio camino de donde fuera que fuese, alzando las cejas

por la sorpresa.

—Vaya, sí que son puntales –les dijo a modo de saludo.

—General Briggs –saludaron los dos a la vez, con un asentimiento de cabe-

za.

—Vayan a prepararse, dentro de poco empezará a venir el resto del equipo

–les aconsejó.

—Sí, señor.

Se giraron, dando la espalda a su superior, quien reanudó su camino, y se

dirigieron a los vestuarios, deteniéndose delante de ellos.

—Voy a cambiarme –informó Jill a Chris.

—Entonces, nos vemos en el hangar –y se quedó mirando cómo Jill entraba

por la puerta del vestuario femenino, con el ceño fruncido, pensativo.

—¿Redfield? –la voz de Briggs le obligó a darse la vuelta.

—¿Sí, señor?

—¿Puedo hablar un momento con usted?

—Claro, señor –asintió Chris, acercándose a él.

—Dígame, ¿se lo va a decir ya a Valentine? –inquirió en un tono paternal.

—¿Decirle qué, señor? –Chris frunció aún más el ceño, esta vez debido a la confusión.

—Oh, venga ya, Redfield, está enamorado de ella ¿no es así?, se le ve a la legua –Chris no respondió, simplemente se comenzó a ponerse colorado–. Dígaselo, o puede que se arrepienta.

—Iba a… a… decírselo después… de la misión, señor –tartamudeó Chris, azorado.

—Entonces, le deseo suerte –le palmeó el hombro y se fue por donde había

venido.

Chris se metió dentro de los vestuarios, confuso por lo que el general le

había dicho. Si tanto se veía que estaba completamente enamorado de Jill como para que su superior lo notase, no quería ni pensar en que Jill también podría haberlo notado. Se sintió horrorizado sólo de pensarlo.

¿Qué voy a hacer si se ha dado cuenta? –pensó, mientras se miraba en el espejo, contemplando cómo el rojo de sus mejillas iba desapareciendo. ¡Maldición! Esto va a ser un problema de tres pares de cojones…

Comenzó a cambiarse, dándole vueltas al asunto y, cuando termino, dobló su ropa, la guardó dentro de su mochila y ésta, a su vez, dentro de su taquilla. Al abrir la puerta, se encontró con varias fotos que tenía pegadas en ella y sintió un ramalazo de nostalgia. Casi todas eran de él con Claire, aunque también había una en la que salía con sus amigos de las fuerzas aéreas, otra con los S.T.A.R.S. y, por último, estaba su favorita: en ella, además de salir él, también estaba Jill. El día en que se hizo, ellos dos, junto con Claire y Leon, habían deci- dido hacer una excursión al campo. Se lo habían pasado genial corriendo por los campos como si tuvieran cinco años, espantando los pájaros y jugando a las cartas con su hermana y Leon.

Chris se quedó observándola un rato, luego cerró la puerta de su taquilla y

salió del vestuario para ir al hangar, donde le estaba esperando Jill. Ella ya lle- vaba puesto su uniforme, muy parecido al de él. Chris se acercó a ella y le son- rió.

—Sí que has tardado –saludó ella, divertida–. Luego decís que las chicas tardamos más que vosotros…

—Bueno, ¿qué puedo decir? –dijo él, encogiéndose de hombros–. He abierto

la taquilla y me he encontrado con todas las fotos… y he podido evitar quedar- me un rato a verlas –añadió, nostálgico.

—¿Ha llegado ya alguien más? –preguntó Jill, tras dejarle unos momentos en silencio.

—No, que yo sepa –respondió Chris, sentándose junto a ella.

—¿Qué hora es? –le preguntó ella.

—Las diez menos veinte –murmuró él.

—Parece que va a llover –comentó Jill, mirando al cielo–. Pero, pese a todo, es una bonita noche…

—Como tu –murmuró, muy bajito y tímido, Chris.

—¿Qué has dicho? —preguntó ella, sorprendida. Le había parecido oír algo que nunca se hubiera esperado de él.

—Digo que sí, que parece que va a llover esta noche –contestó Chris, un po-

co nervioso.

—Oye, ¿qué te ocurre? –preguntó ella, preocupada.

—¿A mí? Nada, ¿por qué lo preguntas? –dijo él, fingiendo no saber de qué le estaba hablando.

—Últimamente estás un poco nervioso y tímido conmigo, como si te inti- midase o algo por el estilo…

—¿Sí? Pues no sé –respondió él, encogiéndose de hombros y desviando la

mirada–. No me he dado cuenta de nada…

—¿Lo ves? Eso te pasa mucho –señaló ella, riendo.

