Anuncio de responsabilidad: Todos los personajes pertenecen a Andrew W. Marlowe, a pesar de que han encontrado su propio camino a mi corazón.


¿Cómo podía haberla perdido?, se preguntó Castle. Idiota, ¡idiota! Un minuto Kate estaba ahí y, al siguiente, había desaparecido. Y no debería estar sola ahora mismo, definitivamente no debía estar sola.

Cuando la Capitana Gates les había convocado en su oficina esa mañana, había preguntado por los dos, por él y por Beckett. Esa debería haber sido la primera señal de que lo que les tenía que comunicar era algo grande. Cuando entraron en el despacho y vieron a Esposito y Ryan ya dentro, de pie en una esquina, con rostros sombríos… No esperaban este tipo de noticias hoy. En realidad, no las esperaban nunca. Casi catorce años de nada, y de repente, como caído del cielo, ¡Bang!

El corazón de Castle comenzó a latir con fuerza en su pecho, un zumbido le llenó los oídos, su visión se nubló levemente en la periferia… Y si él se sentía así, entonces… ¿Qué debía de estar pasándole a Kate?

Sin girar la vista en su dirección, Castle alargó el brazo hacia ella, encontró su fina mano sobre su regazo, y se la cogió entre sus dedos. Kate no reaccionó al contacto. El escritor le notó la mano fría, podía sentir cómo le temblaba. La miró. Los ojos de ésta estaban vacíos, su mirada, perdida. Su rostro estaba muy pálido, como si toda la sangre hubiese sido drenada de su piel. Su respiración era superficial. Su pecho subía y bajaba irregularmente.

—Señor Castle —la voz de la Capitana Gates parecía venir de muy lejos. Un segundo más tarde, una mano se posó sobre su hombro. El escritor miró hacia atrás. Esposito estaba de pie junto a él.

—Castle… Deberías llevarla a casa —le murmuró con la cara seria.

Al escritor le llevó un minuto procesar lo que le decían. Asintiendo levemente, se levantó de la silla y tiró de la mano de Beckett con suavidad.

—Kate, vamos —susurró. Su voz sonaba ligeramente ronca; tenía la garganta seca.

Ella no se movió en absoluto. Castle la agarró por los codos y lentamente la puso en pie. Luego le pasó un brazo por la cintura y la guió fuera del despacho y a través de la zona abierta de mesas. El escritor se detuvo junto al escritorio de Kate, bueno, el que había sido su escritorio hasta hacía cuatro semanas, y cogió su bolso y su chaqueta.

En el corto viaje de descenso en el ascensor, Beckett no dijo nada. Era como si ni siquiera estuviera allí. Sus ojos estaban faltos de vida, no se centraban en nada. Parecía como si estuviera muy lejos, sumergida en lo más profundo de su mente, en un lugar donde nadie podía alcanzarla. Un fantasma.

Castle la arrastró hasta fuera y buscó un taxi libre. Tratando de llamar la atención de un taxista que se aproximaba, el escritor levantó el brazo con el que sujetaba las cosas de Kate, y el bolso cayó al suelo. La cremallera estaba medio abierta y todo el contenido se esparció por la acera. Soltó a Kate, sólo por un segundo, para agacharse y recoger las cosas. Cuando se volvió a levantar, ella ya no estaba. Castle giró en un círculo, mirando a su alrededor, sus ojos buscando desesperadamente en todas direcciones, intentando divisar un atisbo de su cabello castaño, de su blusa azul marino, pero Kate había desaparecido. Inmediatamente, Castle sacó su móvil y marcó el número de Beckett. El teléfono de ésta sonó dentro del bolso, el bolso en brazos del escritor. ¡Maldita sea! Corrió hacia el interior de la comisaría con la pequeña esperanza de que quizás Kate hubiera vuelto a entrar. Le preguntó al oficial de guardia si la había visto. El hombre negó con la cabeza. Castle estaba empezando a sentirse mareado, le costaba respirar, los latidos de su corazón le amartillaban los tímpanos. ¿Dónde podía haber ido Kate? Se apresuró a salir a la calle y paró un taxi.


