Ahora que ya me he hecho a mis nuevas funciones, regreso con un fanfic corto de cinco capítulos, más el epílogo. Se me ocurrió este fanfic cuando estuve en Japón de luna de miel, así que para mí es un poco especial. Espero que os guste.
Antes de empezar, os pongo un vocabulario en esta entrada que valdrá para todo el fanfic. Recoge todas las palabras japonesas (marcadas en cursiva en el texto) que aparecen en este capítulo y en los próximos para que lo podáis consultar si no conocéis algún término.
VOCABULARIO
Azuchi-Momoyama: entre el período Sengoku y el período Edo. Finales del siglo XVI y principios del siglo XVII. Fue una época de transición tras la guerra, de unificación.
Barrio rojo: zona donde se concentran los negocios de prostitución o cualquier otro negocio de la industria del sexo.
Daimyō: líder militar, regente, de un shōgun.
Furisode: variedad de kimono de seda con mangas muy largas. Lo utilizaban mujeres jóvenes y solteras. Son muy coloridos.
Futón: cama tradicional japonesa. Diseñado para ponerlo sobre un tatami. Consiste en un colchón de, por lo menos, cinco centímetros de altura y una funda. Durante el día se puede plegar y almacenar para darle otro uso a la habitación.
Geta: calzado tradicional japonés. Con forma de chancleta, tienen una base de madera.
Hadajuban: ropa interior del kimono. Compuesto de algodón. Es más corto de brazos y llega solo un poco más debajo de las rodillas para que no se pueda ver.
Haiku: poesía breve tradicional japonesa. No tiene una métrica fija, pero suele ser de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas.
Hakama: pantalón largo con pliegues que, tradicionalmente, suelen vestir los samuráis. Tenía la función de proteger las piernas, por lo que se confeccionaba con telas gruesas.
Kanzashi: adornos tradicionales japoneses para el pelo. En el Sengoku no estaba todavía tan popularizado como en el Edo.
Katana: espada o sable tradicional japonés. Existen muchos tipos de katanas. Tradicionalmente, lo usaban los samuráis y se caracteriza por tener un filo extremadamente afilado.
Naginata: arma tradicional japonesa. Usada, sobre todo, por los samuráis. Se compone de una hoja curva afilada al final de una larga asta de madera. Tiene cierto parecido con la alabarda occidental.
Obi: faja ancha que se lleva sobre el kimono tradicional japonés. Según la ocasión, se utiliza un tipo diferente de obi.
Obijime: cordón decorativo que sujeta firmemente el obi contra el torso.
Oiran: cortesana japonesa. Hay diferentes tipos de cortesanas según el rango. Las oiran, aunque, al igual que las geishas, podían realizar espectáculos artísticos, ofrecían, principalmente, servicios de placer sexual.
Sai: arma de origen asiático. Tiene forma de daga sin filo con la punta afilada. En los extremos tiene protecciones también puntiagudas para las manos.
Sake: bebida alcohólica tradicional japonesa creada a partir de arroz.
Sakazuki: copa para servir el sake que se utiliza en bodas y otro tipo de ceremonias y festejos. Tiene una forma más similar a la de un plato hondo que a la de un vaso.
Samurái: guerreros tradicionales japoneses que sirven al emperador, al shōgun o a un daimyō. Históricamente conocidos por ser grandes espadachines y arqueros.
Sengoku: tras el período Muromachi y antes del período Azuchi-Momoyama. Entre finales del siglo XV y finales del siglo XVI. Fue un período marcado por la Guerra Civil.
Shakuhachi: flauta tradicional japonesa. Es de madera, tiene cinco agujeros y se sujeta verticalmente.
Shamisen: instrumento musical tradicional japonés. Es un instrumento de tres cuerdas originario, en realidad, de China. Tiene cierto parecido con una guitarra, pero el cuello es más fino y el cuerpo similar a un tambor.
Shuriken: arma tradicional japonesa. Se caracteriza por ser un arma oculta arrojadiza. Son metálicos con las puntas afilados y, frecuentemente, con forma de estrella, pero también existen otras formas.
Tantō: arma corta tradicional japonesa. Mide entre 15 y 30 centímetros y parece, a primera vista, una katana pequeña. Se oculta con facilidad entre la ropa. No era el arma predilecta de los samuráis, pero algunos la usaban en los combates cuerpo a cuerpo.
