Disclaimer: El mundo de Harry Potter pertenece a J. K. Rowling. Lo demás es cosa mía.


"Prólogo: Lo que la Luna se lleva"

La habitación estaba en penumbra, iluminada escasamente por unas velas suspendidas en el aire mágicamente. Las sombras que se deslizaban sobre los muebles mutando ante mis ojos me parecían, por primera vez, amenazadoras. Siempre le había tenido a mi lado y ahora que no estaba todo era distinto y aterrador. Una dolorosa punzada me atravesó el pecho y tuve que controlar un quejido. Aspiré fuerte, intentando calmarme. El olor a cera derretida se mezclaba con el de las flores que Sam se encargaba de reponer cada día, como si fuese una tradición que no pudiesen romper por nada del mundo. Eran rosas, las flores que siempre traía Leo porque sabía que me molestaban.

Estás preciosa cuando te molestas, ¿lo sabías?

Le echaba tanto de menos…

Rellené mi copa y la perezosa luz de las velas arrancó destellos rojizos del vino. Se había formado una ligera espuma al caer el líquido borgoña y me entretuve observando cómo las pequeñas burbujas explotaban sin descanso. Era más sencillo centrarse en eso que en lo que se había convertido mi vida.

Seremos felices para siempre, Rose, te lo prometo.

Gruesas lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas, como tantas otras veces. Me sentía tan cansada y vieja. Sólo tenía veintinueve años pero para mí era como si hubiese vivido cien. En los últimos cuatro meses había deseado terminar con todo más de una vez, pero no podía hacerle eso a Sammy.

Tiré distraídamente de un hilo suelto del sofá desgastado y viejo en el que estaba sentada. Leo y yo habíamos comprado ese sofá juntos. Después de once años el dibujo estaba descolorido e incluso había llegado a desaparecer en algunas partes. Fui horriblemente consciente del paso del tiempo simplemente observando las líneas emborronadas.

Quiero hacerme viejo contigo, Rose. Quiero que toda mi vida sea contigo.

Me sentí todavía más vieja, más sola y más triste. Miré a mi alrededor, buscando más cosas que hubiesen desaparecido o envejecido. Encontré la mesa de madera que había pertenecido a la madre de Leo, fallecida hacía mucho tiempo, y en que sus patas empezaban a acusar el peso de tantos años; me fijé en lo gastados que estaban mis libros, antaño nuevos, y en la manera en que la estantería se doblaba por el peso de tantos volúmenes acumulados con el tiempo; también me percaté de la cantidad de fotos que había por todas partes, pruebas silenciosas del paso del tiempo.

Bienvenida a nuestro hogar, Rose.

Sus palabras se sucedían en mi cabeza como una película sin fin. Miles de recuerdos, de miradas, de sonrisas, de conversaciones… Habíamos compartido tantas cosas juntos que era imposible contarlas. Todavía recordaba el entusiasmo que le embargaba cuando me enseñó el pequeño apartamento en el que pasaría los mejores años de mi vida. Para mí no había pasado el tiempo cuando rememoraba esa primera noche. Hicimos el amor en un colchón tirado en el suelo, en mitad del salón. Fue tan perfecto… Esa noche concebimos a Sammy, estaba segura de ello, a pesar de que se sucedieron muchas más noches en las que nos perdimos en el cuerpo del otro.

¡Un niño, Rose! ¡Es un niño! Será tan listo como tú y tan guapo como yo.

Deseé volver a escucharle una vez más. La voz dentro de mi cabeza no podía compararse al sonido claro y siempre optimista de Leo. Mi mente no le hacía justicia.

Notaba el alcohol en mi sistema, era perfectamente consciente de que estaba borracha y deprimida pero, ¿cómo no estarlo? Se lo había llevado, la vida me había arrebatado a la única persona que he amado jamás. De pronto todos mis sueños, mis esperanzas, mi futuro… Todo se había evaporado, desaparecido como la luz al caer el sol. La noche se lo había llevado. Un estúpido accidente de coche había acabado con su vida. ¿Había un final más triste para un mago? Magos y brujas… Somos de lo peor. Siempre presumiendo de nuestra magia, subestimando a los muggles. Pero, a la hora de sobrevivir, ¿quién lo había hecho mejor? ¿quién se había conseguido adaptar y llevar a cabo las mayores proezas? Supongo que la magia depende del lado desde donde la mires.

Los muggles sí que hacen magia, Rose.

