La verdadera tortura, no es sufrir el momento en el que tu vida se desmorona a tu alrededor, mientras sientes que algo se te clava en el pecho impidiéndote respirar, mientras sientes una terrible agonía arrastrándose en tu interior hasta instalarse en tu corazón hasta el punto de querer morirse solo por un poco de paz, cuando te desmayas por el dolor.

La verdadera tortura no es aquella que te provoca desfallecer, desmayarte en un charco de icor y sangre. Esa tortura que cuando despiertas aún mareada, con el rostro bañado en lágrimas, piensas inconscientemente que todo ha sido un vil sueño, una cruel pesadilla. Por que la perspectiva de que sea real, es demasiado horrible. Así que te levantas sacándote las cenizas de las manos como si fuera solo sudor y polvo, y abres los ojos diciéndote que no pasa nada, que fingirás una alegría inocente, que estarás como siempre, hasta que te das cuenta que lo que tu creías que solo era un mal sueño, es tu realidad.

No. La verdadera tortura, es lo que pasa después.

La tortura es a la mañana siguiente, cuando ha pasado el entumecimiento propio y posterior de un dolor tan grande, cuando te das cuenta de lo que ha pasado, lo asumes, y te das cuenta que todo lo que conocías ya no es como antes. De que la peor cosa terrible de todas las cosas malas que te podían pasar no eran nada en comparación con la realidad, sino algo bueno o que se podía arreglar.

Porque ahora lo veo.

En esos momentos me acuerdo de las clases de historia, y pienso: "Siempre nos han dicho de esa pobre gente torturada, matada en las guerras, cientos de civiles inocentes asesinados a sangre fría. Pero la peor no es la guerra en sí y todas las muertes que ya trae consigo, sino las consecuencias de después. La verdadera tortura es esa, un después tan horrible que solo puedes desear que tu muerte ya hubiera sucedido para no tener que lidiar con el terrible presente y lo que queda de futuro".