Tatami: suelo de las casas tradicionales japonesas. Tradicionalmente, se hacía con paja.
Tokkuri: botella tradicional japonesa que se utiliza para servir el sake. Suele tener el cuello más estrecho.
Wakizashi: sable corto tradicional japonés. Mide entre 30 y 60 centímetros y su forma es similar a la de una katana más delgada. Los samuráis suelen llevarla cuando no llevan la katana.
Yukata: ropa tradicional japonesa. Es de algodón, más ligero que el kimono. Se usa, principalmente, en las estaciones más cálidas.
Yuujo:un tipo de oirán japonesa. Era considerada la prostituta de más bajo rango. Su clientela era, principalmente, de clase baja.
Capítulo 1
Período Sengoku.
El daimyō Uesugi Kenshin apareció cuando se abrieron las puertas correderas para él. Al instante, los festejos por el cumpleaños del daimyō se paralizaron para darle la bienvenida por primera vez en la noche. Aunque la fiesta era para él, Uesugi Kenshin se había hecho de rogar o esa era la impresión que quiso dar el público. En realidad, había estado en una reunión secreta de estado con los militares de más alto rango para decidir cuáles serían las represalias que tomarían contra el daimyō Takeda Shingen, el cual había sobrepasado con creces los límites de su enemistad.
Conocía esa información secreta porque él era la mano derecha del gran señor de la guerra. Había estado en esa reunión; él mismo la convocó para dar nuevas de los últimos acontecimientos, y, como tantos otros, se había escabullido previamente para preparar la entrada de su señor. La seguridad del daimyō era lo primero. Los ninjas de Takeda Shingen habían intentado matarlo en demasiadas ocasiones como para que se permitieran el lujo de bajar la guardia. De hecho, aquella fiesta tan llamativa de cumpleaños le parecía un riesgo totalmente innecesario. No obstante, el daimyō había insistido argumentando que siempre había celebrado su cumpleaños, por lo que, no hacerlo, sería demostrar debilidad y miedo. No compartía su opinión.
Desde el balcón en el que se había apostado, tenía una panorámica perfecta del salón, de todos los invitados y de los otros balcones. Nadie movería un solo dedo sin que él se enterara. La entrada de Kenshin no parecía haber provocado mayor revuelo que el habitual. No detectó armas o movimientos extraños. Sus otros hombres le lanzaron señales para indicarle que todo estaba en orden en sus posiciones. Asintió con la cabeza en dirección al daimyō, el cual había esperado su señal para bajar la escalinata junto a la guardia. Le gustaría que se mostrara así de obediente en otros aspectos más a menudo.
A los pies de las escaleras, lo esperaban hombre poderosos que financiaban las batallas y mujeres hermosas que aspiraban a ser sus amantes o incluso sus esposas. Harían bien en buscar otra presa porque, a sus cuarenta años, el daimyō había dejado más que patente que no deseaba casarse. Debería hacerlo en realidad. En un futuro, podrían necesitar un heredero, un auténtico Kenshin, para que tomara su lugar en caso de que alguno de los intentos de asesinato de Shingen triunfara. Él estaba allí para evitarlo, por supuesto, pero los ninjas eran cada vez más imaginativos.
El castillo había tenido que ser completamente remodelado para asegurar a su señor de un ataque ninja. Los aposentes del daimyō, a excepción de la alcoba principal, habían sido remodelados para colocar piso de ruiseñor. En cuanto alguien ponía un pie sobre ese suelo, la pisada producía el canto de un ruiseñor que los alertaba de intrusos. No había ni un solo ángulo muerto desde los puestos de vigías, por lo que cada esquina y recoveco estaba a la vista. Los invitados estaban obligados a vestir largas y ostentosas galas que debían arrastrar en presencia de su señor, lo que dificultaba el movimiento. Asimismo, la única entrada al castillo era a través de un puente levadizo que atravesaba un foso repleto de tiburones.