—¿El qué? –preguntó él, ahora confuso de verdad.

—Que cuando te hago una pregunta un poco comprometida, miras para otro lado –respondió Jill, poniéndole una mano en la mejilla con ternura.

—Lo siento –murmuró él, tratando de no desviar la mirada y de no sonro- jarse delante de ella. Era lo que le faltaba….

—Tranquilo, no pasa nada –dijo ella, meneando la cabeza, sin dejar de son- reír.

—Te dije antes que cuando terminara esta misión, hablaría contigo y te con- taría lo que me pasaba –dijo Chris, en un susurro.

—¿Tiene que ver con que te pongas nervioso? –inquirió ella.

—Más o menos –rió Chris.

Desde luego, ha dado en el clavo…

—Parece que el resto del equipo ya ha llegado, saldrán dentro de un rato – anunció el general Briggs, entrando por la puerta del hangar mientras revisaba unos papeles.

—Bien –asintió Chris, serio, levantándose del banco en el que estaba senta-

do con Jill.

—Quiero que sean ustedes quienes hablen con ese tipo, ¿ha quedado claro?

—Sí, señor –dijeron Chris y Jill al unísono.

—Que tengan suerte. La van a necesitar –y se marchó de allí, con aire medi-

tabundo.

Las aspas del helicóptero giraban a gran velocidad, formando un borrón di- fuso de forma circular sobre ellos. El ruido del motor se oía apagado dentro del habitáculo pero era lo suficientemente molesto como para que casi no se oyeran entre ellos. Chris y Jill estaban sentados uno al lado del otro, mirando un mapa que él sostenía. De vez en cuando, señalaban un lugar o dos sobre el mapa y comentaban algo, asintiendo con la cabeza. Al parecer, estaban ultimando algu- nos detalles de la misión.

—Lo mejor será que tu y yo entremos por aquí –concluyó Jill, señalando un

punto en el mapa.

—Sí, es lo mejor –asintió él, pensativo. Luego la miró a los ojos–. Jill, quiero que tengas cuidado, ¿de acuerdo?

—Sabes que siempre lo tengo –repuso ella, confusa por aquello. No era normal que él le dijera aquellas cosas.

—Lo sé, pero tengo un mal presentimiento. El mismo presentimiento que cuando sucedió lo de las montañas Arklay… estoy preocupado.

Jill se acercó más a él y le cogió el rostro con ambas manos, sonriendo con amabilidad y ternura.

—Tranquilo, lo tendré –le aseguró y lo besó en la frente con suavidad–. Además, voy contigo –añadió, sonriéndole–. Sé que cuidarás de mí.

—Vale, pero tú, por si acaso, ten cuidado –murmuró él, desviando la mira-

da. El beso que ella le había dado lo estaba haciendo ruborizar.

—Capitán –el piloto lo llamó desde la cabina.

—¿Sí? –respondió Chris, girándose en su asiento para poder mirarlo.

—Nos acercamos al lugar de destino –informó el piloto–. Tiempo estimado de llegada un minuto.

—Bien, gracias –se volvió hacia el pequeño grupo que los acompañaba–. ¡Ya habéis oído! Preparad vuestro equipo y estad listos para descender en menos de un minuto. Tened cuidado, puede que nos encontremos con alguna sorpresa. Si alguno de vosotros se encuentra con O. E. Spencer avisad a Valentine, o a mí,

¿de acuerdo?

—¡Sí, señor! —gritaron todos a la vez.

—Así me gusta –asintió Chris mientras el helicóptero se movía en círculos y mantenía su posición en el aire–. Ahora, en marcha, no podemos cometer

ningún error –se acercó a la puerta del helicóptero y miró hacia abajo, hacia la oscuridad que los esperaba. Jill se acercó a él y Chris se volvió para mirarla–.

¿Estás preparada?

—Por supuesto –respondió ella, sonriendo–. ¿Y tú? ¿Estás preparado?

—Sí, lo estoy –tiró una cuerda, aferrada a un anclaje en el fuselaje del helicóptero, que llegó al suelo. Luego enganchó a ella el mosquetón que llevaba en el cinturón, se agarró a ella y se preparó para bajar, mirando a Jill–. Nos ve-

mos abajo –y se tiro por ella.

—Bueno, ¡ya habéis oído a Redfield! Suerte y tened cuidado –les aconsejó a

todos, mirándolos a la cara, y se lanzó al igual que Chris por la cuerda.

Chris y Jill se detuvieron delante de una puerta. Era ligeramente diferente de las que se habían encontrado con anterioridad, la madera era mucho más cara, de mejor calidad, y los adornos de la misma eran mucho más elaborados. Estaban casi seguros de que era el dormitorio de O. E. Spencer, director y uno de los fundadores de la empresa farmacéutica Umbrella.

