Advertencia: tanto los personajes como las situaciones descritas son propiedad intelectual de George R.R. Martin.
Este relato participa en el reto #27 "La suerte de los géneros" del foro [Alas Negras, Palabras Negras].
Amaranth
I.
Dolía, dolía y ardía, ríos de infierno surcando su piel. Y, a lo lejos, entre sombras y lágrimas, borroso y difuso, en la confusión de cuerpos en movimiento y el abrumador resonar de la música descompasada y cacofónica, su hijo.
Se retorció, chilló y trató de alcanzarle, pero alguien llegó antes. La larga espada brillaba bajo las llamas, negra. Por un instante pensó que le protegería, que podría salvarlo, pero el filo penetró en el cuerpo del joven Rey. La sangre brollaba de su pecho, dejando un surco carmín sobre la túnica blanca, rojo como la traición, como el delirio, como el dolor que latía en su pecho enloquecido, apretando su corazón desolado, vacío y helado.
Los gritos se confundieron con la música, enturbiándola. De sus mejillas la sal y el borgoña formaban riachuelos que resbalaban hasta morir. Y se dejó llevar, mecida por el frío de la desesperación. Hundió en el cuello del muchacho el cuchillo que alguien había olvidado, manchando sus pálidas manos con la cálida sangre que emanaba del cuello, catarata escarlata que fluían hasta estancarse sobre las losas grises.
Las campanillas resonaron con alegría mientras el cuello se doblaba sobre su peso, rajado hasta dejar expuesto los huesos de su interior. De sus manos trémulas el filo calló mientras un torrente brotaba de sus ojos claros y tormentosos. Sentía sus mejillas en llamas mientras el sabor de la vida discurría por entre sus labios secos de tanto gritar, agrietados por el dolor, consumidos entre mordiscos de impotencia. La piel se desprendía de su rostro, tiras de carmín que dejaban ver partes de ella que nadie había visto antes, pero no le importaba, nada tenía sentido, había perdido a su hijo, a su niño…
Su rostro se disolvía, se borraba entre manchas de intenso corinto, sus rasgos mezclándose, sus ojos profundos de mar perdiéndose en las marismas del dolor. De aquello que tantos habían querido nada quedaba, sólo una máscara fúnebre, un recuerdo vago y lejano de quien alguna vez fue, de quien jamás volvería a ser. Y las cuchillas se retorcían sobre su alma, atormentándola tanto como para enajenarla, para quebrarse por dentro. La sangre de ella y de otros fluía, enhebrando hilos de fuego sobre su piel. Y la risa afloró, loca, histérica, demente, hasta convertirse en chillidos de horror.
- Se ha vuelto loca – alcanzó a oír, entre el retumbar de la música y su propia voz que resonaba en su cabeza como un tambor, un nuevo corazón que latía en sus sienes.
- Acabemos con esto – una mano la sujetó, estirando su cabello colorado. El filo estaba cerca, lo podía percibir.
"No, no me cortéis el pelo – se vio pensando – a Ned le gusta mucho mi pelo." Pero la cuchilla besó su cuello, esbelto y orgulloso, pálido, de un blanco estelar. Sonrió, estúpida, confiada, una última muestra de valor antes de que el mundo desapareciera bajo sus ía verle, sus ojos de humo, su sonrisa sombría, de medio lado, sus manos se alzaban para tocar su rostro.
Como en un sueño su corazón callaba, muerto tal vez, pero no importaba; él estaba a su lado, sostenía su mirada, sonreía con orgullo, acercándola a su pecho, estrechándola hasta fundir el rocío de su alma, devolviéndole el calor a su vida, a su pecho devastado y vacio. Sus dedos recorrían cicatrices invisibles, mariposas en arrullo aleteando sobre su ser.
Imágenes de su vida pasaban ante ella, instantes fugaces, luces que palpitaban con la fuerza de la existencia, con la energía del deseo, la pasión, el amor que sentía, que emanaba de ella. Y Ned, su marido, su mejor amigo, quién más la conocía. ¡Cómo le había extrañado! Y ahora lo tenía delante, a un paso de distancia, tan cerca…
Sentía cómo la llamaba, con fría ternura, la misma a la que ya se había acostumbrado. Parecía tan feliz… Y caía de nuevo al abismo de oscuridad y sufrimiento, quería gritar que le quería, que las palabras le arañasen, resquebrajándole, abrazarle fuerte hasta fundirse con él, que dejase de doler, olvidarse de todo y desaparecer, marcharse junto a él.
Pero dolía, aún podía sentir cómo mil agujas perforaban su piel, crueles, despiadadas. Rasgaban su vestido, desnudando su cuerpo, frágil, vulnerable, una muñeca a su merced. Las risas y el vino inundaron sus sentidos, embotados por ese dolor que no remitía, esas punzadas que se clavaban en su corazón. Quería que parase, detener el flujo de su sangre, los latidos locos de su pecho. Y la inmensa noche, más inmensa ahora, la envolvió, meciéndola en su oscura amabilidad.