A pesar de toda esa seguridad, de los mutuos intentos de asesinato, de la guerra… algo que muy pocos sabían era que Shingen y Kenshin eran mucho más que rivales. Tras esa enemistad de una década se ocultaba una profunda y arraigada amistad que los unía y distanciaba al mismo tiempo. Si uno de los dos triunfaba sobre el otro, la derrota sería de ambos. Prueba de ello era el presente de Shingen para Kenshin por su cuarenta cumpleaños. Había hecho una calamidad, una masacre por la que debía pagar en una aldea de campesinos, pero, en ella, oculto, había dejado un presente para el señor de la provincia de Echigo: una espada. No se trataba de una espada cualquiera, era la espada de Shingen, un arma magnifica que estimaba. Aquel regalo, oculto tras un sangriento ataque, era una muestra de su siempre dolorosa enemistad.
Observó al daimyō desde las alturas. Llevaba sujeta en el cinto la espada de Shingen junto a la suya propia. El daimyō había aceptado su regalo y respondería. Desearía que solo hubiera dejado la espada para que todos aquellos inocentes campesinos que poco o nada sabían de la guerra pudieran sobrevivir. Sin embargo, el precio a pagar por un presente de esa envergadura sería demasiado alto sin un mar de sangre ante él. Todos creerían que Kenshin se la arrebató en batalla a Shingen de esa forma.
El sake empezó a aparecer en todas las direcciones. Un grupo de hombres empezaron a tocar el shamisen en el centro de la celebración para alegrar los festejos. Tomó el sakazuki repleto de sake que le ofreció una de las sirvientas y dirigió un silencioso brindis en dirección a su daimyō. Le respondió imitando su movimiento, y los dos bebieron al mismo tiempo. En cuanto su sakazuki se vació, la sirvienta se lo rellenó silenciosamente. Le pareció una grosería pedirle que no lo hiciera, así que, cuando terminó de rellenarlo, le hizo un ademán para indicarle que ya se podía marchar. Así, evitaría que volviera a repetirlo. No le gustaría acabar demasiado aturdido durante esa noche de festejo.
Apenas el sake había rozado sus labios de nuevo cuando alguien lo empujó desde atrás. Su reacción no se hizo de esperar. Dejó el sakazuki sobre la barandilla de un fluido movimiento que no derramó ni una gota, colocó los dedos en torno a la empuñadura de su wakizashi y se volvió hacia el atacante. Esperaba agarrar a un hombre en lugar de la delicada muñeca de una mujer que gimió cuando se sintió atrapada. Avergonzado por su propio comportamiento, aflojó el agarre y la ayudó a estabilizarse con la mano que anteriormente sujetaba amenazadoramente su wakizashi.
— Lo lamento mucho.
La mujer, indudablemente, había tropezado. Seguramente, se pisó las faldas con las getas de madera. Desde que impusieron la nueva ley acerca de la longitud del vestuario de los invitados del daimyō, además de reducirse los ataques, habían aumentado los tropiezos.
— ¿Acostumbra a ser tan rudo con las mujeres?
— Le repito que lo lamento.
— ¿En serio? Hace un instante creí que iba a ensartarme…
¡Qué mujer más molesta! Las manos que habían sujetado sus muñecas delicadamente para evitar que se cayera sobre él reforzaron el agarre. Le obligó a levantarlas hasta la altura de su propio pecho para que lo mirara a la cara. Le encantaría saber si la mujer seguía siendo tan valiente frente a la mano derecha del daimyō, el general de más alto rango, al mirarlo a los ojos. No estaba acostumbrado a que absolutamente nadie utilizara ese tono de reproche con él. Merecía respeto; se lo había ganado en batalla.
Esas mismas palabras se le atragantaron cuando la misteriosa desconocida lo miró al fin. Le gustaría decir que fue la ausencia de miedo o respeto hacia él en su mirada lo que lo asombró, pero, en realidad, fue su belleza. Parecía un ángel de la noche. Aquellos ojos del color de la madera bajo un día lluvioso eran intensos, expresivos y cargados de valor. A su vez, estaban enmarcados por unas femeninas pestañas largas y curvas que, sorprendentemente, combinaban con ellos. La tez era blanca y pura, desprovista de polvos o cualquier otro tipo de maquillaje para conseguir esa pureza. Parecía tan suave que le temblaban los dedos por las ganas de acariciarla. Los labios se alzaban rojos y carnosos en una sensual invitación. La habría besado hasta dejarla sin aire en los pulmones; quizás debiera hacerlo en castigo por su falta de respeto. Después, le quitaría hasta el último kanzashi que recogía esa portentosa melena azabache que lanzaba destellos bajo la festiva iluminación del salón. Cada rasgo de la mujer era femenino y hermoso.