—¿Estás preparada? –preguntó Chris, en un susurro, a su compañera.

—Sí –asintió ella, agarrando con más fuerza la empuñadura de su arma.

—Muy bien, a la de tres. Una… dos… ¡tres!

Chris giro rápidamente el pomo de la puerta y entró seguido por Jill. Ape-

nas unos segundos después, se detuvieron unos pasos más allá de la puerta.

—¿Pero qué? –murmuró Chris, atónito.

Delante de ellos había un hombre, de pie y de espaldas a ellos. Era alto y delgado, aunque parecía robusto; tenía el cabello de color rubio ceniza, vestía un traje completamente negro y estaba mirando por el enorme ventanal de la

sala, con las manos enlazadas a su espalda. En el suelo, y a unos metros de él, estaba lo que parecía ser el cadáver de Spencer. Yacía de cualquier manera, en medio de un creciente charco de sangre, y a unos pasos de una silla de ruedas de metal. El hombre se volvió hacia ellos en cuanto los oyó entrar y vieron que

llevaba gafas de sol de color negro. Sonrió al verlos y Chris lo reconoció al ins- tante.

— ¡Wesker! –gritó, al tiempo que comenzaba a dispárale con su arma. Jill no

tardó en unírsele en el tiroteo.

En respuesta, Wesker comenzó a esquivar las balas que los dos jóvenes

agentes les disparaban, con mucha tranquilidad y mucha rapidez, como si fuera capaz de ver la trayectoria con total claridad. Chris, al ver que las balas no con- seguían hacerle nada, enfundó su arma e intentó golpearle con los puños, pero era inútil. Wesker era más rápido y más fuerte, de manera que, no sólo esquivó los golpes que Chris trataba de propinarle, sino que él mismo le golpeó en el pecho con una sola mano y lo mandó al otro extremo de la habitación.

Jill se olvidó de disparar durante unos segundos, viendo cómo su compañe-

ro era golpeado y lanzado como si no pesara nada. Parpadeó, confusa, cuando Wesker se acercó a ella con demasiada rapidez y, mientras trataba de entender lo que había pasado, él la golpeó y estrelló contra lo que parecía ser una estan- tería de libros. Wesker se acercó rápidamente a Chris, quien se estaba incorpo- rando, lo agarró del cuello de manera violenta, y lo arrastró por encima de una larga mesa. Cuando el joven miembro de la B.S.A.A. cayó al suelo, dolorido, Wesker lo alzó en alto y comenzó a apretarle el cuello cada vez con más fuerza, tratando de estrangularlo… pero, para sorpresa del joven, lo soltó, de forma que Chris cayó al suelo, boca abajo, casi sin poder moverse y sin respiración.

Miró en dirección a su compañera y la vio algo más lejos, apoyándose en la estantería que tenía detrás. Parpadeó, para aclarar la vista, y supo que ella tenía

que salir de allí sino quería que también muriera.

—¡Jill, aprovecha para huir! –gritó Chris, casi sin aliento.

Pero ella no podía. No podía marcharse mientras veía lo que Wesker estaba haciendo a su compañero… a su mejor amigo… a alguien importante para ella.

No podía permitir que él muriese, de ningún modo. Iba a salvarlo como pudie- ra, estaba convencida de lo que iba a hacer y nada ni nadie podría detenerla.

Se incorporó de golpe y salió corriendo hacia Wesker con una idea fija en la cabeza; lo rodeó con los brazos y ambos atravesaron la enorme vidriera de la

habitación, precipitándose al vacío.

—¡NO! –gritó Chris, cuando vio que ella iba a embestir a su enemigo. Pero ya era tarde, Jill ya había caído por el ventanal, arrastrando a Wesker con ella–.

¡¡JILL!! –se asomó por la ventana rota a través de la cual su mejor amiga y su eterno enemigo habían caído.

Comenzó a sentir que las piernas le fallaban, que temblaban sin control, y

que si no se sentaba no lo aguantarían mucho más tiempo. Se dejó caer en el suelo, sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas, y, sin poder evitarlo, co- menzó a llorar.

En ese momento, dos agentes de la B.S.A.A. entraron en la habitación y se

acercaron a él corriendo, al ver que estaba en el suelo.

—¡Capitán! ¿Está bien? ¿Qué ha pasado?

—Valentine… Jill… ha muerto –respondió en un susurro, haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban.

—¿Cómo está, capitán? —preguntó el médico del grupo, que acababa de llegar, mientras abría de golpe su maletín con todo el equipo médico–. ¿Le han herido?

