La lluvia caía libremente sobre los tejados de aquella ciudad, dejando paso al tempestuoso repiqueteo, para darse así total gusto a expensas de sus incomodidades. Como traída por la divina fuerza del llamado destino, el manto mojado, aunque leve, parecía tener la intención de no dejar a nadie llegar seco a su hogar. Molesta a la vista e incomoda a la carne, caía como ácido sobre las terrazas de la ciudad (trágico escenario de tantos amores Shakesperianos) y sobre la dermis de aquellos cuyo hogar residía en la tierra que de nadie era, y su final poco importaba. La luminosidad embelesaba, reflejando borrosamente en charcos a los ojos del cielo y del post día. Y la brisa, hija de las nubes distantes, aquellas que por llegar estarían y así lo avisaban, no hacían más que recriminar la muerte de una necrópolis soñadora.

¿Dónde estaba ella?

Con una falsa indiferencia miraba a ambos lados del puente. No debía mostrarse preocupado…aunque en verdad no le importara. Y la idea de jugar a perderse le fascinaba. De no saberse ubicado, de no saberse vivo. Caer a merced del destino y verse arrastrado por los caprichos del viento. Morir en la meditación que iba desde lo definido hasta la casualidad. Y más le gustaba saberla perdida a ella. No saberla viva (Y por eso saberla) y arrastrada por el renuente sople. Más le gustaba saberla sola, porque en noches como esas, era él quien se sentía dueño del viento…Más se sentía dueño de ella…

Suspiro de un puente sobre otro… El inevitable veneno de la ciudad caminaba por sus venas, tan a gusto como si fuera (al igual que Él) un transeúnte de esa maravillosa ciudad de venas y arterias.

Amortiguado por el golpe de las lágrimas celestiales, el murmullo de unos tacos lo advierten. Poco necesitaba para entender cuando era que se trataba de ella. A veces la veía saltando, otras en su propio mundo. Otras veces, en la distancia, la veía detenerse frente a una vidriera a contemplar algo que le llamara la atención o quedarse charlando con algún vendedor ambulante de horas bajas…torpe inocencia embargaba sus ojos. Una vez, incluso, simplemente se acercó a él con cara seria y no articuló palabra alguna. Simplemente lo tomo del brazo y emprendió la marcha a su furtivo Kibutz compartido.

Tan impredecible como la caída de una hoja. Tan lejos de la normalidad…Tan perdida…

Pero allí venía. Pasos cortos y apurados, casi dando saltitos de alegría. Una gota de lluvia independiente. Una gota rebelde que se movía con propia libertad por las calles.

¿A dónde hoy?

Sobran las palabras. La magia reside en el entender. Un suave pellizco y son los ojos los que hablan. Escoce la necesidad. Laceran sus carnes por la contención

Arden ambos de placer.

Y sus pieles, sendas escondidas bajo sus respectivos tapados, gritan por placer. Reclaman la tensión del maltrato. Del desamor con el que ambos se castigan cada noche que pueden. Se tersan, a la espera del famoso escape elegante que siempre los caracterizó… Eran momentos como ese donde, reclamando el más alto deseo, él no sabía meter la cabeza en la cresta de la ola y pasar así a través del amargo fragor de la sangre. Se reclamaba poseedor de una independencia encadenada…

Bajo la lluvia, incluso hasta el más vil acto está cubierto de dulzura.