El kimono, al igual que la bella mujer que lo portaba, tampoco pasaba desapercibido. El color verde era el principal de su vestimenta y le sentaba muy bien. Caía hasta sus pies y se arrastraba por detrás, tal y como había sido indicado. Motivos florales dorados y rojos decoraban con exuberancia el tejido de arriba abajo. Las mangas le llegaban hasta los tobillos aunque en esos momentos no cumplían la función de cubrir sus manos porque él las sostenía. El obi era completamente rojo con un obijime dorado. No podía dejar de pensar en que usaba un furisode, lo que le indicaba, por una parte, que era una mujer joven, algo más que patente, y, por otra parte, que estaba soltera.
— ¿Va a decirme algo? ¿Se ha vuelto de piedra mirándome por algo en particular?
¡Diablos, qué carácter! Era justo su tipo en todos los sentidos. El daimyō le dijo que debía relajarse; quizás le hiciera caso esa noche. El festejo ya estaba lo suficientemente vigilado, podía permitirse una maldita noche.
— La invitaré a…
— ¡Tengo prisa!
La mujer intentó apartarse de él aunque no le había soltado las muñecas. En respuesta, se mantuvo firme sin hacerle daño. ¡Qué descortesía intentar despacharlo sin haber terminado de escucharlo! Al parecer, estaba perdiendo tacto con las mujeres. Nunca lo habían rechazado de esa forma tan brusca.
— ¿Por qué tiene tanta prisa?
— Me están esperando…
— ¿Algún pretendiente? ¿Está comprometida?
— No...
— Entonces, pueden seguir esperándola.
El alivio que había sentido al escucharla no podía ser descrito.
— El daimyō no puede esperar.
Esas palabras lo dejaron helado. No era nada fura de lo habitual que mujeres de la belleza de aquella intentaran hincarle el diente a alguien de su categoría. Estaba claro que, en su posición, podía exigir la mejor calidad en cuanto a féminas se refería. Los hombres luchaban en las guerras en el campo de batalla mientras que las mujeres tenían su propia guerra en torno al daimyō. Nunca se había molestado en prestar demasiada atención a ese respecto. El señor se divertía gozando de los placeres con los que lo deleitaban las mujeres con objeto de ganarse su favor. Por primera vez, la actitud de su señor lo indignó.
Soltó una muñeca de la mujer y utilizó el brazo para rodearla y empujarla hacia un rincón más apartado donde poder cortejarla sin la visión del tan codiciado daimyō interrumpiéndolos. No quería que mirara al otro o que lo deseara. Estaba harto de que todas las mujeres solo tuvieran ojos para su señor. Él también era un hombre, también tenía necesidades, sueños y deseos. En ese momento, deseaba a aquella mujer para él y solo para él y no la compartiría con nadie. ¿Qué podía hacer para que su mirada se desviara de un señor de la guerra hacia un general de casta más humilde?
— ¿Qué cree que está haciendo? ¡No estoy aquí para divertirlo a usted!
— Muy bien. — aceptó — Entonces, seré yo quien la divierta.
Su rechazo no lo desanimaba. Estaba decidido a conseguir lo que quería. Pero, ¿cómo? No podía conseguir flores que regalarle en ese momento; para cuando las tuviera, ella ya estaría en el lecho del daimyō. Podía intentar recitarle un haiku, pero tanto él como su maestro sabían que la poesía no estaba entre sus talentos. Narrarle una batalla estaba totalmente descartado. Solo se impresionaba a las mujeres de barrios rojos con ese tipo de historias y aquella era una mujer con clase. Siempre llevaba encima su shakuhachi, pero no era ni el momento ni el lugar para tocarla.
— Me estoy aburriendo mucho…
— ¿Siempre eres tan brusca con los hombres?
— Solo con los perdedores.
¿Perdedor? ¡Él no era ningún perdedor! Si le impresionaban los hombres con poder, le demostraría cuál era el suyo. El daimyō era el único hombre que estaba por encima de él en toda la provincia.
