Tal como les comenté en mi perfil, es hora de mejorar las publicaciones hechas en mi adolescencia. Debido a la publicación de Ouroboros, he decidido dejar Historias de una Slytherin intacta y cambiar lo que deseo de la historia trabajándola mejor en Ouroboros.
Sin embargo, si quiero editar sintaxis, ortografía y gramática de esta historia, por lo que se harán pequeños cambios de redacción en los capítulos. También es posible que aumente el número de capítulos ya que esta versión no está completa: la publicación de la historia en Potterfics tiene 72 capítulos, mientras que aquí sólo aparecen 68.
Si tienen dudas, pueden mandarme MP.
Disclaimer: Los personajes de Harry Potter son de JK. Rowling. Esta historia es mía en su totalidad (exceptuando los pedazos de la saga que añadí en alguna parte y que señalaré para que puedan reconocerlos) y no autorizo su distribución parcial ni total. Sin más, disfruten del capitulo.
Capítulo 1: Compras en el Callejón Diagon.
La niña caminaba con parsimonia por las aceras del Callejón, mirando cada local y cada persona con la misma curiosa atención, como si fuese la primera vez que estuviera en aquel lugar. En realidad no era así, ya que procedía de una familia de magos y su abuelo la había llevado de paseo en varias ocasiones cuando iba a tomar algo al Caldero Chorreante pero ella sabía que era muy diferente ir del brazo de un adulto que controlaba sus pasos mientras caminaba con rapidez y sin oportunidad de observar o detenerse cuando quería. Era la primera vez que iba sola.
Se sentía contenta, más de lo que hubiera admitido en voz alta. Sus pequeños zapatos de charol resonaban de forma entusiasta en el empedrado y los ojos verdes le relucían de interés mientras las manos jugueteaban con la pequeña bolsa que resguardaba bajo su capa oscura.
Por supuesto, estaba consciente que todos la miraban mientras los esquivaba para llegar hacía donde deseaba dirigirse. Era desusado que una niña de su edad anduviera sola por allí, aunque los principales peligros de la Sociedad Mágica se hubieran esfumado hace varios años, aunque ese detalle era algo que a la chica no le importaba. Había rogado por semanas por una oportunidad de libertad como aquella y no iba a detenerse en su propósito por un par de ojos entrometidos.
Después de todo, éste era su día. Finalmente, tenía la edad suficiente para asistir al Colegio y la carta de la subdirectora había llegado a casa con la carta en color crema y el escudo de Hogwarts, mientras ella trabajaba en el jardín. La lista de los materiales que necesitaba era finalmente suya y una concesión para comprar una varita había sido otorgada. ¿Cómo iba a permitir que nadie más que ella misma comprara lo que hacía falta?
Una sonrisa incontenible se desbordó por fin de sus labios infantiles y, sin hacer caso de la mirada de un hombre vendiendo collares de la suerte fuera del lugar, la niña se echó a la espalda la larga cabellera castaña y entró en Flourish y Blotts.
El aroma de los libros nuevos y viejos la llenó, mezclado con el considerable número de personas que se condensaban allí en aquellas fechas, como todos los años. Ella echó un vistazo discreto a la multitud en busca de los que sin duda se convertirían en sus compañeros de colegio pero no vio a nadie que hubiese oído mencionar, lo que le hizo arrancar un suspiro. Muchos magos de "sangre pura" se conocían desde que eran muy pequeños y las amistades plantaban raíces de muy temprano, por lo que la niña tuvo esperanza de que, en alguno de sus viajes, se encontrara con un chico o chica de su edad. Pero su abuelo, a pesar de su trabajo, no convivía mucho con los demás y nunca tuvo la oportunidad de tan anhelados encuentros.
Al final el ruido de los clientes pidiendo sus libros al dependiente la hizo volver a la realidad y, resuelta, se adentró entre los estantes para tomar los libros que necesitaba y, de paso, curiosear por algún otro tomo que pedir después.