—No, estoy bien –murmuró, levantándose del suelo, pero perdió el equili-

brio, empezó a marearse y, finalmente, se desplomó en el suelo mientras sus

compañeros lo rodeaban con miradas de preocupación.

Chris Redfield comenzó a abrir los ojos, aunque aún veía borroso, y parpa- deó, tratando de que la luz de lo que parecía ser un fluorescente lo cegara. Se giró un poco y vio que tenía una vía intravenosa puesta en el brazo, procedente de un gotero.

¿Por qué tengo puesto esto? –se preguntó al tiempo que se giraba hacia el otro lado. Una cara bastante familiar lo observaba con atención, inclinada sobre él. Era Claire, su hermana.

—Hola –saludó Chris, en un susurro. Notaba la lengua pastosa, como si no

hubiese hablado en días.

—Hola –susurró Claire, con voz ahogada por el alivio–. ¿Cómo te encuen- tras, hermano?

—Cansado –respondió con un suspiro, reclinando la cabeza en la almohada y cerrando los ojos–. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy ingresado? Y, ¿dónde está Jill? –preguntó, con la esperanza de que todo lo sucedido no fuera más que una simple pesadilla.

—¿No lo recuerdas? –inquirió su hermana, confusa.

—Sí, pero prefiero pensar que todo fue un mal sueño del que no podía des-

pertar –reconoció él, angustiado–. ¿Han encontrado a Jill? ¿O a Wesker?

—No, aún no –respondió Claire, con tristeza.

—¿Ni siquiera una pequeña pista? –preguntó Chris, desesperado.

Su hermana negó con la cabeza y Chris sintió que las fuerzas lo abandona- ban, que un terrible dolor por la pérdida se apoderaba de su pecho y provocaba que le costara respirar con normalidad. Sintió los ojos llenándose de lágrimas

que no tardó en dejar que salieran de ellos, sin importar que Claire lo viera así. Había perdido a alguien a quien quería mucho, a quien amaba más que a su propia vida, alguien que se había sacrificado por él… para que él viviera. Ha- bían sido ya muchos los amigos que había perdido por culpa de la misma per- sona, por culpa de alguien a quien la vida humana no tenía ningún valor, una persona que difícilmente podría ser clasificada como humana…

Wesker.

Aquel tipo frío, con gafas de sol y vestido completamente de negro le había jodido la vida a mucha gente, entre ellos él mismo, sus antiguos compañeros de STARS y, por supuesto, a Jill. No podía dejar que aquel despreciable monstruo siguiera vivo. Porque tenía la certeza de que aquel cabronazo estaba con vida, porque siempre lograba salir de todas las situaciones en las que debería morir… y, por ello, Jill había muerto en vano.

Si hubiera sido mucho más fuerte esto no habría pasado –pensó con amargura.

Fue ligeramente consciente de que su hermana salía de la habitación, dejándolo solo en su dolor. Sabía que lo que él necesitaba en aquellos momen- tos era la soledad.

Cuando Claire salió de la habitación de su hermano, se encontró con el ge-

neral que estaba al cargo del grupo de su hermano. Si mal no recordaba se lla-

maba Briggs. El hombretón se acercó a ella, con gesto de preocupación.

—¿Cómo se encuentra su hermano?

—No muy bien –respondió ella–. Acaba de despertar y ha sabido que ni Jill

ni Wesker han sido encontrados. Supongo que tenía la esperanza de que sólo hubiera sido un mal sueño… le he dejado solo, es lo que más le conviene ahora mismo. Está muy deprimido.

—Entiendo cómo se siente– asintió Briggs, apenado, mientras miraba por el

cristal de la habitación–. ¿Podría decirle que, cuando se encuentre mejor, me pasaré a verle?

—Sí, no se preocupe, se lo diré –respondió Claire. El general Briggs se alejó del pasillo y ella se volvió para observar a su hermano.

Estaba tumbado en la cama, de lado, y no se le veía la cara, pero se convul- sionaba levemente, dando a entender que seguía llorando

—¿Cómo está? –preguntó una voz grave a su espalda. Claire se giró y se

encontró con Barry Burton, quien tenía un gesto triste y las manos en los bolsi- llos. Parecía estar tan triste y deprimido como Chris.

—¿Tú cómo crees que está? –preguntó ella, retóricamente.

—Destrozado, como todos.

—Tú mismo lo has dicho.

—Pobre chico, y encima tengo que darle esto –comentó, sacando una carta

del bolsillo interior de su cazadora.

—¿Qué es? –preguntó ella, intrigada.

