"Aquella tarde en París"


Capítulo 1: "Un hotel, ningún nombre"


DISCLAIMER: "Hey Arnold!" no me pertenece. Es propiedad de Craig Bartlett y Nickelodeon.


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Eran las ocho de la mañana y su despertador había sonado, como siempre ocurría. Las sábanas se enroscaron en sus piernas, prácticamente cortándole la circulación, logrando que abriera los ojos incluso antes de que el ensordecedor sonido de su celular, diera inicio a su día. ¿Había tenido una pesadilla, quizás? Decidió que en la mayoría de las ocasiones, profundizar los pensamientos en cuestiones que no tenían solución inmediata, era en vano. Simplemente, complicaría más su mente. El joven se incorporó en su cama, desperezándose. La tela de la sábana era tan increíblemente suave, que podía pasar por terciopelo, con total tranquilidad. Deslizó su mano, con delicadeza por el colchón. Si se lo preguntaban, podría afirmar que este había sido el hotel más hermoso que conocía, hasta ahora. El teléfono repicó. Eran las ocho y diez. Maldición. Eso significaba que le quedaban pocos minutos para bañarse y desayunar. Para vestirse e improvisar mentalmente las novedosas, pero muy probablemente ya utilizadas estrategias dialécticas. Sonrió para sí, con una pizca de vergüenza hacia sí mismo, mientras se dirigía a la ducha. En el pasado, jamás hubiera pensado que en su vida adulta se dedicaría a este tipo de actividad. ¿Es que acaso, él pasaba su tiempo conquistando mujeres y desfilando de habitación en habitación? Por supuesto que no; Arnold nunca haría ésa actividad. Él, con su amigo, trabajaba en el verano, cuando el dinero escaseaba en este extraño empleo. O al menos, eso había establecido, cuando todo comenzó.

Arnold sabía que eran más de las ocho y treinta y cinco, y que Gerald golpearía a su puerta en cualquier momento. Gruñó, cuando desgraciadamente, la tostada resbaló de su mano, cayendo inevitablemente al piso. Maldición, otra vez. Ahora comería una menos. Ahora, tendría que limpiar esa desprolijidad que cubría la baldosa de mantequilla y mermelada. ¿O no? No, pues, —recordó—, aún se encontraba en el hotel. Ya habría tiempo para explicarle a la mujer del servicio a la habitación, que él era un torpe total, pensó, a la vez que rodaba los ojos.

Cuando Gerald le propuso unirse a ese "tan simple y rápido dinero obtenido, a cambio de nada", tuvo grandes momentos de duda y dilema moral. Arnold siempre había sido un chico respetuoso, educado y contemplativo de los sentimientos de las demás personas. Tanto así, que él, en la mayoría de las veces, cercenaba los propios, en pos de no lastimar a alguien más. Esta actividad, solo era durante los veranos y solamente, porque tenían apenas dieciocho años y ningún futuro asegurado, en ese entonces. El asunto, se prolongó irremediablemente, durante cinco años más. Arnold y Gerald, ya no se dedicaban a esta actividad en verano, no. La expansión del negocio, ¿negocio? ¿Eso era un 'negocio'?, había sido importante. Y cuando quisieron notarlo, eran universitarios, que en el verano y otras estaciones, acudían a las órdenes que desde arriba recibían. Y cuando el tiempo pasó más rápido, esta era la actividad central de sus vidas, en detrimento a sus carreras, en las que aún no se graduaban.

Eran las nueve. El golpe en la puerta, sonó.

Arnold abrió, rápidamente, mientras recogía los trastos regados en todas partes.

—Buen día, buen día, ganador... —espetó el moreno, elevando una y otra vez sus cejas—. ¿Cómo amaneciste?

—Bien, supongo. —dijo el chico, resoplando—. ¿Y tú?

—Ahh... —su amigo estiró los brazos, ya sentado en el living—. Mejor que nunca, viejo. No podría estar más feliz con mi 'objetivo'.

El rubio se mordió el labio, mirándolo con desaprobación. Nunca entendería cómo Gerald podía ser tan insensible y depredador. Sin mencionar, que este aprovechaba al máximo su papel de conquistador empedernido.