— Por si no lo has notado, soy la mano derecha del daimyō, el general de primer rango de su ejército. — se jactó — Me escogió cuando era poco más que un niño para esta labor. Hay quien me considera su hijo adoptivo.
— ¡Qué hombre tan interesante! — exclamó con mal disimulado sarcasmo.
Intentó hacer sitio para escapar de su confinamiento, pero él se lo impidió ocupando el único hueco por el que podía huir con su otro brazo. Estaba totalmente atrapada. Jamás había necesitado atrapar de esa forma a una mujer para que le prestara atención. Lo estaba volviendo loco. Aquella pérdida de control no era en absoluto propia de un general de su rango. Si se comportara igual en el campo de batalla, hundiría toda la provincia.
— Me parece que no ha entendido cuál es mi posición…
— ¡Claro que lo he entendido! ¡Un segundón! — lo empujó del pecho utilizando el dedo índice como si fuera una daga — ¿Parezco la clase de mujer que se conforma con la sombra de un daimyō?
— ¡Mujer descarada! Lamentarás…
— Haberte conocido, — terminó por él — sin duda alguna.
Algo explotó dentro de él. No sabía que fuera capaz de nada parecido hasta que esa mujer apareció ante él. Siempre había sido una persona calmada, sosegada y paciente que, lejos de perder los estribos, meditaba profundamente y actuaba en frío. La mujer lo había calentado, lo puso al rojo vivo y lo llevó aún más lejos. En toda su vida se había sentido tan colérico como entonces y nunca sintió celos de su daimyō hasta ese momento. El dinero le daba igual mientras tuviera un techo bajo el que cobijarse y comida, no deseaba poder. Todo cuanto podía envidiar de su señor le era totalmente ajeno; todo menos la mujer que acababa de conocer.
Le rodeó la garganta con una mano con la clara intención de estrangularla. La mataría antes que permitir que el daimyō le pusiera las manos encima y destruyera su fortaleza y su pasión. Esa mujer era puro fuego por dentro. Sin embargo, su intención inicial se disipó al sentir la suavidad de su piel contra la palma de su mano. Detectó un movimiento de la joven, que se resistía al ataque, a la altura de la cintura, pero antes de que tratara de defenderse, se inclinó y atrapó la queja que se escapaba de entre sus labios femeninos con los suyos más duros y bruscos. Nadie los veía, nadie sabía que estaban ocultos en ese rincón. Eran solo ella y él. Le importaba bien poco la fiesta a sus pies, la música, el sonido lejano de las conversaciones o la posibilidad de un maldito ataque. Si tenía que ser condenado por algo, que fuera por romper toda norma del decoro tomando a esa mujer contra una pared en un lugar público.
Intentó apartarse de él. Sacudió la cabeza buscando la forma de librarse de su agarre y de sus labios que parecían haberse adueñado de ella. En respuesta, hizo más presión en su garganta, obligándola a entre abrir los labios. Más tarde, cuando viera la piel enrojecida por culpa de sus manos, se sentiría culpable. En ese momento, aprovecharía cada oportunidad de dominarla. No se le iba a escapar entre los dedos, no lo consentiría. Introdujo la lengua entre sus labios sin sorprenderse de que intentara morderlo. En respuesta, le regaló otro apretón de garganta que la obligó a mostrarse dócil. Entonces, tomó su boca y la arrasó hasta que cada vestigio de resistencia desapareció por completo. Era suya desde entonces y para siempre.
El beso se vio interrumpido de la forma más inesperada. La exclamación ahogada de una sirvienta y el ruido que emitieron los sakazukis al romperse contra el suelo los alertaron. Soltó a la mujer que había acorralado y se volvió para tranquilizar a la sirvienta. No quería que pensara que estaba violando a una invitada o algo parecido. Los rumores corrían de prisa y él era la mano derecha del daimyō; todos los conocían.
La mujer estaba nerviosa: balbuceaba una disculpa y los miraba sin terminar de determinar si aquel arranque de pasión era consentido por las dos partes. Dio un paso hacia ella, consternado, tratando de explicarse. Justo en ese instante, la hermosa azabache se le escapó de entre los dedos. Se movió tan rápido, con tal fluidez y sigilo que no tuvo tiempo de detenerla antes de que tomara las escaleras que la llevarían al piso inferior, donde se concentraba la fiesta. No podía seguirla inmediatamente; no sin haber solucionado aquel incidente con la sirvienta.