Mientras buscaba, no hizo uso de la lista que, por precaución, había llevado consigo, ya que se la sabía de memoria. En cambio, tomó distraídamente el primero de los libros encontrado "Mil Hierbas Mágicas y Hongos" de Phyllida Spore y registró su precio. El mismo proceso se repitió con los demás tomos que necesitaba, haciendo la cuenta mental de la cantidad de galeones que gastaría hasta que no quedó nada más que tomar. Entonces dudó ante la presencia de un tomo en blanco y se preguntó si debía comprar un diario también. Recordando entonces que su abuelo sólo le había prometido un regalo de cumpleaños adelantado, meneó la cabeza y se dirigió a la fila de los compradores a esperar su turno.
Mientras aguardaba, reparó en la presencia de un chico pálido de ojos y cabellos oscuros en la planta superior, mirando hacia abajo con un semblante ausente que cambió cuando la advirtió. Ambos intercambiaron una mirada sin embargo, antes de que la niña pudiese hacer algo prolongar el contacto, el dependiente de la librería reclamó su atención.
- Bien Señorita- dijo- ¿Qué libros pretende llevarse?
Ella puso la pila de tomos en el mostrador con cierto esfuerzo por el peso y añadió un puñado de monedas, el equivalente justo del pago. El dependiente mostró una sonrisa al comprobar que la cuenta era exacta y el intercambio fue hecho sin más problemas.
La bruja, al verse librada de ese menester, volteó hacía arriba en busca del chico de ojos oscuros sólo para descubrir que éste ya no estaba.
Un tanto decepcionada, la chica volvió a salir al Callejón, con los libros comprados ya seguros en la bolsa hechizada para no abultar ni pesar a su pequeña figura. Entonces volvió a andar por los adoquines, preguntándose si iría por el uniforme o por el resto del equipo primero.
Se decidió por el equipo al recordar su fascinación por las droguerías y sitios semejantes. Ya antes de recibir su carta estaba segura que su materia favorita en el Colegio sería Pociones porque aunque su abuelo no le hubiese permitido intentar hacer una todavía, la teoría sonaba fascinante. Así que no le costó nada elegir el caldero de peltre, el juego de viales (al final comprando 2 juegos y no uno como sugería la lista) y el telescopio.
Tuvo una pequeña discusión con el vendedor de la balanza de latón, que quería venderla más cara de lo que valía. Ella pudo comprobarlo porque escuchó el precio que le dio a un mago que estaba dos lugares delante de la fila. Ambos discutieron un rato y al final ella se salió con la suya, diciendo con indiferencia que entonces compraría la balanza en otra parte. El resultado fue que le hicieron un pequeño descuento sobre el precio real lo que la hizo sonreír otra vez mientras se encaminaba a la tienda de Madame Malkin para comprar las túnicas, el sombrero, la capa y los guantes.
En el lugar la dama se mostró encantada de ayudarle, y la niña se armó de paciencia al ver que le tomaban medidas, le enseñaban colores y texturas y la aconsejaban sobre la capa y el tamaño de los guantes. No le molestaba excesivamente escoger - después de todo, sabía cómo le gustaban las telas y cómo le gustaba que le quedaran- pero si estar allí parada sobre el banquillo, en una postura solemne y sin moverse ni un poquito.
Al final dio su dirección a Madame Malkin para que le enviara el juego de ropa y salió aliviada al frío de la calle para adquirir los pergaminos, las plumas y el tintero, que cambiaba de color según la personalidad del dueño. La niña se preguntó inmediatamente de qué color sería entonces su tinta pero pensó que lo descubriría al escribir y se sentó, un tanto fatigada, en la heladería de Florean Fortescue después de saludarlo apagadamente y pedir un helado de chocolate y vainilla con nueces.
Al pagarlo advirtió que, entre los pocos clientes de esa fría tarde, había una señora de cabello rubio platino vestida muy elegantemente que se dirigía al que debería ser su hijo, un chico con el mismo tono de cabello y facciones de líneas puntiagudas y sonrisa altanera. Los ojos del niño eran grises y se perdían en los alrededores, como en busca de algo interesante. Él la miró por un instante antes de que su madre exigiera marcharse y ella advirtió que llevaba un paquete bajo el brazo.
Se quedó allí durante un rato, pensativa y acabándose el helado. Estaba haciendo tiempo para la última de sus compras y la que le parecía la más importante y no quería que nadie más que el vendedor y ella misma fueran los testigos de la ocasión.
