Notas: Nuevamente, una historia que venía planeando desde hace no tanto tiempo, más larga que el resto de historias eventuales que han salido a la par de mis proyectos largos. Me base en la canción Deathaura de Sonata Arctica, una de mis bandas favoritas en base a la cual ya escribí anteriormente una historia.
Muchas gracias a quienes se toman la molestia de leer mis trabajos y compartirme sus opiniones, un abrazo a todos. ¡Saludos!
Disclaimer: Attack on Titan pertenece a Hajime Isayama.
Capítulo I - La Premonición.
-¡Vamos por ella!- Gritó uno de los muchos hombres sin importancia que conformaban la modesta multitud, alzando en lo alto una antorcha encendida; su crudo resplandor ascendió al cielo nocturno como un monarca al reunirse con su reina, la luna, consumida por una sombra fantástica y espectral.
Era bastante tarde, pero en el siempre tranquilo pueblito de Sina nadie se atrevería a dormir. Lo sabían, lo veían en las tímidas nubes que se asomaban tras el firmamento oscuro: el aura, el más temible presagio cubriría el cielo nocturno dentro de un par de horas, y aquel a quien encontrase desprevenido sería el primero en caer.
O al menos creían estar seguros de ello.
"Idiotas" Pensó la desaliñada chiquilla de pecas mostrando una sonrisita chocante de la que apenas se percató; le gustaba imaginar el rostro de aquellos hombres decrépitos al descubrir que todo lo que creían estaba errado pero, antes de conseguir saborear el momento, su suave risa fue apagada por una serie de alaridos que desprendían odio… Y miedo.
-¡¿Acaso no recuerdan lo que pasó la última vez?!- Pese a que la voz del hombre sin importancia temblaba como la luz de una vela a merced del viento, muchas otras voces se unieron a él. Por supuesto que lo recordaban: en el suelo aún era posible encontrar sus vestigios en la forma de ceniza negra -¡Piensen en sus hijos!
Lo hacían: las amas de casa los abrazaban desesperadamente contra su pecho mientras los molestos padres blandían sobre sus cabezas los extraños instrumentos que utilizaban para arar: si, era bien sabido que el miedo era capaz de liberar lo peor en la mente de los hombres pero, bajo un cielo inusual rodeado de circunstancias inusuales, aquello iba más allá de lo comprensible.
Bajo el espectro lunar, cuyos colores rojizos se extendían como la sangre en una herida abierta, el tranquilo pueblito de Sina se convertía en el más enfermizo de los aquelarres.
"Y eso es solo una ironía"
La niña estiró sus músculos perezosamente, descansando su pequeña espalda en el roble que aún conservaba la gruesa soga utilizada la semana anterior; sus pensamientos eran demasiado mordaces para su edad y, por primera vez en mucho tiempo, se alegró de que solo pudieran ser escuchados por ella.
¿Qué sucedería ahora? Se preguntó con ansiedad. ¿Soga, fuego o hierro? Miró a su derecha, donde un escuálido anciano de cabello gris afilaba silenciosamente una hoz: quizá, solo por esta vez, la respuesta fuese hierro.
-¡Es Freida!- Gritó una mujer, y el violento canto del metal contra el metal se hizo presente -¿Cómo pudo hacerle eso a alguien tan dulce como Freida?
-¡Primero fueron todos sus hermanos, ahora ella se desvanece a plena luz del sol! ¡Debe hacer algo señor!- Los gritos se trasformaron en alaridos de perros feroces; el fuego, alimentado por el temor latente, se acercaba tanto al estrado que era comprensible preguntarse porque no había ardido aun. Desde ahí, observando como el pueblo se hacía pedazos, los líderes permanecían en silencio -¡Es su última hija!
El hombre, al que desesperadamente se dirigía la multitud, no habló en todo ese tiempo pero, si sus ojos no la engañaban, podía ver sus manos temblar; los rostros de los presentes se contorsionaban en ira, aunque algunos de ellos se habían tirado al suelo a llorar. Todos amaban a la última chica de los Reiss. Todos sabían que moriría pronto y, de hecho, era increíble que no lo hubiera hecho aún.
-¡La vi esta mañana! ¡A ella!- Gritó de pronto una mujer cuyo vestido impregnado de hollín estaba tan holgado que casi caía por sus hombros -¡Cargaba pequeñas hierbas consigo minutos antes de la puesta de sol!
-¡Esa fue la hora del colapso de Freida!