Cuando llegó al edificio de Kate, se adentró veloz en el vestíbulo y —gracias a dios encontró allí al conserje.

—¿Has visto a la Detective Beckett? —le preguntó, sin aliento, al hombre.

—¡Buenos días, señor Castle! Sí, está arriba. Había perdido las llaves así que le abrí la puerta de su... —Castle se apresuró a subirse al ascensor antes de que el conserje hubiera terminado de responderle.

—Gracias —añadió el escritor justo antes de que se cerraran las puertas.

Al llegar a la planta del apartamento de Beckett, Castle atravesó el pasillo en cinco grandes zancadas, llamó a la puerta y esperó un momento.

—¡Kate! —llamó otra vez con el puño, más fuerte. Ella no abrió. El escritor rebuscó en el bolso y encontró las llaves—. ¡Kate! ¡Voy a entrar!.

Rick deslizó la llave en la cerradura, la giró y empujó la puerta. Ésta se abrió unos centímetros pero luego se paró en seco. La cadena de seguridad estaba echada por dentro.

—Kate, abre la puerta —exigió él—. Déjame entrar —esperó durante veinte largos segundos pero no oyó más que silencio absoluto—. ¡Mierda, Kate! —gritó, su voz resonando por todo el pasillo—. ¡Si no abres, te juro que tiraré la puerta abajo! —enseguida se dio cuenta de que no conseguiría nada hablando y alzando la voz de ese modo. Respiró hondamente para calmarse y acercó la cara al hueco abierto de la puerta—. Por favor, Kate —susurró con voz llena de suplica y lágrimas de desesperación—. Sólo… Por favor...

Tras un momento, la puerta se cerró suavemente. Castle oyó como alguien soltaba la cadena y, luego, silencio. Giró el pomo y, despacio, abrió y entró. El apartamento estaba envuelto medio en penumbra. Las cortinas del salón estaban corridas a medias y no había ninguna luz encendida. Kate estaba detrás de la puerta, sus ojos rojos y todo su cuerpo temblando ligeramente. El escritor dejó caer el bolso y la chaqueta al suelo y la rodeó con los brazos en el mismo instante en que ella se desplomaba sobre él. La mujer empezó a llorar tan fuerte que no podía mantenerse en pie. Castle la cogió en brazos y entró en la sala de estar. Sentándose en el sofá, la colocó sobre su regazo. Ella le rodeó el cuello con los brazos y presionó la cara contra el hueco de su hombro. Sintiéndose totalmente impotente, Castle no pudo hacer otra cosa que abrazarla con fuerza, frotándole la espalda de modo tranquilizador y simplemente dejando que llorara sus penas para sacarlo todo fuera del cuerpo, para dejar que salieran todos los sentimientos y emociones que había escondido dentro de sí durante años. Enseguida, la camisa del escritor se empapó con las lágrimas que Kate no podía dejar de derramar. Sus desoladores gemidos le llenaban los oídos, y Castle notó como sus propios ojos se humedecían. Una o dos lágrimas rodaron por sus mejillas y cayeron en el cabello de Beckett. Cuando ésta comenzó a temblar, cogió una manta que colgaba del brazo del sofá y se la puso por encima.


Pasada una larga y dolorosa media hora, Kate se tranquilizó. Cada pocos minutos, sólo un pequeño sollozo o una sacudida de hipo rompían el silencio. Su respiración se fue acompasando lentamente, el puño que tenía férreamente cerrado en torno al cuello de su camisa perdió fuerza y, finalmente, sucumbiendo al cansancio, se quedó dormida.

