Desde las frías estancias salían los quejidos de los soldados heridos.
Únicamente se disponía de un médico, que a cada momento lanzaba maldiciones mientras iba de un catre a otro acompañado por unas enfermeras con el uniforme manchado de sangre y los brazos desnudos, porque las mangas habían sido usadas para hacer vendas. Dos camilleros hablaban y fumaban impasibles en el pasillo del improvisado hospital, esperando que llegasen más heridos del frente de Anzio o que les avisasen para retirar otro cadáver.
Italia notaba todo esto sin tener que abrir los ojos, tumbado e inmóvil en su propio camastro, rezumando sangre que no iba a parar de manar pronto.
Un sacerdote sentado en un camastro junto a un soldado moribundo al que acababa de dar la extremaunción, parecía rezar con las manos cubriéndose el rostro, o tal vez escondiendo la impotencia.
Italia Veneciano podía verlo todo desde el jergón donde lo habían acostado; podía verlo y oírlo pese a que frecuentemente perdía la consciencia durante tiempo que él no podía determinar y luego despertaba otra vez en aquella pesadilla. Había perdido mucha sangre y la herida no se cerraba, todavía no.
Se preguntaba dónde estaba su hermano mayor y si él también estaba tan herido como él. Quejidos. No lo notaba por ninguna parte.
Maldizione.
El cura salió de su ensimismamiento y al ver los ojos sin vida del muchacho al que acompañaba se los cerró e hizo la señal de la cruz. Luego se incorporó pesadamente y avisó con un gesto a los camilleros. Comenzó a andar ojeando a los soldados tumbados.
Italia lo veía acercarse con paso pausado y advirtió en los ojos de aquel sacerdote la mirada que nunca hubiera querido ver de nuevo en alguien; la de la lástima más profunda.
Cerró los ojos para no verlo llegar, queriendo huir de aquella opresión; volver a abrazar a Alemania, a Japón, comer gelato, vivir, gritar. Las palabras del sacerdote resbalaban sin sentido hasta su tímpano, luego sólo un murmullo y después el silencio.
Cuando despertó, el cura ya no estaba allí. Y él estaba sólo.