El cielo oscureció hace mucho tiempo pero, aunque la luna no fuera más grande que una bola de nieve pegada en la bóveda celeste, ninguno de los horrorizados campesinos pretendía dormir: el estrado, ubicado convenientemente frente al hogar de la desafortunada muchacha, se sacudió ante el movimiento de los pobladores.
-¡Matémosla!- Gritó una mujer que parecía haberse arrancado parte de la garganta -¡Matémosla de inmediato! ¡No descansará hasta que tome la vida de Freida!
Todo pasó muy rápido, pues en un breve pestañear la espalda de un hombre golpeó suavemente el hombro de otro, causando que ambos se sobresaltaran y comenzaran a pelear: el miedo estaba a flor de piel y el caos apenas comenzaba a tomar forma.
-¡Orden aquí! ¡Orden!- Exigía desesperadamente el líder de los comerciantes, Dimo Reebs, ante lo que podría definir como un motín -¡Guarden silencio ahora mismo!
Pero la molesta voz del regordete hombre fue el equivalente a un viento veraniego; una niña, un poco más grande que un recién nacido, se unió al coro de llantos infantiles en cuanto vio el combate de los adultos. Una mujer lloraba de cara al suelo mientras un hombre golpeaba su pala contra el estrado.
Sobre ellos, con actitud divertida, la niña de pecas observaba en silencio, mostrando en su vulgar rostro una discreta sonrisa que ocultaba tras su largo cabello castaño; olía la sangre de los hombres como lo haría un sabueso entrenado para ello. Olía la muerte.
-¡La horca!- Sugirió una mujer.
-¡El fuego!- Sugirió otra -¡Llegó la hora de que se encuentre con satán!
Sin duda alguna esto sería mucho mejor que el hombre ahorcado de la semana pasada y la mujer degollada de la semana anterior. Le encantaban los llantos, las suplicas; por más que el brillo amarillento del fuego que iluminaba su rostro despertara en ella memorias prohibidas y sumamente horribles, no podía evitar amar el caos.
"Esta en mi naturaleza, pero sé que usted lo ama también" Miró al hombre de seria mirada azul que se encontraba de pie junto al comerciante y su sonrisa creció aún más; él no se molestó en mirarla "¿O no? Alcalde Reiss"
Pero su felicidad, así como los gemidos y alaridos que la ocasionaban, desaparecieron de golpe en cuanto la mano del sumo inquisidor se alzó en lo alto, hacia la oscuridad de un cielo sin estrellas. Los puñetazos cesaron e incluso los niños dejaron de llorar.
Suspiró resignada, pero no sin cierta diversión: nadie se atrevía a ignorar al Oficial Ackerman. Nadie que desease vivir.
Miró el cielo, pero comprendió que el momento aún no había llegado. Regresó su vista al hombre alto de rostro decrepito curtido por la cacería y la muerte y sonrió de lado, casi con ironía: pese a su apariencia amedrentadora, el hombre miró al Alcalde Reiss y no se atrevió a hablar hasta que este le dio su aprobación.
"Eres todo un perro, Ackerman" Pero eso no importaba: según su creencia, todos lo eran.
-¡Hermanos míos!- Llamó una voz firme que se escuchó sobre los susurros nacientes de la multitud, haciendo volar a una parvada de cuervos que dormían cómodamente en un árbol cercano; las llamas ensombrecieron sus orbes oscuros y astutos -Lamento informarles que todas sus sospechas son completamente ciertas: poco después de la puesta de sol, hace apenas unas horas, Freida Reiss dio su último aliento.
Su timbre era solemne, pero no sin cierta malicia que ella mejor que nadie pudo detectar. Los murmullos se alzaron con violencia; el inquisidor retiró su sombrero con una mano huesuda que dejó al descubierto una capa grasienta de largo cabello negro peinado hacia atrás. Rhodes Reiss, el alcalde, acarició su poblado bigote.
-Nosotros- Prosiguió el hombre -Como parte de la comunidad, mostramos nuestros respetos y condolencias a nuestro líder, deseándoles una pronta resignación y el cumplimiento próximo de su justicia.
La niña observó al cielo nuevamente, notando como las furtivas sombras comenzaban a danzar. Los aullidos de los presentes se alzaron con más fuerza, superando su inminente dolor al reemplazarlo con odio. Los hombres golpearon sus armas contra el suelo y eso pareció complacer a Reiss.
-¡Niños han muerto! ¡Cosechas se han perdido! ¡Saben lo que debemos hacer…!