—Es una carta de Jill –respondió él–. Se la dejó escrita para él y me la dio por si a ella le pasaba algo. No sé si dársela hoy o esperar un poco para que se recupere. Según Jill, en ella había cosas muy personales, y dado como está quizá es mejor no dársela. Sí, es lo mejor. Se la daré cuando esté preparado para abrir- la y leerla –Barry se respondió él sólo ante la sorprendida Claire, quien escu- chaba a su amigo sin decir nada. Él volvió a guardar la carta en la cazadora.

—Me parece bien –asintió ella, regresando la mirada para seguir observan-

do a su hermano.

Éste estaba incorporado en la cama vomitando. Rápidamente, Claire, junto con Barry, entró en la habitación

—¡Chris! –lo llamó a voces, asustada–. ¿Qué te pasa Chris?

—¡Cielo santo, está convulsionando! –exclamó Barry–. Voy a avisar a una enfermera…

—Chris, tranquilo, te podrás bien –susurró Claire, con suavidad, poniéndo- le una mano en la frente–. Estás muy caliente, creo que tienes fiebre.

—¡Enfermera! –gritó Barry desde el marco de la puerta.

—¿Qué ocurre? –preguntó una joven médica que pasaba por el pasillo en esos momentos.

—No lo sé, hace un rato estaba bien, pero ahora ha empezado a vomitar –

explicó Barry, atropelladamente.

—¡Está vomitando sangre! –exclamó, asustada, Claire al ver cómo su her- mano manchaba las sábanas de sangre.

—Está bien, tranquilos, voy a ver cómo se encuentra –los tranquilizó la doc-

tora, entrando por la puerta–. ¿Cómo se llama?

—Chris –respondió Claire, angustiada.

—Estese tranquilo Chris, se va a poner bien. Por favor, ¿puede avisar a una

enfermera? –añadió, mirando a Barry.

—Por supuesto –y salió de la habitación a la carrera.

—Usted –continuó diciendo la doctora, refiriéndose a Claire–. Ayúdeme a tumbarlo en la cama-

—Voy –Claire cogió a su hermano por los hombros y comenzó a tumbarlo en la cama, ayudada por la joven médica.

—Muy bien y, ahora, tranquilo Chris –dijo la doctora, con suavidad.

Se acercó a una mesita con ruedas y sacó de su interior un botecito y una

aguja hipodérmica envuelta en una bolsita esterilizada. Se puso unos guantes de látex y abrió la bolsa, pinchó en la tapa del botecito y succionó el líquido, que quedó dentro de la cápsula de plástico de la aguja. A continuación, se acercó a la camilla de Chris y levantó las sábanas.

—Tiene que estar de lado –indicó la doctora–. Tengo que picharle en la base

de la espalda.

—¿Qué le va a poner? –preguntó Claire, mientras ayudaba a su hermano a

ponerse de lado.

—Es un medicamento especial que le cortará los vómitos –levantó un poco

el pijama de Chris y clavó la aguja con rapidez. El joven se movió al contacto pero su hermana lo sujetó con fuerza para evitar que se hiciera daño–. Con esto

deberían detenerse los vómitos. Empezará a sentirse mejor en unos minutos. Ahora, es mejor que salgamos, me gustaría poder hablar un momento con us- ted.

—¿Conmigo? –preguntó Claire, con una ligera nota de terror en la voz.

—Sí e, insisto, es mejor que salgamos fuera.

—Tranquilo, ahora volvemos hermanito –susurró a su hermano, poniéndo- le una qmano sobre el hombro. Chris apenas asintió un poco con la cabeza.

—¿Qué ocurre, doctora Sanders? –preguntó una enfermera que acababa de llegar.

—Necesito que al paciente de esta habitación le cambien las sábanas, ha es-

tado vomitando sangre.

—E-n seguida

—¿Qué es lo que pasa? –preguntó Claire, asustada–. ¿Por qué hemos salido de la habitación? ¿Qué le ocurre a mi hermano?

—Tranquilícese, por favor –la doctora Sanders alzó las manos para tranqui-

lizar a Claire–. Hemos salido de la habitación, para que puedan cambiar las sábanas a la camilla de su hermano –explicó, luego suspiró–. Es posible que su hermano tenga una infección interna.

—Y, eso, ¿cómo podemos saberlo?

—Vamos a hacerle pruebas. Si tiene infección interna, le podremos anti- bióticos y esperaremos, si mejora bien, sino mejora a lo mejor hay que llevarlo a quirófano.

—¿Se lo podemos decir?

—Sin problemas, no es nada grave. Procuren que no se mueva mucho. En

cuanto podamos hacerle las pruebas, les aviso. Cuando terminen de arreglar la habitación pueden pasar. Ah, por cierto, no le den nada de agua, es muy proba- ble que haya que hacerle una ecografía para poder ver la zona de la hemorragia.