—Luego de esta última, que me asignaron, cuelgo los guantes por este verano... —admitió Arnold, con hastío y desgano.

Gerald se enderezó, enarcando una ceja.

—¿Bromeas? ¿La 'tediosa Amy'? ¿Qué hubo de tan malo con ella? —cuestionó—. Parecía ser tan sensual... —dijo con voz socarrona.

Arnold frunció el ceño.

—Sabes que esa no es mi táctica, Gerald... —comentó, con tono de reproche, mientras terminaba de acomodar su ropa.

El moreno lo observó, con escrutinio.

—¿Por qué arreglas todo tu desastre? En un rato llegará el servicio...

—Gerald... —lo reprendió—. ¿Por qué eres así?

—Aquí la pregunta, —comenzó a decir—, es por qué tú eres así, pero bueno, amigo, hablemos de negocios, ¿sí?

El rubio rodó los ojos.

—En veinte minutos llamará Parsons; dijo que tiene grandes novedades.

El rubio enarcó una ceja, con incredulidad.

—¿No nos iríamos antes, esta vez?

—Mencionó algo así, como que este objetivo es solicitado por un "pez gordo". —continuó Gerald, ignorando el poco entusiasmo de su amigo ante la idea.

—¿Ajá?

—Sep. Ojalá pudiera conquistarla... —dijo Gerald riendo—. ¿Te imaginas si me casara con una millonaria?

Su amigo rió, porque parecía increíble su inexistente moral y sentido del romanticismo.

—Sabes que no podemos involucrarnos con ellas, Gerald... Se arruinaría todo.

—Sí, sí, sí... Lo sé, solo bromeaba... —aseguró, coincidente con el chico.

Luego de unos instantes, insistió.

—¿Pero no sería genial?

Arnold rodó los ojos, por millonésima vez.

—Bueno, esperemos. —sugirió el moreno.

No es que fuera inmoral. No es que cometieran delitos a diario. Ellos no se dedicaban a complacer señoritas, ni intermediaba dinero a cambio de algo específico. Ellos trabajaban para una agencia de pseudo investigadores contratados, que no eran investigadores. Todo sucedía así: una persona determinada, —que tuviera sus contactos, claro— se comunicaba con Ryan Parsons, un hombre de unos sesenta años, que gustaba del vestir elegantemente y él, les asignaba a sus jóvenes y apuestos dependientes la tarea. Arnold y Gerald, simplemente oficiaban en el curioso arte de separar parejas. Consolidadas, o no; infelices y destinadas al fracaso, por orden de un allegado de estas. Ni se vinculaban románticamente —al menos, no en la realidad—, ni debían cumplir otra función que la de, mediante la psicología y una simpatía ilimitada, convencer a esas chicas que estaban enamoradas de sus novios o prometidos, de lo contrario. Eran quienes rompían compromisos, confundían a esas chicas; logrando el objetivo algunas veces, y otras tantas, no.

Gerald tenía otra visión del asunto normalmente y solía recurrir a la seducción rápida y palabrerío fácil. Arnold, era más astuto. Basándose en la observación, paciencia y estudio de preferencias de cada mujer, él sabía cómo ganarse su lugar. Si bien no estaba prohibido expresamente, Parsons siempre les aclaró que tener cualquier tipo de relación que chicas conocidas en esas circunstancias, podría acarrearles problemas. Y Gerald, desoyó ese consejo, enamorándose de Brigitte, una de sus 'víctimas', ¡quien finalmente se quedaría nada más y nada menos, que con un ex compañero suyo, de los "rompe-parejas", vaya suerte! Desde ese entonces, él juró nunca más enamorarse de alguien, para en cambio, desquitarse de su despecho, jugando en un papel de seductor empedernido, innecesario y poco convincente.