Y entonces, ante los ojos de todos los presentes, sucedió lo inevitable: el tiempo se detuvo, los hombres perdieron su valor y las mujeres estallaron en llantos y plegarias aterradas. Sobre la luna llena, espectral como en el primer momento, se llevaba a cabo un violento baile de sombras rojas, de dragones descarnados, cuervos hambrientos y demonios que se contorsionaban en torrentes sangrientos que cubrían paulatinamente el cielo nocturno, apagando las escasas estrellas.
Una gota de sudor frio descendió por la sien del inquisidor y el alcalde silencioso pareció perder el habla. La habían visto muchas otras veces, pero nunca de tal magnitud; nunca habían visto a esas repugnantes sombras astadas danzar de manera tan sacrílega e indescriptible, siendo participes de la más amedrentadora muestra de la magia negra.
El aura cubría el cielo esa noche, y a quien encontrara desprevenido sería el primero en caer.
-¡Esta aquí!- Llamó Ackerman en un tono que casi asemejaba al miedo, tragando una considerable cantidad de saliva que se vio reflejada en su prominente manzana de Adán; el metal chocó contra el metal y los gritos se alzaron hasta convertirse en un coro funesto -¡Es su victoria contra el pueblo! ¡La ha invocado ahora que consiguió acabar con la última descendiente de los Reiss!
La niña comenzó a reír, oculta bajo los gritos frenéticos. Eso era lo que deseaba, enfurecer a la multitud, amedrentar al más valiente de los hombres; lo había logrado sin siquiera esforzarse, los tenía en su poder. Las formas sobre el cielo eran cada vez más claras, más reales, más diabólicas. Sin duda alguna, nada de eso era una alucinación.
Sus ojos marrones brillaron, posándose sobre las llamas de las antorchas que se encendían una tras otra, multiplicando su cantidad: la historia no se repetiría, nunca más.
-Ustedes lo saben, también lo creen- Ackerman se colocó su sombrero roído en un solo movimiento limpio, poniéndose unos gruesos guantes de cuero antes de tomar una de las muchas antorchas encendidas entre sus manos; el alcalde no se atrevió a hablar, pero sus manos regordetas temblaban con impotencia y miedo -Solo queda una cosa por hacer…
Sabían lo que vendría, pero ninguno se atrevió a decirlo. Contuvieron sus emociones, abrazaron sus armas celosamente hasta que el hombre estalló en un clamor violento que se habría comparado a los ángeles caídos que danzaban, gruñían y revoloteaban sobre la luna; un pueblo bueno de gente buena clamaría la sangre de su siguiente victima aquella misma noche, bajo la influencia del Aura Mortal.
-¡Atrapen a la pagana!
Entonces estalló el caos. Las llamas brillaron sobre el aire como estrellas fugaces que cruzan el cielo para desaparecer poco después; la chiquilla retrocedió, con una sonrisa temblorosa grabada en sus labios. Todos corrieron a su dirección pero ella permaneció inmutable, incluso el anciano a su lado, medio ciego y sordo, había dejado de trabajar.
-¡Ymir!
Y así, entre la multitud frenética, escuchó una voz que hasta ese momento parecía inexistente; del otro lado de la explanada, el alcalde la observaba con sus enormes orbes azules mientras el colérico inquisidor a su lado tomaba un puñado de tabaco para masticar. La turba pasó a su lado, sin tocarla ni dañarla, adentrándose al bosquecillo que rodeaba el pueblo como un par de brazos siniestros hasta que sus gritos dementes se perdieron en la oscuridad.
-¿Sabes lo que debes hacer?- Le preguntó el hombre cuando estuvo frente a él, colocando una de sus enormes manos sobre su hombro; ella asintió, conteniendo una carcajada -Bien. Buena chica.
Y, sin decir más, corrió, casi con toda la fuerza que sus ya bastantes largas piernas infantiles les permitieron: no se molestó en responderle, no cuando sabía perfectamente que llegaría antes que todos, lo supo en el momento en que dejó los fulgores anaranjados atrás. La tendría antes que todos, la entregaría a la hoguera y seria premiada por ello.
"Si lo hago, me premiara"
Pronto todo se quedó atrás: los gritos, los gemidos, el sonido en general, todo fue reemplazado por el cantar de los grillos y el sonido de sus pasos sobre la tierra húmeda del bosque plagada de hojas secas y pequeños insectos. Se encontró sola con sus propios pensamientos contradictorios.
¿Caza-brujas? ¿Eso es lo que deseaba ser?
