Calor y paz inundaban mi alma como no lo había sentido desde que aquella maldita cadena se había cortado, una cadena que me ataba a un cuerpo que no quería y a una vida que odiaba. Por eso la corté de raíz. Un hombre solo es un hombre desahuciado y para mí ya no podía existir una enésima oportunidad. Cerré los ojos y me dejé llevar.
Me desperté bañado en sudor, no recordaba nada, sólo aquella sensación de bienestar que me había invadido cuando aquella mujer (¿Shinigami había dicho que se llamaba?) posó la empuñadura de su espada en mi frente. No me lo explicaba. No recordaba nada pero sí sabía una cosa: estaba muerto. Ahora me encontraba en una especie de pueblo oriental. ¿Era eso el cielo? Desde luego que no me lo pareció así.
Pasó el tiempo y me dí cuenta de que aquello no era el cielo. Tampoco podía ser el infierno, pues no puedo decir que no experimentara momentos de agradable comodidad y, por qué no decirlo, de felicidad y paz interior. Pero no todo era así, la vida no era fácil y había que estar siempre atento para encontrar algo que comer en aquel pueblo.
¿Era entonces aquello el purgatorio? Podría decirse que sí, que era el lugar donde debía expiar todas mis culpas, corregir todo aquello en que había fallado, lavar mis delitos. Era el lugar donde se suponía que debía comenzar una nueva vida.
Se me ofrecía esa oportunidad. ¿La merecía? No, en absoluto no la merecía. Yo, que había huido de la propia vida, no merecía una segunda oportunidad. ¿O acaso vivir era mi condena? ¿Era eso? ¿Acaso el destino me había condenado a nacer de nuevo? ¿A sufrir de nuevo?
No, no podía ser eso. Los sacerdotes que habían tratado de ayudarme habían hablado muchas veces de la misericordia de Dios. Aquella nueva oportunidad debía ser eso, fruto de aquella misericordia de la que tanto hablaban y a la que poco caso hacía. Debía ser eso. Tenía que serlo. Era el clavo ardiente donde agarrarme. Si era así, aún quedaba esperanza para mí.
Durante un tiempo fui un hombre solitario. Me relacionaba lo justo con la gente y no llegaba a entablar ninguna conversación que fuera más allá de la rutina diaria. Había conocido mucho dolor en mi vida anterior y no quería volver a cometer los mismos errores. Si me encerraba en mí mismo sería menos vulnerable. Había intentado demasiadas veces ser aquello que el mundo me pedía que fuera, pero estaba cansado... Si me recluía en mí mismo nadie sería capaz de hacerme daño.
Ese era mi gran plan, si no quería ser herido ni herir lo mejor era convertirse en el hombre huraño y solitario del poblado. Ese del que los años terminan contando misteriosas historias a la luz de una hoguera tratando de infundir temor en los pequeños y jóvenes.
Pero pasó el tiempo y mi plan maestro fue desvaneciéndose. Sin darme cuenta, bajé aquellas falsas defensas. Las conversaciones poco a poco se iban alargando y haciendo más y más profundas. Habíamos pasado del frío saludo a la confianza y, al final, la muralla se había derrumbado convirtiéndome en aquello de lo que había tratado de huir: un hombre vulnerable.
Vulnerable porque me afectaba lo que decían los demás. Vulnerable porque me conocían y trataban de ayudarme. Vulnerable porque la frialdad con la que trataba al mundo fue descubierta como máscara para ocultar una debilidad sin igual fruto de años de machacar día tras día, hora tras hora, mi alma durante años.
Me iba enterando de cosas, aquello no era el cielo o el purgatorio. Era un mundo llamado Sociedad de Almas, que era donde realmente iban las almas tras la muerte... como una nueva vida pero no sujeta a las vicisitudes del tiempo mortal. Más concretamente aquello era el Rukongai Oeste, Distrito 57.
No era el mejor pero tampoco era el peor que existía.
Poco a poco fui relacionándome más y más con el mundo que me rodeaba. Las distancias que me separaban de mis nuevos vecinos eran cada vez menores y cada vez me sentía más débil pero, irónicamente, más tranquilo. Podía descansar mis penas en otros, una sensación que nunca antes había experimentado y que me reconfortaba enormemente.
Pero sobre todo, si algo cambió mi vida en aquellos años no fue otra cosa que la llegada de un vendaval con forma humana llamado Yonas. Un vendaval que me enseñó qué era aquello tan manido de la amistad.
Fue a los dos años de mi llegada allí. Un día, como si nos conociésemos de toda la vida, Yonas apareció en el bosque donde solía estar y se acercó a mí. Sin que yo le invitara, se acercó a mí para darle un vuelco completo a todo aquello que pensaba que había afirmado de forma estable en mi existencia y que, afortunadamente, no era así.