Arnold veía a Gerald, mientras esperaban el llamado de Parsons. Se arreglaba maniáticamente el cabello, con un peine y fijador. Se había rociado de una fuertísima fragancia importada, que el hotel traía en el tocador. ¡Como si estuvieran por tratar con alguna "futura-soltera"! Pero el chico había adoptado ese estilo, como modo de vida. Él recordaba a su amigo, tal como cuando lo conoció, aquella vez en la universidad. Un chico tranquilo, quizás hasta nerd. Un perdedor con las mujeres, que se estaba vengando. Y estaba él, un chico que había pasado la mitad de su vida, tras una chica que jamás se le dio una oportunidad. Eran dos perdedores, que ahora pretendían saber más del mundo, que el propio mundo y pretendían seducir mujeres, para alejarlas de sus parejas, hasta ellos también, alejarse, bajo excusas absurdas. ¿Alguna vez se enamoraría nuevamente? Pensándolo así, ambos eran fugitivos del amor. Ambos por despecho y rechazo. Ambos, por la necesidad del dinero fácil, que no implicaba delinquir. Ambos, porque así, la vida resultaba ser jodidamente más sencilla. ¿Para qué complicarse la existencia, debatiendo entre sí y no; anhelando la llegada de esa alma gemela que, a sus escasos veinticinco años, dudaban que apareciera? Y en eso, era algo sobre lo que coincidían. Ninguno era amigo del amor. Gerald con sus trucos para desahogarse. Arnold, con su caballerosidad y picardía elegante e infalible. Ninguno había encontrado el amor y por eso, separar a otros, era como una venganza perfecta, que resultaba divertida.

El teléfono sonó.

El moreno acudió al llamado y hacía permanentes gesticulaciones, acompañadas de preguntas básicas, mientras tomaba apunte de los datos que su jefe brindaba.

—Bien. ¿Adónde nos encontraremos para espiar?

Arnold frunció el ceño. No podía evitar hacerlo, cada vez que lo escuchaba decir eso. ¿Espiar? ¿Por qué una palabra tan de...espías?

—Bien. ¿587? —repitió, verificando la altura—. Excelente. Entonces, nosotros nos reunimos a las cinco, ¿de acuerdo? —hizo una pausa—. Bien.

Colgó.

—¿Y? —inquirió el rubio.

—Tenemos a nuestra siguiente víctima, Arnie.

El chico se sentó en su cama.

—¿Cómo se llama?

Él siempre preguntaba eso, antes de otra cosa. Arnold, siempre quería saber el nombre de la chica, para idearle un rostro, hasta verla realmente. A veces creía que podía imaginarla como una premonición, con tal solo escuchar el nombre de la joven en cuestión. Su mente se dispersó en ese pequeño pero importante detalle. Su nombre.

Gerald parecía confundido, aún no respondía a su duda, mientras revisaba sus memos.

—No. No tengo su nombre, qué extraño... Supongo que Parsons no me lo dio... —dijo restándole interés—. Bien. Te pongo al corriente, viejo... —comenzó, instándolo a que le pusiera atención.

—Te escucho.

—Tiene veinticinco; es escritora y novelista; es bella, según dicen, —aclaró—; está comprometida hace seis meses con un tal Michael Jerrey Ferguson, un inglés petulante... —comentó, con desagrado—. Y el interesado en separarlos, es su padre.

Arnold oía, pero seguía pensando en cuál sería su nombre y cómo se vería.

—¿El de él?—preguntó, de repente.

—No, el de ella. El padre de la chica no quiere que ella se case con ese sujeto.

—Ah... —comprendió el chico.

—Bueno... La espiaremos en la conferencia de la presentación de su libro. ¿De acuerdo, Arnie?

—Bien... Pero, ¿es tu turno esta vez? Seré tu cómplice en este, ¿no?

—Sí, Arnold... —dijo el moreno, rodando los ojos—. ¡Cielos!, ¿cuándo superarás a la tediosa Amy?

—¡Gerald, la tipa consiguió nuestros datos reales! ¡Ella quería casarse conmigo!

El chico ladeó la cabeza, riendo descaradamente.

—Arnold, Arnold, Arnold... ¿Nunca te pasó, no? —cuestionó, con pena.

—¿Qué cosa?

—¿Nunca, jamás, te enganchaste con alguna?

—No.