No respondió ni siquiera a sí misma. Caminó con pasos lentos pero firmes, sintiendo el camino en las fibras intrínsecas de su piel; era curiosa la forma en que podía encontrarlas aun en la más remota ignorancia. Había sido ella la que encontró al hombre de la semana pasada, que había trepado a un árbol muy alto en el momento en que comprendió que sería el próximo, y la mujer de la semana anterior a esa se tomó la molestia de maldecirla minutos antes que la hoz desprendiera su cabeza de su cuerpo, aunque sus ojos se habían desorbitado en cuanto comprendió quien era en realidad.
Ahora, según parecía, su objetivo se hallaba en medio del bosque cercano al pueblo, oculto entre la maleza y un pequeño llano en el que se cosechaban cosas para malvivir.
"¿Por qué alguien querría vivir en un lugar como este?" Se preguntó con desdén cuando logró divisar la pequeña choza iluminada por la rojiza luz del aura cuyas siniestras sombras habían perdido la intensidad inicial de su baile: su trabajo era observar, asegurarse de que la acusaba no huyera pero, según parecía, ahí no había acusada a la cual vigilar.
O al menos eso creyó hasta que la pequeña figura salió de entre las sombras, acarreando una cubeta que parecía pesar demasiado para alguien de su tamaño. Algo andaba mal.
"¿Qué hace?" Preguntó la pequeña Ymir para sus adentros cuando prestó verdadera atención a la figura, mirando nerviosamente hacia atrás: la muchedumbre llegaría pronto "Vete ahora mismo, no vienen por ti"
Tenía razón, por nada del mundo podrían buscarla a ella, a una chiquilla torpe con desaliñado pero hermoso cabello color rubio sujetado por una coleta floja, que miraba hacia el cielo con fascinación. Bajo esas formas siniestras, sus ojos azules brillaban como la luna en los segundos antes del amanecer: hermosos y tristes.
-¡Muerte a la hechicera!- Escuchó gritar a lo lejos luego de agudizar el oído -¡Por nuestras cosechas! ¡Por nuestros hijos!
Las pisadas aumentaron en número, tanto que incluso ahí, en un claro olvidado, las podía sentir. La niña rubia dejó de escrutar el cielo para tomar una actitud alerta, mirando a su alrededor, a través de escasos metros de cultivo en busca de los sonidos distantes. Dentro de la choza, que parecía tener al menos dos habitaciones, una vela se apagó.
"¿Por qué no te escondes?" Preguntó para sus adentros como si la chiquilla pudiera oírla; era muy extraño pero sentía sus dedos temblar; intentó calentarse frotando sus palmas pero, más temprano que tarde, descubrió que lo que menos tenia era frío "¿No los escuchas? ¿No es obvio que debes comenzar a correr?"
Pero no lo hizo: no podía oírla y ella misma no podía escucharla hablar ni balbucear palabras sin sentido. La sonrisa, que mantenía firme desde el momento en que comenzó la cacería, se esfumó de golpe: era la primera vez, desde la muerte de su padre, que realmente sentía miedo.
-¡Es por aquí! ¡Casi la tenemos!
Esa no era cualquier voz: era la voz del propio Kenny Ackerman. Ahora era capaz de escuchar el filo de las armas al limpiar el sendero boscoso; su presa también lo escuchaba pues vio como miraba a su alrededor desesperadamente, preguntándose a sí misma que hacer.
No estuvo consiente del cuándo, mucho menos del cómo, pero antes de darse cuenta se encontraba cruzando el campo de cultivo, sorteando los escasos obstáculos para tomar el diminuto brazo de la chica para correr con ella al único lugar seguro que conocía: el bosque.
La única evidencia de su huida fue la cubeta que aun giraba suavemente, derramando su contenido sobre la tierra fértil.
-¿Qué es esto?- Murmuró el primer hombre que pisó el claro, iluminando sus alrededores vacíos con su antorcha encendida; dio a la cubeta un puntapié -Parece que alguien se ha escapado.
Ymir cubrió los labios de la chica con su propia mano, haciendo con el dedo índice de su otra mano un ademan para indicarle que guardara silencio; más hombres llegaron poco a poco, hasta que el prado estuvo tan iluminado como en el mediodía.
-¡Revisen dentro de la casa!- Kenny miró a todas direcciones, dando órdenes -¡También dentro del bosque!
La niña de pecas observó lo más discretamente que pudo entre los espesos arbustos, una ramita había herido su mejilla haciéndola sangrar: entre la multitud de pies que correteaban de un lado a otro se encontraba una de las sandalias que la niña rubia dejó atrás. Si la encontraban, estaban perdidas.