—De acuerdo, gracias.

El espeso, fío e incoloro líquido, comenzó a fluir por su estómago libremen- te cuando el ecógrafo lo extendió por él.

—¿Está muy frío? –preguntó el ecógrafo.

—Sí, un poco –reconoció Chris, sonriéndole con una sonrisa cansada.

—Será solo un momento –lo tranquilizó–. Ahora necesito que no se mueva

mucho –le colocó un pequeño aparato en el estómago y presionó con él, mo- viéndolo de un lado a otro mientras observaba la pantalla donde se veía el in- terior de la barriga de Chris–. Efectivamente, parece que hay una pequeña hemorragia. Pero no merece la pena operar. Es mejor tratarla con antibióticos, y ver cómo evoluciona. Tenga, límpiese –colocó el pequeño aparato en un soporte y le dio una toalla de color blanco para que se limpiara.

—¿Pueden pasar ahora mi hermana y mi amigo? –preguntó Chris.

—Sí, claro, ahora se lo digo.

—Gracias.

—No hay de qué, chaval –respondió el ecógrafo, haciendo un gesto con la mano al tiempo que salía de la habitación para encararse con Claire y Barry–.

Pueden estar tranquilos, la hemorragia no es muy grave y tampoco peligrosa, con antibióticos y un poco de reposo se curará.

—¿Podemos pasar ahora a verle? –preguntó Barry.

—Claro.

—Muchas gracias –agradeció Claire.

—Adiós.

—Adiós –respondieron Barry y Claire, entrando en la sala.

—¿Cómo te encuentras, hermanito? –pregunto Claire, apenas abrió la puer- ta de la habitación.

—Bien –respondió Chris, con cansancio.

—Bueno, ¿cuánto falta para que nazca el bebé? –preguntó Barry en un tono burlón. Claire comenzó a reírse por el comentario.

—Eso no ha tenido ni puta gracia –gruñó Chris, muy serio, mirándolos a los

ojos con frialdad–. Si vais a estar de cachondeo, es mejor que os larguéis.

—Oye, ¿qué es lo que te ocurre que no eres capaz ni de aceptar una broma

sin mala intención?

—Oh, perdona –dijo Chris con ironía, alzando las manos y las cejas al mis- mo tiempo–. Vamos a hacer bromas cuando Jill acaba de morir, total, qué más da… –los miró de nuevo con cierta ira–. No tenéis ningún respeto.

—Chris, ¿me quieres decir qué es lo que realmente te ocurre? –le preguntó

Claire, alzándole la voz.

—Nada –mustió él, desviando la mirada para contener las lágrimas.

—Venga, Chris, tranquilo –Barry trató de que se relajara–. Lo siento mucho

–añadió, poniéndole una mano sobre el hombro.

—Jill murió por mi culpa –murmuró Chris, llorando.

—No, eso no es cierto –negó Claire, tratando de convencerle.

—¡Es cierto! –exclamó él–. Wesker estaba a punto de matarme y, entonces

ella… ella… se tiró encima de él y ambos cayeron por la vidriera…

—Chris no es culpa tuya, ella lo hizo porque te quería –le dijo Barry, con suavidad–. Te quería más que a nada y más que a nadie. Ella no podría vivir si a ti te llegara a haber pasado algo…

—¿Y tú cómo lo sabes? –inquirió Chris–. ¿Es que ahora eres médium o algo así?

—No, Chris, no soy médium –suspiró Barry, sacando la carta de Jill del bol-

sillo interior de su cazadora–. Creo que deberías leerla para que entiendas lo que digo.

—¿Qué es eso? –preguntó Chris, mirando el sobre con curiosidad.

—Una carta que Jill te escribió, por si a ella le pasaba algo. Toma, deberías

leerla –añadió, entregándole la carta.

—¿Cuánto… cuánto hace que te la dio? –le preguntó Chris, con voz ahoga- da, mientras miraba el sobre sin abrirlo.

—No lo recuerdo bien –respondió Barry, rascándose la barba pelirroja–, pero estoy seguro de que hace menos de un mes.

—Chris, ¿quieres que te dejemos a solas, para que puedas leerla? –propuso su hermana.

—Sí, por favor –susurró él.

En cuanto vio a Claire y a Barry salir de la habitación, Chris abrió el sobre con manos temblorosas. Estaba asustado pero, ¿de qué? ¿Qué podría tener de malo esa carta? La sacó del sobre y se sorprendió de que constara de dos folios, escritos a mano por la propia Jill. Sin más demora comenzó a leerla, intrigado por su contenido:

Querido Chris:

Si lees esta carta es porque, seguramente, me haya pasado algo y no he podi-

do decirte lo que en ella te digo. Seguramente, ya lo sospechabas, así que no me andaré con rodeos: llevo meses enamorada de ti, pero no sabía cómo decírtelo.