Basta. Tan rápido como comenzó se detiene. No es el lugar, y la noche aún tiene tiempo antes de irse a dormir. Pero como extrañaba esos besos… Comienzan a caminar. Y allí la llevo. Aquel mismo hotel de siempre. Aquella misma habitación de siempre, barata y sucia. Con las cortinas rasgadas y el piso manchado. Cigarrillos en las almohadas y sábanas que supieron ver mejores días…Era su desastre. Así debían de verse sus cabezas por dentro. Corren las cortinas, traban las puertas y cierran las ventanas. En la total quietud de la habitación, ambos se miran fijamente. ¿Qué era lo que en verdad escondían esas miradas? O, mejor dicho, ¿Qué era aquello que se escondía, y con tanto empeño se mascaraba tras los ojos? La duda es fuerte…y peligrosa. Porque lo prohibido, negado dos veces, más hermoso todavía. Y todo rastro de entendimiento latente en cada acción realizada por el otro no hace más que atarlos a la Tierra. Los priva del verdadero querer. Porque el entendimiento, ante los ojos de aquella ponzoñosa ciudad, era un ideal inalcanzable. Un mito, una leyenda.

Una mentira…Tal como lo que se escondía tras los ojos de ambos.

Y eso solo los emociona más.

Y no tardan en ocupar sus lugares. En desprenderse de lo que estorba y en llegar a la desnudes de sus deseos más primitivos. Habituado el, sin saberlo, a los ritmos de La otra, de pronto una nueva lo empujaba. No tardo en presentarse nuevamente la traición, hija de un karma creciente y un beso con sabor a nicotina. Primero suave, luego con una fuerza creciente. Con una sed troglodita. Una explosión de pulsos dotados de un salvajismo inexplicable que entumece sus cuerpos, a la vez que sus ojos desprenden una poderosa corriente de posesión.

Y cada beso los empuja más al borde.

Y cada caricia no hace más que marcarlos más.

Y cada mordida no hace más que complacer, de alimentar aquel impulso animal que los controlaba a ambos. Que los arrastraba cada vez más a aquel profundo pozo.

Porque era eso lo único que hacían. Arruinarse y llevarse por ello cada vez más al límite. Quererse y odiarse. Poseerse y robarse. De prometerse y abandonar luego, pintando las paredes con un hermoso y deprimente azul mentiroso. Un azul que tinta sus voces con un dejo de sinceridad a la hora de mentirse entre sí.

Pero no les importa. No les importa en lo más mínimo. Ya habría tiempo para lamentarse una vez que saliera el sol.

Ahora estaba obscuro. El momento ideal para verse si mirarse y sentirse sin tenerse. Un pecaminoso juego de poses que los lleva a negar…y solo por eso aceptarse más.

Afuera seguía lloviendo, pero eso no evitaba la exteriorización de su ser. En cada golpe, grito y gemido vivían los dos. Era su hogar por las noches. Cada segundo real era un mundo para ellos, era una verdad diferente.

Las lenguas, precisas y filosas como dagas, erizaban la piel de sus cuellos al pasar…Sus pieles, sentidas, poseedoras de marcas nocturnas de posesión…

Y en el respirar de ambos, el color de ojos del otro…


Estaban exhaustos los dos. Acostados boca arriba, ella dormía ya. Pero el no. No podría después de lo que hizo. Escucha su pesada respiración, prueba irrefutable de su accionar y condición.

¿Cómo culparla? ¿Cómo culparse a sí mismo?

En el fondo sabía bien quien era la responsable de esto. Afuera ya había dejado de llover, pero la humedad y el frío aún persistían. Él se levanta sin hacer ruido y va a la ventana. Descorre las cortinas y, desde allí, mira a la calle. La ciudad también dormía. Agotada también, al igual que ellos. Porque la ciudad en ese momento estaba bajo un cielo de noche. Y él era la noche. Él era la ciudad y él era ella, así como ella era todo el, toda la ciudad y toda la noche.

Ella tenía la culpa. Era la ciudad la que los empujaba a ser así. A mentirse y lastimarse de esa manera. A no ser, sino estar.

Esa ciudad era venenosa.

Noche gris sobre una ciudad monocromática…

Él se da vuelta y la mira a la otra, recostada y aun dormitando. Sabía que no le importaría despertarse y no verlo. Desde el principio que ambos se sabían solos. Desde el principio que ambos tenían la culpa. Así que va por su ropa, se viste y, sin hacer el menor ruido, deja la habitación.

La obscuridad ya había pasado.