-¿Dónde diablos esta Ymir?- Preguntó Rhodes Reiss limpiando el sudor de su frente; Kenny metió sus manos en sus bolsillos despreocupadamente -Se supone que debería haberla encontrado.
-Quizá escapó, quien sabe.
La chica rubia permaneció inmóvil en su regazo; era demasiado pequeña, por lo que su manejo fue sumamente sencillo. Un par de hombres entraron a la choza, y otro pequeño grupo se adentró al bosque cercano. Si no se movían, las encontrarían.
-Saldré- Susurro al oído de la pequeña; sentirla temblar produjo en ella extraños escalofríos. Dentro de la choza, donde se escuchaba el crujir de la madera y el chirrido de cristales rotos, alguien emitió un grito triunfal -No hagas ningún movimiento.
-¡La tenemos!- Gritó alguien dentro de la casa -¡La hemos encontrado!
-¡Ningún movimiento!- Gritó entre dientes cuando sintió a la niña retorcerse entre sus brazos; la vio asentir violentamente mientras se alejaba de ella -Bien. Buena chica.
Un fuerte escalofrío, bastante desagradable, recorrió su espina dorsal: la ironía de sus palabras casi la hizo tropezarse al abandonar su escondite para reunirse con el grupo.
"¿Quién será?" Miró hacia atrás, comprobando que la pequeña no era visible desde el claro. Limpió distraídamente las hojas adheridas a su vestido gris; los hombres comenzaban a abandonar con prisa el bosque.
-¿Dónde estabas?- Le preguntó Rhodes Reiss entre un gruñido extraño, ella se encogió de hombros.
-Me desvié. Tenía mucha sed- Rhodes alzó una ceja, pero decidió no hacer más preguntas.
Dos hombres salieron de la choza acarreando a una atractiva mujer rubia cuyo rostro estaba contraído por el pánico: sin duda era la madre de la chiquilla aterrada que, tras un arbusto bastante cercano, tapada sus propios labios en un intento de no gritar. Los hombres formaron un círculo perfecto, tanto que sus antorchas parecieron compartir un centro y un cuerpo. Ymir, aprovechando la oportunidad, pateó con su talón la sandalia abandonada hasta que se perdió de vista.
-La tenemos- Kenny sonrió, rechinando sus dientes amarillentos a causa del tabaco -¿Pueden verla todos?
Del numeroso grupo que se había congregado en el pueblo, solo una pequeña cantidad de hombres robustos estaban ahí, con sus amplias frentes empapadas en una ligera capa de sudor ansioso.
-¡Esta mujer es la causa de nuestros males!
Su mano, delgada como la de un esqueleto, atrapó su cabello con violencia, arrojándola sin cuidado al centro de la formación: a sus espaldas, en los arbustos, algo se movió.
-Hasta los animales escapan de su presencia- Comentó la chica de pecas por lo bajo, de forma tan despectiva que ganó inmediatamente la aprobación de todos a su alrededor -Había algunos conejos durmiendo ahí hace algunos minutos.
Ningún niño había sido admitido en el grupo de captura, pues se temía que fueran maldecidos por las victimas de aquellos grupos. Pero ella era la excepción, siempre había sido la excepción.
-¡Fue marcada en este mismo bosque, compartiendo su lecho con el demonio!- Los susurros se extendieron por el circulo, cada vez más fuertes -¡¿Qué merece eso?!
-¡La hoguera!
Rhodes bajó la mirada, pero nadie salvo ella pareció notarlo. El veredicto era definitivo, innegable e inapelable; la joven, cuyo cabello caía incómodamente sobre su rostro, se retorció ante un puntapié, levantando la mirada para buscar algo desesperadamente.
"Quizá busca a la niña" Pensó Ymir sin saber que estaba cometiendo un gravísimo error: los ojos azules de la mujer, apagados como un cielo nublado, se detuvieron en un rostro que nada se parecía al suyo.
-Mi señor- Murmuró la mujer sin fuerzas, con gruesas lagrimas resbalando por sus facciones -Por favor.
Ymir y, al parecer, muchos otros a su alrededor tragaron hondo; la mujer se arrastró hacia los pies del alcalde, quien contenía la respiración mientras la miraba despectivamente. Kenny Ackerman frunció el ceño, escupiendo con desprecio al suelo bajo sus pies.
-¿Tiene esta pagana algo que ver contigo, Reiss?