Así que dejó que el manto del atardecer cubriera el día lo más que pudo y al fin se levantó y se encaminó con paso vivo hacía el local de Ollivander. Sabía que, a partir de aquel momento, tenía poco tiempo, pues había prometido llegar temprano a casa, pero al llegar al estrecho local se detuvo, las mejillas arreboladas y el aliento ligeramente entrecortado.
Éste es siempre uno de los momentos más importantes en la vida de un mago o una bruja y su corazón latía más rápido ante la perspectiva. Sus manos titiritaron un segundo antes de encontrar la perilla de la puerta acristalada y abrir, lo que provocó el tañido de una campana que sin duda le anunciaría al hacedor de varitas de su presencia.
Entró ella, pues y cerró la puerta tras de sí, encontrando el local sin otra cliente que ella lo que había sido su propósito desde el principio.
Se sentó en el banco alargado y esperó. Por alguna razón, mientras sus manos se aferraban furiosamente una a la otra, el vendedor tardaba.
Ollivander hizo su aparición minutos después en el pasillo vacío, entre los polvorientos estuches de las paredes y se le quedó mirando con los orbes pálidos sin pronunciar una palabra mientras limpiaba un frasco de vidrio.
Largo tiempo estuvo la niña y el hacedor de varitas entablando conversación sin decir una palabra y al final él se sentó junto a ella en el banco alargado y sacó una cinta métrica del bolsillo, parecida a la de Madame Malkin, pero con diferentes valores en su superficie, valores que no tenían que ver con los centímetros o metros que calculaba la cinta de la modista.
- Así que vino por su varita esta vez, ¿Verdad, señorita? Pensé que vendría ayer, pero no importa. Quizá llegó en el momento preciso.-
Ella tenía una expresión medio divertida y medio desafiante en la cara. Le dijo suavemente, mientras extendía su brazo derecho:
- Nunca hago lo que se espera de mí, ¿O sí?-
Ollivander se limitó a sonreír ante esta afirmación y dejó que la cinta métrica tomara medidas mientras él iba al escritorio frente a los estuches en los estantes y sacaba dos cajas impolutas para ofrecérselas a su clienta.
- He tenido tiempo de pensar en qué clase de varita la escogería, señorita Blackmoon. He pensado en estas tres candidatas… ¿Me hace el favor?-
Extendió la primera caja, abierta.
-Varita de veintisiete centímetros de largo, madera de cerezo, elástica, ideal para Encantamientos, centro de pluma de unicornio- explicó mientras la niña la tomaba con timidez y la agitaba. Nada pasó y Ollivander la observó detenidamente mientras le ofrecía la segunda elección.
- Varita de veinticinco centímetros de largo, madera de caoba, rígida, ideal para Transformaciones, centro de pluma de Unicornio- la voz del anciano inundó la habitación y esta vez la mano de la niña fue más rápida en agitar la varita. Pero nada sucedió y el mago hizo a un lado las cajas.
La tercera caja era más larga que las otras dos y la varita era completamente diferente, ella se dio cuenta. Los ojos del Hacedor de Varitas y de la niña volvieron a encontrarse cuando la varita fue tomada. Blackmoon sintió como si agua recorriera su ser de arriba hacia abajo y comprendió que la Búsqueda había finalizado.
- Treinta y seis centímetros de largo, madera de ébano, centro de pluma de fénix, lisa y ligeramente elástica, aplicada tanto para Encantamientos como para Transformaciones- recitó el anciano, poniéndose en pie y arreglando el poco desorden de su local. - ¿Está usted contenta con la elección?- le preguntó.
Ella miró su varita antes de responder, maravillada ante el modo en que la madera parecía adherirse amorosamente a sus dedos y se preguntó en qué manera se vería ella sosteniéndola.
- ¿Usted no?- replicó entonces, sosteniendo la varita en su mano derecha mientras la izquierda buscaba el pago de su tesoro.
- Yo simplemente creo que nos dará usted algunas sorpresas, señorita Blackmoon- respondió el mago con sencillez, recibiendo los galeones y despidiéndola con cortesía.
Los últimos metros antes de encontrar la chimenea pública del Callejón Diagon los hizo la señorita Blackmoon en completo silencio.