Yonas aparentaba la misma edad que yo, pero llevaba en el Rukongai décadas, casi un siglo. Era de complexión normal y, según me dijo, procedía del este de Europa. A él le debo la mayor parte de las cosas que aprendí durante ese tiempo, pero, sobre todo le debo una cosa en especial: mi nombre. Sí, fue él el que me dio el nombre de Rido y el que consiguió derribar del todo mi barrera, aquel muro que, yo creía, era infranqueable, a base de sonrisas y bromas.
Entre los dos nos las arreglábamos para conseguir lo que necesitábamos en cada momento. Solíamos dar largos paseos por el campo y sentarnos a comentar nuestra visión del mundo, nuestras inquietudes y nuestras experiencias. Poco a poco la amistad entre nosotros se fue fortaleciendo hasta el punto en que acabé por llamarle hermano. Es curioso, "hermano" era una palabra que nunca antes había conocido.
Era una sensación nueva para mí. Por lo que recordaba de mi vida mortal, no había mantenido amistad con nadie. Siempre había estado solo. Mis padres me habían abandonado al nacer y había pasado mi vida en hogares de acogida a los que no podía haber llamado "hogar". Luego la calle y, al final, un callejón sin salida.
Comparado con aquello, ésto era un paraíso. Sí, la vida era dura y sobrevivir en el Rukongai no era fácil, pero al fin había encontrado un sitio al que llamar "hogar" y gente a la que llamar "mi familia": Yonas, la gente del distrito...
Sin embargo, un día, de repente, Yonas desapareció sin dejar rastro. Era el lazo más importante que tenía, incluso más importante que cualquiera que había tenido en mi vida mortal. Siempre había sido una persona solitaria hasta que llegué aquí y Yonas se había convertido en el hermano que nunca había tenido.
Ahora, volvía a estar sólo. Tenía, sí, al resto de mi "familia", gente del distrito que, viendo el estado en el que la marcha de Yonas me había dejado, se desvivían por ayudarme. Reconozco, ahora me doy cuenta de ello después de tantos años, que no les debió ser fácil
Me percaté de que si seguía así volvería a cometer muchos errores, volvería a encerrarme en mi propio mundo amurallado y a correr sin mirar hacia un callejón sin salida, como me había sucedido en vida. Pero no podía imaginarme salir de ese atolladero sin Yonas. Así que decidí ir a buscarlo.
Estaba decidido, no huiría como había hecho otras veces. Aquel hombre vestido negro, al tocarme con su Zampakutou me había concedido la oportunidad definitiva. Y mi nuevo hermano y la gente del distrito me habían enseñando que un hombre que huye de los problemas no hace más que aplazarlos. Si no me enfrentaba a los problemas, a los obstáculos, a las pérdidas... nunca viviría tranquilo.
Emprendía largas caminatas de días, incluso de semanas, tratando de encontrar a Yonas; pero mi esfuerzo parecía inútil: parecía haberse esfumado de la faz de la tierra. Pronto me di cuenta que los peligros acechaban cada vez más y que yo no era lo suficientemente fuerte. Afortunadamente, pude evitar algunos obstáculos utilizando la mente, pero no bastaba. Tenía que conseguir llegar a ser lo suficientemente fuerte como para poder salir detrás de él. No importa lo que tardara, en mi mente nunca sería demasiado tarde, nunca me rendiría. Pero, ¿cómo?
Entonces vi pasar, a lo lejos, un shinigami. Un shinigami como aquel que, un día que cada día quedaba más y más lejano, había enterrado mi alma y la había conducido hasta donde estaba ahora. Entonces la mente se me iluminó, sí, entrenaría duro e intentaría ingresar en la academia, donde seguiría entrenando hasta hacerme cada vez más y más fuerte.
Comencé a entrenarme duro por mi cuenta. Practicaba con los árboles, con las piedras... volví a convertirme prácticamente en un ermitaño. Muchas veces el cansancio me agotaba, pero no podía detenerme. No. Tenía un objetivo en mente y aunque tuviera que pasar la eternidad golpeando aquellos árboles hasta hacerme lo suficientemente fuerte no me detendría.
Entonces, un día un hombre llamado Kunishi, ya anciano, que vivía en el mismo distrito que yo se acercó a mí y me dijo:
– Joven Rido, ¿por qué te peleas con los árboles? Ellos no tienen culpa de que Yonas no esté aquí. Así nunca llegarás a nada. Ven conmigo y yo te enseñaré los secretos del combate. Te ayudaré a entrar en esa academia si es que así lo deseas.
Viendo que sería la fórmula ideal para poder llegar a la academia, acepté su propuesta y fui a vivir con él. Era Kunishi un hombre misterioso, lacónico, hierático... No hablaba mucho de sí mismo, de su pasado o de lo que pensaba. Sin embargo, demostraba una gran y honda sabiduría, de esa que uno se da cuenta que procede de la más profunda experiencia.