—Solo yo, solo yo... —murmuraba Gerald—. Bueno, esta vez fue al revés. Una de ellas, se enamoró de ti; está bien, yo la entiendo. Arnold, no eres mi tipo, —aclaró, haciendo ademanes afeminados—, pero estás muy bien, hermano... —bromeó a su costa, sin poder parar de reír.

—¿Sabes que realmente me doy cuenta...? —comenzó Arnold, con seriedad.

Gerald arqueó una ceja, sin entender.

—¿De qué?

—De que aún sufres por ella.

—¡Ay, viejo, eso es historia! ¿No ves que ya lo superé...? —aseguró, con increíble frialdad impostada.

—Como digas... —respondió, para no seguir con una conversación inconducente—. Y bien, ¿a qué jugaremos ahora? ¿Dijiste que era escritora?

El moreno pareció pensarlo por un momento.

—Le diré que soy un editor.

—¿Editor? Gerald, eso no es creíble.

—Bien, ¿qué tal un escritor? ¡Uno frustrado, que no sabe cómo despegar!

Arnold se cruzó de brazos. Gerald no servía para este tipo de conquistas, aunque sencillamente, él no tenía ganas de hacerlo esta vez.

—Se nos ocurrirá algo, camino a la conferencia.

—Sí, seguramente... Bueno. —comenzó, recogiendo sus cosas—. Ahora que ya hablamos con Parsons, me iré un rato al gimnasio. Este cuerpo necesita tonificarse para seducir más bellas muchachas, ¿eh? —dijo una vez más, en esa patética actitud de conquistador.

Arnold resopló, asintiendo.

Ese Gerald era todo un caso...

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Como no podía ser de otra manera, la conferencia, tenía lugar en un hotel de la ciudad. No se trataba de cualquier hotel, pues, estaban en París y…París era enteramente hermoso. Su cielo, los paisajes, la nocturnidad... Todo era admirable allí. Y ambos, mientras Arnold se deleitaba en esa belleza nunca antes vista, continuaban discutiendo la estrategia.

—¡¿Cómo diablos vas a decirle que eres su 'admirador'?! —exclamó Arnold, al tiempo que Gerald conducía como un loco de la velocidad—. ¡No has leído un solo libro suyo! Y no sabes su nombre... —bufó, quejándose.

—¡Oh, su maldito nombre! —espetó Gerald—. ¿Qué clase de manía tienes con sus nombres? ¿Los escribes en tu diario, acaso?

Arnold se enfadó.

—Si no te hubieras metido en el sauna, no habríamos llegado tarde y no estaríamos a punto de morir en esta carretera.

—¡¿Yo tengo la culpa de que el hotel quede tan ridículamente lejos del nuestro?! —reclamó el moreno.

—Hoy has estado insoportable, Gerald... —lanzó el rubio, girando a verlo.

—¿Yo, insoportable? Oye, mírate nada más... Tú siempre estás quejándote de algo, viéndole el lado negativo a todo. ¿Dónde está el viejo Arnold? —cuestionó.

—¿Y dónde quedó el antiguo Gerald, ese que le temía a las mujeres?

—Oh... No, no, no. No saques esa carta ahora, Arnold. A las mujeres, figúrate bien, —aclaró—, siempre hay que temerles un poco. Están dementes. Nunca lo olvides, viejo... —sentenció con solemnidad.

Arnold lo miró con aburrimiento.

—¡Llegamos, mi lady! —exclamó Gerald, galantemente.

Se bajaron del auto a toda prisa, atravesando la puerta principal corriendo, hasta llegar al lobby.

—¡Señor! ¿Dónde es la conferencia del...? —preguntó Gerald, agotado, a un encargado.

—La conferencia por la presentación del libro... —explicó el rubio.

—Salón 204. —indicó el hombre.

—Muy gentil. —respondió, empujando a su amigo con rapidez.

Más agitados aún, llegaron al glorioso salón. Era un anfiteatro, con muchos asientos blancos, al igual que toda la decoración del lugar, con enormes columnas y ornamentado por flores frescas, similares a la portada del libro, hecho gigantografía.