Los demonios en el aura parecieron tan inquietos por la pregunta como todos los presentes. Rhodes ni siquiera se molestó en apartar a la acusada de sus zapatos encerados, sino que miró al inquisidor con indiferencia.
-¿Y bien?- Ymir, a diferencia del resto, fue capaz de verlo titubear -¿Tiene algo que ver contigo o no?
-No- Sentenció sin dudarlo: la mujer se derrumbó -No tiene nada que ver conmigo.
Fue el final. Las manos de la mujer desesperada fueron envueltas en gruesas sogas en menos de lo que toma un pestañear, tan firmes y apretadas que seguramente dejarían llagas en una piel tan blanca como la nieve del invierno; un hombre robusto arrancó parte de la camisa blanca de la mujer, dejando al descubierto una extraña marca negruzca en su espalda.
-¡Miren! ¡Es la marca del demonio! ¡Si es una hechicera!
-¡Deseaba matar a la familia Reiss! ¡¿Por qué?! ¡¿Qué ganaría con ello?!
-No importa, por fin morirá.
Los hombres volvieron a vitorear enloquecidos, ansiosos de llegar al firme poste negruzco rodeado de heno nuevo y limpio donde la última hechicera ardería hasta desaparecer. Las armas danzaron alegres y las antorchas se mecieron como luciérnagas en el bosque nocturno: arriba, en el cielo, las sombras comenzaban a perder todo su fulgor.
-La marca se debilita, significa que hemos dado con la persona correcta- Señaló Kenny dirigiéndose al Alcalde Reiss, tomando un puñado de tabaco para si -Por cierto, espero una buena explicación con respecto a esto, señor.
-No te preocupes, la tendrás.
De inmediato se marchó y, en pocos segundos, el resto de los hombres marchó tras él, acarreando a la mujer que había perdido toda voluntad. Ymir permaneció en silencio un rato, observando como la luz de las antorchas dejaba el claro en la oscuridad.
-¿Cree que haya sido la última?- Preguntó distraídamente, observando a Rhodes quien, al igual que la mujer de hace unos momentos, miraba a su alrededor en busca de algo o alguien -¿Busca algo, señor?
-No- Dijo titubeando incómodamente, acariciando el poblado bigote negro que sobresalía en un rostro regordete cubierto de pequeñas arrugas y sudor; todo había pasado muy rápido, incluso para ellos -Es increíble que el aura haya desaparecido tan pronto.
Ymir no dijo nada, limitándose a asentir. Del aura solo quedaban suaves fulgores que se desvanecían como las nubes luego de una tormenta, permitiendo a la luna llena bañar la tierra con su luz: la niña de pecas no cuestionó al hombre cuando este le dio unas palmadas en el hombro, haciendo una extraña mueca que pretendía ser una sonrisa -Buen trabajo.
Y, sin nada más que agregar, le dio la espalda, dirigiéndose al mismo sendero que había abierto el grupo de captura; antes de perderse en el bosque, señaló con gesto tosco la desdichada choza vacía.
-Revisa si hay algo de valor, te veo en casa- Y el alcalde dejó a su protegida atrás, siguiendo los gritos perdidos en el fondo del sendero.
Cuando se aseguró de estar completamente sola, y de que ninguno de los hombres volvería para tomar un trofeo con alguna clase de valor, Ymir se apresuró a los arbustos donde una pequeña rubia sin nombre aun tenia ambas manos sobre sus labios, mientras cerraba sus ojos con fuerza; a lo lejos, en un pueblo bueno de gente buena, el brillo anaranjado de la hoguera iluminaba el cielo nocturno como una nueva aura, más maligna que la victoria de las brujas.
-Está bien- Susurra al oído de la niña cubierta de lágrimas, abrazándola contra su pecho protectoramente; nunca, ni aun cuando su padre estaba con vida, había sentido tanta urgencia -No te preocupes, estarás bien.
Ella era la protegida de Rhodes Reiss, la que fue acogida por él y su familia cuando la cacería la dejó sola y a su suerte, ella deseaba ser una caza-brujas y esto era, en parte, su responsabilidad. Las pequeñas manos de la niña se aferraron a su pecho y espalda, y sus gruesas lágrimas impregnaron el estropeado vestido gris del que, en realidad, siempre había querido deshacerse.
Ahí, a merced de los gritos lejanos y de los vestigios de un aura que ahora parecía llorar, Ymir abrazó por primera vez a Christa Renz, la hija de una hechicera.