— N-No diré nada Inuyasha-sama.
A pesar de la lealtad de la sirvienta, trató de darle una explicación que ni a él mismo le sonó sincera. Para ser sincero, solo podía confesar que intentaba devorar a esa mujer, marcarla al rojo vivo con su piel, poseyendo cada milímetro de su cuerpo. Por consiguiente, tuvo que idear una mentira en absoluto convincente.
Se disculpó con la sirvienta de nuevo y bajó las escaleras de dos en dos en busca de la mujer que lo había enfrentado con tanta fiereza. Aquel tropiezo no podía haber sido pura casualidad. Estaba convencido de que esa mujer era la definitiva y, en esa ocasión, no se equivocaba. Nunca antes había sentido una pasión tan arrolladora hacia ninguna otra mujer y estaba seguro de que jamás la sentiría. Además, ella también lo sentía. Podía engañarse a sí misma si lo deseaba, pero, cuando la besó, no opuso suficiente resistencia, se rindió muy rápido, y había empezado a devolverle el beso justo cuando los interrumpieron.
Se movió entre la multitud como un perro rastreador hasta dar con ella colgada del brazo del mismísimo daimyō. Era increíblemente rápida. Su señor la miraba como si fuera un ángel caído del cielo. Sabía que una belleza como la suya no pasaría desapercibida para un hombre de sus apetitos. Desearía darle un puñetazo en la cara, arrancársela del brazo y arrastrarla de nuevo a un rincón oscuro donde la poseería hasta dejarle bien claro quién era el hombre que estaba destinado a poseerla.
— ¡Inuyasha!
Su señor lo llamada y la hermosa azabache le dirigía una sonrisa venenosa que le hizo sospechar que ella tenía algo que ver con la llamada del daimyō. No temía a su señor, pues no se dejaría engañar por una mujer que recién conocía por muy pronunciada que fuera su belleza. Ahora bien, las artimañas de una mujer podían llegar a ser peligrosas, colocándolo en una posición poco satisfactoria. De nuevo, la mujer de la que se había prendado no podría ser más problemática.
— Kenshin-sama.
Hincó la rodilla en el suelo como correspondía la etiqueta para un general y le hizo una reverencia a sus pies antes de alzarse ante él con la cabeza de altura que le sacaba. Si bien su señor era un gran estratega, no tenía el físico de un guerrero. Además, se daba demasiado a la bebida. Estaba seguro de que su sakazuki había sido rellenada varias veces ya a juzgar por el tono rojizo de su nariz. Kenshin bebía demasiado para su bienestar, ya se lo había advertido en demasiadas ocasiones. Su mayor debilidad era el alcohol y, después, las mujeres.
— ¿Has sido tú quien ha intentado estrangular a esta preciosa criatura?
No podía creer que se lo hubiera contado. ¿Y cómo no hacerlo? En esa tez tan clara era imposible no distinguir las marcas rojizas de unos dedos que habían presionado un poco más de la cuenta. Ahí estaba esa sensación de culpabilidad que sabía que experimentaría en cuanto contemplara los estragos de su ansiedad mezclada con la excitación. Todavía estaba erecto por ese beso, algo que resultaría verdaderamente humillante si el hakama no cubriera tan bien la protuberancia.
— Señor…
¿Qué explicación iba a darle? La única verdad era que quería hacerle el amor de la forma más ruda, apasionada y salvaje posible para que las marcas que quedaran en su cuerpo fueran visibles para todos. Así, cualquiera que la viera sabría que era suya.
— Creía haberte enseñado a tratar mejor a las mujeres.
— Sí, Kenshin-sama.
Agachó la cabeza como un niño pequeño que estaba recibiendo una regañina.
— Hay que cuidar mejor a las bellezas como esta jovencita.
Se quedó paralizado cuando el daimyō por el que juró dar su vida le levantó el mentón a la mujer de la que se había enamorado a primera vista. Ahí estaban, a muy poca distancia el uno del otro, mientras que ella aún tenía los labios hinchados por sus apasionados besos. ¡Perra traidora! La castigaría por haberle hecho pasar aquel calvario. Sí, haría exactamente eso cuando el daimyō se cansara de ella, porque, le gustara o no, la suerte estaba echada. Kenshin había escogido su próxima conquista.
