Advertencias: cursilería máxima y palabras feas que los niños buenos no deberían decir.
A lo largo de su vida, Antonio ha sentido muchos tipos de miradas clavándose en su piel. Algunas son amables, como la de Bélgica, mientras que otras buscan estrangularle, como en el caso de Holanda. La de Francis simplemente indica que preferiría ver a Antonio desnudo sobre su cama, no sentado en una sala de conferencias.
Y luego está Lovino, que mezcla todas esas miradas y las convierte en un jeroglífico indescifrable.
Antonio se da cuenta de ello un día en casa del propio Lovino. Tras un breve viaje al cuarto de baño, regresa a la cocina, donde está su anfitrión preparando un plato desconocido para Antonio, pero con un olor que ya demuestra lo hábil que es Lovino en la cocina.
—¡Qué rico huele! —proclama Antonio nada más entrar— ¿Le has vendido tu alma al dios de la comida?
—Se la vendí al dios que evita a la gente pesada, pero me la ha metido doblada —contesta con un tono socarrón.
—Mira que eres malo —le pellizca la mejilla, sin importarle las protestas de Lovino—. ¡Si solo te faltaba dar saltitos cuando viste que era yo quien llamaba a la puerta!
—Tú sigue haciéndote pajas mentales, que te quedas sin cena —lo amenaza con una cuchara de madera. Antonio, ni corto ni perezoso, la mete en la boca y lame la salsa de tomate que sobra.
Ni qué decir tiene que Lovino se pone hecho un basilisco al ver que su querida cuchara de madera está recubierta de babilla española.
—¡Me cago en la sangre que recorre tus venas, mierda!
Y Antonio se ríe. Encima.
—¡Serás valiente! —Lovino le atiza el trasero con la cuchara y Antonio, aún sin recuperar el tornillo que le falta, continúa riéndose a carcajada limpia.
Al final, Lovino no puede evitar contagiarse y reír también. El idiota ese siempre saca lo mejor y lo peor de él en cuestión de segundos.
Es ahí cuando Antonio se fija después de mucho tiempo en cómo le mira Lovino. Ve un poco de rabia, al fin y al cabo, acaba de ensuciar la cuchara con la que está cocinando. Pero también nota una sonrisa implícita, un calor que no encuentra en el mirar de todos. Una mirada que finge estar enfadada y busca un beso que Antonio no duda en darle. No es un beso largo, ni muy apasionado, pero Antonio puede sentir en él todo el cariño de Lovino; es el mayor de los tesoros que podría tener.
Se siente afortunado. ¡El hombre más feliz del mundo!
—Tienes la cremallera abierta —Lovino lo despierta de su nube de felicidad. Antonio se mira los pantalones, donde señala Lovino con la cuchara, y sube la cremallera con una sonrisa torpe adornando su cara.
—Lovinito, en qué lugares te vas a fijar… —comenta con picardía, en espera a alguna reacción graciosa por parte de Lovino, que no tarda en darle con la cuchara en la cabeza.
Si es que con Lovino es imposible aburrirse.
Notas: Hoy me encontraba muy triste, pero mis ánimos se dispararon mientras escribía esta historia cortita y tonta, en la que no pasa nada :)
Por cierto, no sabéis cómo me reí al escoger un nombre para esta historia. Pequeñas. Dosis. De. Alegría. ¡Hasta los guionistas de La casa de la pradera me tacharían de cursi!
Debería llamarse Pequeñas dosis de espamanada cursi.