Casi siempre estabas con alguna chica, con la que eras feliz. Por eso no me

atrevía a decírtelo, por temor de que dejarás de ser feliz, de que te rieras como lo hacías con esas chicas, de que tu opinión sobre mí cambiara… de que dejaras de ser mi amigo y compañero.

He de reconocer que, el primer día en que te conocí, me pareciste un poco arro- gante. Pero, ahora, cuando han pasado tantos años, me doy cuenta de mi error.

Junto a ti, he pasado los mejores años de mi vida. Tú no eras como el resto de hombres con los que he trabajado, a ti sí que te importaban mis opiniones o mis ideas, si tenía, o no, algo que decir. Y, lo más importante de todo, me escuchabas y respetabas.

Chris, el conocerte, ha sido de lo mejor que me ha pasado nunca. El haberte

conocido y haber estado contigo me ha hecho muy, pero que muy feliz. Gracias por estar ahí, apoyándome cuando era obvio que no lo estaba pasando muy bien… como, por ejemplo, aquella vez en la que pillé a Garren, mi ex novio, engañándome con otra.

Recuerdo perfectamente, y para mi mayor desgracia, aquella noche: estaba llo- viendo a cántaros, llegué a mi casa y me lo encontré en nuestro dormitorio, con su supuesta ex novia. Dios… le tiré una foto en la que aparecíamos los dos a la cabeza. Después, enfadada, salí de allí sin saber adónde ir. Te llamé llorando y, pese a que podía ser muy tarde, tú me recogiste donde estaba, dejaste que pasara toda la noche en tu casa. Me estuviste consolando todo la noche, incluso me hacías reír con alguno de tus chistes, no dormiste en toda la noche sólo para poder ani- marme. Desde ese momento, empecé a enamorarme de ti.

¿Sabes?, el día de la pasada Navidad, fue la mejor noche de mi vida, nunca la olvidaré. Aunque te hice daño, no era esa mi intención. Espero que algún día puedas perdonarme por lo que te dije. No tenía intención de reírme de ti.

Sólo me queda decirte que eres una bellísima persona, que te amo con todo mi corazón, que espero que no dejes de ser feliz y que no te exijas demasiado, algo que es muy propio de ti.

Sé feliz, Chris.

Una amiga que te quiere, Jill Valentine

P.D. No cambies nunca y no te deprimas por lo que me haya pasado, tienes derecho a ser feliz. Nadie te lo va a echar en cara.

Cuando Chris terminó de leer la carta, se quedó muy sorprendido. Tuvo que leerla de nuevo para convencerse de que lo que acababa de leer era real, no un simple sueño. No esperaba que Jill fuera capaz de escribirle algo así, algo tan profundo. Él siempre la había considerado como una persona un poco tímida y reservada en cuanto a ciertos temas, como el amor. Y, es más, nunca se había imaginado que le llegara una confesión de amor, aunque fuera tan tardía. Él pensaba que eso solo sucedía en las películas románticas.

Dejó la carta encima de la pequeña mesilla de noche, que tenía junto a la cama, y se echó en ella, con la vista clavada en el techo, observándolo con la vista perdida y recordando todos los buenos momentos que tuvo junto a Jill Valentine.

Y, de todos ellos, siempre habría uno que nunca olvidaría, y del cual no

había pasado mucho tiempo…

Recordaba la fiesta de la Navidad pasada como si fuera ayer.

Todos los años, la mujer de Barry, preparaba una celebración en su casa. En ella se reunían, no sólo sus familiares, sino todos los que habían sido compañe- ros de STARS y los que habían compartido sus vivencias en la lucha contra

Umbrella. Ese año, en concreto, estaba casi a la mitad. Algunos familiares se habían ido ya porque era relativamente tarde y sólo quedaban unos pocos.

Jill quería irse antes, ya que le había prometido a su padre que asistiría a una fiesta que él y la mujer que estaba con él, de la que se enamoró perdida- mente, habían organizado. El padre de Jill había cumplido ya el tiempo que le correspondía en prisión, así que quería pasar con su hija todos los días de aque- lla índole que pudiera.

—Puedo llevarte yo, si quieres –le propuso Chris, sabiendo que ella no tenía coche.

—¿No te importa? –preguntó ella, dubitativa.

—¡No, claro que no! ¿Cómo me iba a importar? –exclamó él, sorprendido y

fingiendo estar ofendido–. Qué cosas dices, Jill.