— ¿Cuál es tu nombre, querida?
— Akane, Kenshin-sama.
Estaba mintiendo. No sabía el porqué de su engaño, puesto que decirle la verdad al daimyō le aseguraría un modo bastante lucrativo de vida, pero mentía. Lo notaba en cada fibra de su ser. Siempre había tenido muy buen ojo para los traidores y para los mentirosos, y todas sus alarmas se habían activado de golpe. La supuesta Akane ocultaba algo. Había perdido la confianza que antes demostraba su tono de voz, su mirada se había desviado durante una fracción de segundo y había cambiado de peso de un pie a otro de forma seductora. Su razón intentaba decirle algo, pero su pene tenía el control en ese instante.
— Creo que es hora de que me retire.
Todos sabían lo que eso significaba. El daimyō jamás haría algo tan vulgar como invitar a la dama a sus aposentos. Simplemente, la mantendría colgada de su brazo y caminaría junto a ella como si le perteneciera, guiándola en una silenciosa caminata hacia su alcoba. Él no necesitaba pedir permiso para tenerla y ella no oponía ninguna resistencia. ¿Por qué no era lo bastante bueno para la azabache? ¡La mataría por aquello! Se vengaría de ella por hacer que la deseara hasta los límites de su cordura para luego irse con otro y también se vengaría de ella por hacerle desear decapitar al hombre al cual juró lealtad.
Aunque sabía que no podía oponerse a lo inevitable, hizo un intento. Daría lo que fuera porque ella no se convirtiera en otra amante del daimyō.
— Señor, aún es pronto. ¿No debería…?
— Nunca le des órdenes a tu superior, Inuyasha. — volvió amonestarlo con tono jocoso — Otros asuntos mucho más importantes requieren mi atención.
Sí, sabía muy bien cuáles eran esos asuntos. Asintió con la cabeza luchando por contener la oleada de celos que lo recorría de los pies a la cabeza. Si daba rienda suelta a su rabia, sería capaz de matar al mismísimo Uesugi Kenshin con las manos desnudas. Para su desgracia, la mujer no se lo ponía fácil. Dio un grácil paso hacia él y le ofreció la mano para que la besara en señal de cortesía. La odió por hacerlo. La muy perra sabía que la deseaba, sabía cuánto la ansiaba, y que estaba ardiendo por dentro por la furia contenida.
Tomó su mano con cautela; no podía permitir que el daimyō notara lo que sentía por la azabache. Ya se interpuso una vez entre ellos una mujer que no deseaba recordar.
— Debe ser terrible ser siempre un segundón, ¿no? — se burló en un susurro solo audible para ellos.
Apretó tanto los dientes que los escuchó rechinar. La misteriosa mujer le sonrió con la cabeza bien alta y se marchó del brazo de Uesugi Kenshin sin volver la cabeza hacia atrás ni una sola vez, completamente decidida a ser otra muesca en el corazón del daimyō. ¡Peor para ella! Lo lamentaría cuando su señor se deshiciera de ella, como siempre hacía. No importaba cuan bellas o talentosas fueran, siempre terminaban saliendo por la puerta de atrás como un sucio secreto. Entonces, recordaría que, pudiendo haber tenido todo el amor de un hombre que daría su vida por ella, escogió a un hombre que nunca la amaría.
En esa ocasión, cuando volvieron a ofrecerle sake, aceptó la oferta y se lo bebió de un trago. En seguida fue rellenado su sakazuki. De repente, le vino a la cabeza como un rayo el momento en que la joven dio el nombre falso. ¿Por qué mentir? Cambió de peso los pies para distraer al daimyō, para encubrir la mentira a pesar de que a él no pudo engañarlo. Entonces, cayó en la cuenta de que estaba entrenada para mentir o, al menos, debía tener mucha práctica. Sabía cómo distraer a un hombre mientras pronunciaba mentiras. Trataba deliberadamente de desquiciarlo a él, la mano derecha del daimyō. Cuando la arrinconó, notó que intentaba sacar algo de su obi. La verdad cayó sobre él como el agua del río en pleno invierno. ¡Estaba armada! Shingen se había reservado el mejor regalo de cumpleaños para el final.
Continuará…