Castle esperó unos minutos más y luego la llevó en brazos hasta el dormitorio. Con sumo cuidado, la tumbó sobre la cama y la tapó con el edredón. Inclinándose sobre ella, rozó suavemente su pulgar bajo los ojos de Kate y le secó el par de lágrimas que seguían adheridas a su piel. Luego le apartó el pelo, húmedo por el sudor, de la frente y presionó sus labios con ternura a su sien. Toda la energía había desaparecido del cuerpo de la detective, dejándola completamente exhausta. Tras cerrar las cortinas, Castle salió en silencio de la habitación, dejando la puerta ligeramente entornada.

En el pasillo, se apoyó contra el marco de la puerta, cerró los ojos y dejó escapar un largo y profundo suspiro. Lo peor ya había pasado.Eso pensaba él, eso esperaba él. Miró el reloj; era casi mediodía. Sacó el móvil del bolsillo y les envió un mensaje a los chicos, informándoles de que Beckett estaba bien, todo lo bien que podía estar dadas las circunstancias. A continuación, llenó un vaso de agua y lo dejó sobre la mesita de noche junto a Kate.

De vuelta en la zona de estar, Castle se dejó caer en el sofá y sus párpados terminaron por cerrarse.


El timbre del móvil de Kate arrancó a Rick de su sueño de un sobresalto. Fue tambaleando hasta la entrada y sacó el teléfono del bolso. La palabra 'PAPÁ' aparecía escrita en la pantalla. ¡Oh, dios! ¿Cómo podía haberse olvidado de Jim? Castle contestó antes de que el ruido del móvil pudiera despertar a Kate.

—Hola Jim —su voz sonó rasposa.

Jim Beckett acababa de enterarse de la noticia por Gates y quería saber cómo se encontraba su hija.

—Ahora está dormida.

Castle informó al hombre que Kate se había tomado la noticia bastante mal, y se disculpó por no haberle llamado antes. Jim le agradeció que hubiera cuidado de ella y le hizo prometer que le llamaría en cuanto se despertara. Rick dijo que así lo haría.

Caminó de vuelta al sofá y se quedó dormido enseguida.


Los ojos de Castle se abrieron de golpe al oír el sonido de una puerta cerrarse. La luz de la sala de estar había cambiado y el apartamento había oscurecido aún más. Eran casi las seis de la tarde. El escritor oyó el sonido del tirar de la cadena del baño y luego un arrastrar de pies sobre el suelo. Cuando echó un vistazo dentro del dormitorio, Kate volvía a estar metida en la cama con las sábanas por encima de la cabeza.

Castle se acercó y se agachó junto a ella.

—Kate —le susurró, cerca de donde se suponía debía estar su oído—. Deberías comer algo… No has tomado nada desde esta mañana —esperó durante un largo minuto pero ella no dijo nada. No queriendo insistir, Castle salió del dormitorio.


Una hora más tarde, Kate todavía no había salido de la habitación, ni había mostrado signos de vida. Castle se estaba empezando a inquietar. Cogió su móvil y llamó al padre de la detective. Jim dijo que estaría allí en un cuarto de hora. Mientras esperaba, Castle preparó un par de sándwiches y un poco de té. A los veinte minutos, alguien llamó a la puerta.

—Gracias por venir —dijo Castle al abrir, estrechándole la mano al hombre—. Lo siento mucho Jim.

—Gracias, Rick. Te lo agradezco —Jim entró y cerró la puerta. Una vez en el salón, el hombre se volvió hacia él—. ¿Cómo está Katie? —quiso saber, sus ojos irradiando preocupación.

Castle se pasó una mano por el pelo.

—Buff... No lo sé —soltó un suspiro—. No ha comido ni bebido nada. No ha dicho una sola palabra desde esta mañana… No sé qué hacer... —su voz se apagó.

—Por qué no dejas que lo intente yo, ¿de acuerdo? —Jim le dio unas palmaditas en el hombro. Rick asintió, agradecido. Le entregó a Jim un sándwich y una taza de té y le vio desaparecer por el pasillo.