Reflexionando bajo esa luz mortecina, y presa de los caprichos del alcohol, llegué a la conclusión de que no podía seguir así. Pensaba en mi hijo y en la vida que quería para él. Habían pasado cuatro meses desde que me dieron la noticia, cuatro meses desde aquella fatídica noche que pasé en el hospital, esperando a que hubiese un veredicto sobre la vida de mi marido. Cuatro meses eran muy pocos para más de una década de felicidad, pero no me podía permitir tomarme más tiempo. No sería justo.

Durante ese tiempo no había hecho nada con mi vida. Lo había aparcado todo, cayendo miserablemente en la autocompasión y el vino barato. Me pasaba horas mirando el cielo, cobijada bajo la sombra de un enorme manzano del jardín de la Madriguera, ya que mi abuela casi me había obligado a pasarme por allí todos los días. Pero los ahorros se acababan y lo más seguro era que mi humilde puesto de secretaria del jefe de la Oficina de Realojamiento de Elfos Domésticos no diese para pagar el pequeño pero muy bien situado apartamento. Eso si todavía no me habían despedido.

¿Conseguiste el trabajo? Sabía que tenían que dártelo a ti, Rose. Eres la mejor.

Dentro de poco otras personas ocuparían esas habitaciones y construirían sus vidas en torno a esas paredes. Todo sería distinto y sólo pensar en ello me hacía muchísimo daño. ¿Respetarían esas personas las marcas que había en la pared, indicadores de cuánto había crecido Sam? ¿Seguirían colocando rosas en floreros de cristal? ¿Se acurrucarían en el sofá observando las estrellas? ¿Harían el amor en todas partes? Me reí quedamente ante mi último pensamiento.

Te amo, Rose.

Tomé entre mis manos la carta que había llegado esa mañana vía lechuza. Como Leo tenía su trabajo en el Londres muggle y yo no me relacionaba mucho con el resto del personal de la oficina, era muy raro recibir correo por medio de estas aves ya que utilizábamos la red flu para hablar con la familia. Así que la curiosidad me estaba matando desde el momento en que vi el remitente.

Era una carta de Hogwarts.

Y nos casaremos cuando te gradúes, Rose. Nuestra vida será perfecta, ya lo verás.

Minerva McGonagall se había comunicado conmigo, ofreciéndome un puesto como profesora de Pociones. Siempre se me habían dado bien y tenía el título. Leo me había animado a hacerlo.

Te encantan las pociones, Rose. Además, sé que lo conseguirás.

Llevaba pensando en ello todo el día. Realmente no me sentía preparada para dar clase pero mi vida me ahogaba. Todos los días me sentaba en ese mismo sofá y miraba la puerta durante horas, esperando a que Leo entrase en casa con un nuevo ramo de rosas y una sonrisa resplandeciente. En Hogwarts había recuerdos, muchísimos, pero no sería como en esa casa, como en ese trabajo. Sería todo nuevo, diferente y, con un poco de suerte, un poco más fácil.

Pensé en Sam, en lo que era mejor para él. La directora no permitiría que siguiese en esa situación, me tenía aprecio pero no tanto como para dejar que alguien inestable le diese clase a niños. Eso se reflejaría positivamente en mí y, por lo tanto, Sam no se tendría que preocupar de llevar a su madre a la cama cada noche.

Me sentí avergonzada de pensarlo con tanta tranquilidad, como si fuese normal que los niños de once años se encargasen de sus madres. Suspiré y apuré mi copa. Decidí que no volvería a beber. No le hacía bien a nadie.

Venga, Rose, estás preparada.

Me dije a mí misma que sí, que estaba preparada para cambiar. Decidí seguir el consejo de Leo aunque su voz sólo estuviese en mi cabeza. Al principio me había preocupado escucharle pero me había acostumbrado a rememorar todo de él, a sentirle cerca de mí continuamente.

Me levanté, controlé un mareo y cogí un pergamino del cajón de la mesa. Escribí una respuesta rápida, aceptando el trabajo. Miré la lechuza del colegio, que se había quedado para que pudiese responder. Era pequeña, parda y muy orgullosa, con la cabeza alta y los ojos vigilantes.

Esbocé una sonrisa, pequeña y no muy feliz, pero la primera sincera en mucho tiempo. Sentía que estaba haciendo lo correcto y la sensación no me abandonó mientras veía cómo la pequeña lechuza se alejaba antes de convertirse en un punto negro contra la luna blanca.

Todo es perfecto si estamos juntos, Rose.