Siempre me fascinó aquel hombre de mirada profunda y figura imponente y no logro adivinar por qué. El halo de misterio que le rodeaba, la soledad propia de un ermitaño en la que vivía y que realzaba ese misterio...
A pesar de ser conocido en el pueblo, poca gente iba de vez en cuando por su cabaña. Sólo uno, un tal Sugimura Kurono, se acercaba de vez en cuando hasta la cabaña y pasaba horas hablando con el maestro a solas. Luego averigüé por qué, pero creo que habría demasiadas cosas por explicar antes de comenzar a revelar la verdadera historia del maestro. Así que, si me permitís, dejadme continuar con el relato de mi vida con el maestro Kunishi.
Todas las mañanas nos levantábamos al rayar el alba para entrenar duramente el aspecto físico. Entrenábamos incansablemente y casi sin parar hasta el anochecer. De este modo, noté rápidamente como mi fuerza física creció grandemente hasta llegar a un nivel más o menos estable en el que el progreso, de existir, era menos evidente.
– Pequeño amigo mío, – dijo entonces retórica – mi viejo y cansado cuerpo no puede enseñarte ya nada más. Has llegado a ser un guerrero temible.
– ¿Entonces estoy ya preparado para ir a buscar a Yonas?
– No.
– Entonces, maestro, ¿por qué dice que soy un guerrero temible?
– Porque es cierto, has llegado a ser un guerrero temible. Ahora te enseñaré a ser un shinigami. Si realmente quieres convertirte en alguien lo suficientemente fuerte como para recorrer todo el mundo en busca de aquel a quien llamas hermano, no te bastará con tu fuerza física. Debes potenciar tu energía espiritual, debes aprender a manejarla. Si no lo haces, nunca te convertirás en un buen shinigami y, sobre todo, nunca lograrás sobrevivir en este mundo.
– ¿Energía espiritual?
– Sí, "reiatsu".
– No comprendo, maestro.
– Tranquilo, todos, alguna vez, fuimos ignorantes. Pero recuerda que la sabiduría es más saber preguntar que saber responder. Observa.
Entonces, extendió su mano que se rodeó rápidamente de un aura azulada y translúcida que fluctuaba levemente, como las olas de un mar calmado.
– Esto es el reiatsu – explicó. – Mejor dicho, es su forma visible. El reiatsu está presente en todas y cada una de las células de tu cuerpo. Es una energía muy especial, presente en todas las almas, pero que sólo unos pocos escogidos, aquellos que tienen la cantidad suficiente, son capaces de manipular. Eso hace que, por ejemplo, tengas hambre – afirmó ante mi cara de asombro.
Desde entonces comenzamos a introducir largos ratos de meditación y de control del reiatsu en nuestros entrenamientos hasta el punto de que acabó por convertirse en la parte principal de la jornada académica.
Poco a poco se acercó el momento de partir hacia la Academia. Verla cada día más cerca hacía que crecieran en mí más ganas aún de esforzarme. Sabía que era la prueba final, hacerme Shinigami, ser capaz de encontrar a Yonas.
– Poco más te puedo enseñar. El resto debes aprenderlo por ti mismo. Has crecido mucho en fuerza y en espíritu. Es el momento de que vayas a la Academia y luches por tu sueño. ¿Estás seguro de que eso es lo que deseas? – me dijo mi maestro antes de partir.
– Sí, maestro, nunca había estado tan seguro de nada. Traeré de vuelta a Yonas cueste lo que cueste.
– Joven amigo, recuerda esto que te digo. Un shinigami tiene una responsabilidad demasiado grande como para rendirse a una causa egoísta. Recuérdalo siempre.
Asentí, di media vuelta y partí. Sí, nunca había estado tan seguro de lo que iba hacer. Ni siquiera el día que corté la cadena. Mis pasos se encaminaron hacia el lugar donde se realizarían las pruebas de ingreso. Me dije a mí mismo que lo conseguiría, que nada me detendría, y entré.
Las pruebas no fueron fáciles, todo lo contrario; sin embargo conseguí acceder en una buena posición en mi promoción. Los entrenamientos con el maestro habían dado su fruto y superé con mayor o menor destreza los obstáculos que se me fueron planteando. El primer paso estaba superado. Estaba más cerca de lograr mi objetivo. Estaba más cerca de encontrarle, de reunirme con mi hermano.
Habían pasado doce años desde mi muerte y mi llegada al Rukongai, diez desde que había conocido a Yonas, siete desde que hubiera desaparecido y seis desde que había comenzado a entrenarme a las órdenes de Hiruma Kunishi, mi maestro. Corría el año 4332 y estaba por comenzar una nueva etapa en mi historia.