La habitación estaba vagamente iluminada por la poca luz que llegaba desde la sala de estar. Jim dejó el plato y la taza sobre la mesita de noche y se sentó en el borde de la cama, junto al cuerpo de su hija. Levantó y apartó las sábanas, y le pasó una mano suavemente por el pelo. Estaba tumbada bocabajo, con la cara hundida en la almohada.

—¿Katie? —le susurró.

Ella se movió al oír la voz de su padre. Se dio la vuelta, se incorporó y le abrazó. Jim envolvió sus brazos firmemente alrededor de su delgado cuerpo y Kate comenzó a llorar otra vez.

—Pa-pá... —sollozó.

—Shhh… Se acabó, cariño —intentó consolarla—. Ya se ha acabado… Todo saldrá bien.


Castle estaba sentado en un sillón. Oía los susurros procedentes del dormitorio pero no podía distinguir las palabras. Ahora mismo parecía imposible, pero en unos pocos días, en unas cuantas semanas, todo volvería a estar bien.

Por fin se había acabado. Los habían atrapado, los asesinos de Johanna Beckett. Después de 14 años, la gente responsable había sido detenida y el asesinato de la madre de Kate había sido finalmente resuelto. Todas las víctimas recibirían justicia y Kate podría, al fin, seguir adelante con su vida y ser feliz.

El escritor se puso en pie en cuanto Jim entró en el salón. Tenía una expresión sombría y parecía cansado. Debía de ser un día muy duro para él también.

—Se ha vuelto a quedar dormida —Jim informó—. He conseguido que comiera algo… —hizo una corta pausa en la que dejó escapar un suspiro que parecía de alivio—. Estará bien. Sólo necesita que estés aquí. Ha estado cargando con tanto peso sobre sus hombros durante tantos años… Lo ha soltado todo hoy.

—Gracias —murmuró Castle, agradecido.

—De acuerdo... Llámame si necesitáis cualquier cosa —ambos se dirigieron a la puerta principal. Jim salió al corredor y se volvió hacia él—. Rick, gracias por estar ahí para Katie. Eres una buena influencia para ella —entonces, sin vacilar, Jim dio un paso hacia delante y le dio un abrazo. Cuando se separaron, le mantuvo sujeto por los brazos—. Gracias, hijo. La llamaré por la mañana —y se marchó.

De vuelta en el salón, Castle llamó a su madre y le contó lo que había ocurrido. Le preguntó si podía pasarse y traerle algo de ropa. La mujer llegó en menos de media hora.

—Oh, hijo mío —Martha le atrajo hacia sí, abrazándolo con fuerza y luego le acunó la cara—. ¿Cómo está ella?

—Creo que lo peor ya ha pasado —dijo Castle con una exhalación y encogiéndose de hombros—. Sólo necesita descansar.

—Y tú también cielo —Martha le miró a los ojos y luego añadió—. Cuida bien de ella, querido. Te necesita a ti más que nada ahora mismo. E intenta dormir un poco —le volvió a abrazar y le dio un beso de despedida en la mejilla.


Castle se puso algo más cómodo y entró en el dormitorio. Podía oír la respiración lenta y profunda de Kate. Se tumbó a su lado, con cuidado de no mover el colchón y despertarla. Aun así, ella se agitó un poco, rodó sobre su costado y se acurrucó contra él, apoyando la cabeza sobre su hombro y escondiendo la cara en la curva de su cuello. Castle la abrazó y le dio un beso en la frente.

—Gracias —susurró Kate contra la piel de su garganta, su voz ronca de tanto llorar.

—Todo saldrá bien —murmuró él en su cabello.

—No me dejes —dijo ella, con un deje de temblor en su voz.

El escritor la apretó con más fuerza, atrayéndola aún más cerca contra su pecho.

—Nunca… Te quiero.


Ay, estoy suspirando...