—¿Ya te vas, Jill? –preguntó Barry, al oír su conversación por encima.

—Sí –asintió ella, sonriendo a modo de disculpa–, a mi padre le gustaría

que fuera a verle esta noche.

—¿Necesitas un chófer responsable al volante? –preguntó Barry, mirando a

Chris, divertido.

—No, gracias –rió ella–. Creo que Chris lo hará bastante bien. A no ser que conducir un coche sea más complicado que un avión o un helicóptero –Chris rió entre dientes ante el comentario de ella–. Me lo he pasado muy bien esta noche, Barry, gracias de nuevo. Bueno hasta luego –se despidió del resto de invitados.

—¡Que te diviertas! –dijeron los demás.

Entonces Jill se volvió y ella y Chris se quedaron juntos, al lado de la puerta. Iban a salir por ella cuando la hermana de Chris los retuvo.

—¡Chris, Jill! –gritó, acercándose–. ¡Quedaos dónde estáis!

—¿Por qué? –preguntó él, confuso–. ¿Ocurre algo? ¿Me olvido de alguna

cosa?

—No digas tonterías, hermano –repuso ella, sonriendo con malicia–. Es, simplemente, que estáis debajo del muérdago, querido hermanito.

—Oh, venga ya, Claire –gruñó Chris, malhumorado y sabiendo lo que posiblemente le vendría encima–. Crece, por favor.

—Es la tradición, Chris –canturreó ella.

—Oh, venga ya, Claire –repitió Jill, poniendo los ojos en blanco–. Creía que el niño pequeño era Chris…

—Tenéis que besaros –insistió, esta vez, Barry–. Como ya ha dicho Claire, es la tradición.

—¡Y que sea con lengua! –pidió, riendo, Claire.

—¡Claire! –gritaron Jill y Chris al mismo tiempo, sorprendidos por el descaro de la hermana pequeña de él.

—¡¡Beso!! ¡¡Beso!! –empezaron a gritar, canturreando, el resto de personas que estaban en la casa.

—No podréis salir de aquí si no lo hacéis –amenazó Barry, sonriendo–.Puede traeros muy mala suerte…

—Te consideraba mi amigo, Barry –protestó Jill, entrecerrando los ojos. Luego se volvió hacia Chris y suspiró–. Parece que vamos a tener que hacerlo – añadió, muy bajito, en el oído de Chris.

—Sí, eso creo –suspiró él también.

Entonces, ambos comenzaron a acercarse, lentamente, hasta que sus rostros quedaron a unos pocos centímetros. Se miraron a los ojos unos segundos, como preguntándose quién de los dos daría el primer paso… hasta que Chris se deci dió, inclinándose sobre ella y rozando sus labios con los suyos, con ternura. Ella se lo devolvió de forma tierna y, a la vez, dulce.

Estuvieron besándose durante lo que les pareció unos pocos segundos, dejando a sus sentimientos libres, expresando lo que el uno sentía por el otro, ex- plorando la boca del otro. De vez en cuando, hacían pequeñas pausas para co- ger aire pero, casi en seguida, volvían a besarse. Cuando, al fin, se separaron, se dieron cuenta de que todo el mundo estaba muy callado: estaban anonadados por lo que acaban de contemplar.

—Vaya –susurró, sorprendido, Barry.

—Os habéis estado besando durante más de dos minutos y medio- comentó Claire, parpadeando por la sorpresa.

—¿¡Lo has estado contando!? –exclamó Chris, volviéndose hacia ella, rojo como un tomate.

—Sí –asintió ella, levantando, triunfalmente, un reloj con cronómetro–. Lo he estado cronometrando y han sido, exactamente, dos minutos y cuarenta y tres segundos.

—Eh… esto, Chris, tenemos que irnos ya, ¿verdad? –tartamudeó Jill, tam- bién un poco sonrojada.

—¡Sí! Sí –dijo Chris, notando claramente que ella tenía tantas ganas de salir de allí como él–, es cierto. Si no, llegarás tarde y tu padre me echara una buena bronca…Nos vemos luego –añadió, despidiéndose del resto.

—Adiós –les dijo Jill, casi sin mirarlos.

Y ambos salieron lo más rápido que pudieron de la casa para evitar que sus compañeros les hicieran preguntas a las que no querían contestar.

Chris suspiró con tristeza al recordarlo.

Después de aquel día, comenzó a sentir que cada vez le gustaba más Jill. Al principio no sabía por qué, exactamente, se ponía nervioso o su corazón latía con fuerza cuando ella se acercaba a él, cuando ella le hablaba… cuando lo tocaba. No tardó mucho en descubrir que estaba enamorado de ella, de su com- pañera.