Había bastantes personas, por lo que no pudieron divisar de inmediato a la autora. Una vez que avanzaron un poco más, escabulléndose entre las personas allí presentes, la vieron, todavía a la distancia. Parecía no tener la palabra en ese momento. Más bien, la que hablaba era su editora. A Gerald le resultó increíblemente densa su exposición. Hasta que el proyector se encendió, exhibiendo el prólogo del libro, con el nombre de la chica, en letras grandes.

A lo lejos, se podía apreciar a una joven de cabello rubio, suelto y con un largo flequillo que cubría mayormente su frente y en parte, sus ojos. Vestida en tonos pastel, blancos, esperaba para poder continuar con su alocución. Desde donde estaban, no lograban divisar la pantalla y leer el nombre de la chica.

—Esto no pasaría, si le hubieras preguntado a Parsons cómo se llamaba. —reprochó, mientras se abrían paso.

—¡Eso es tangencial, Arnold!

—¿En serio lo crees? —le recriminó ahora—. ¿Cómo te dirigirás a ella?

La participación de la insufrible editora era interminablemente aburrida. Incluso, la chica que había escrito el libro, lucía hastiada de escucharla. Entonces, los miró. Vio cómo Arnold y Gerald atravesaban las sillas de las personas, con curiosidad. ¿Por qué se movían así de sigilosos? Simplemente, lograron captar su atención, en un momento de quietud general.

—...Y es por eso, que les recomiendo esta maravillosa entrega. ¡Por favor, un aplauso para Helga Geraldine Pataki! —anunció la mujer, a la vez que todos se ponían de pie.

—¡Oh, cielos, rayos y centellas! —lanzó Gerald, completamente fuera de sí—. ¡Su segundo nombre era Geraldine! —exclamó, ante la extrañada mirada de Arnold, que parecía no comprender.

—¿Qué? ¿De qué hablas? ¿La conoces?

—¡Cambio de planes, urgente, Arnold! ¡Repito: cambio de planes, ya! —chilló en un susurro, ocultándose detrás de una columna gigantesca.

—¿Qué?, ¿qué ocurre?

—¡Ella era compañera mía, en la escuela! ¡Durante toda la vida! —aclaró, horrorizado.

—¿Es en serio? —inquirió Arnold—. ¿Estás seguro?

—¡Sí!, ¡Sí, Arnold!, ¡es ella! Jamás funcionará que yo lo intente. Me reconocerá...

—¿Bromeas? Has cambiado mucho... He visto fotos tuyas… —comentó, divertido.

—¡No, Arnold; no entiendes! ¡Nos detestábamos en la escuela, viejo! —decía, mientras se tomaba la cabeza—. Tendrás que ser tú.

—¡No, ya lo habíamos hablado, Gerald! Esta vez, te toca. Yo hice dos parejas seguidas. No es justo. —argumentó, ofuscado.

—¡Olvídalo!, tendrás que hacerlo, o Parsons nos despedirá, tonto. ¡Hazlo! —imploraba el chico—. Te recompensaré, lo juro.

—Siempre dices lo mismo... —acotó, con resignación.

—Esta vez será en serio, viejo. ¡Ve!

—¡Última pregunta para el público! —anunció la presentadora del evento.

—¡Hazla tú, Arnold, vamos! ¡Es una excelente oportunidad! ¡Vamos, viejo!

Arnold no tuvo tiempo a reaccionar. Simplemente, levantó su brazo, en un salto olímpico, que no podía fallar. Insistió, movió el brazo, en medio de sus nervios y sorpresa. En medio de unos increíbles pero valiosos instantes de oración, improvisación y cosas del destino, que resultaban ser mágicas. Su insistencia significó que desestimaran las potenciales preguntas de otras personas, ya que aquellas habían interrogado antes.

—¡Bueno...! ¡Usted, joven de cabello rubio! —concedió la organizadora.

Todos giraron a ver a Arnold, el jovencito del cabello dorado, delgado y alto; que sostenía miles de dudas, pero una sola pregunta, dirigida a la chica que desde hacía dos minutos, era a quien debía conquistar. Esa tal Helga Geraldine Pataki, que ahora lo veía exclusivamente a él, expectante e intrigada, más quizás, que la ansiedad que los invitados tenían por leer su obra.

La presentadora lo increpó con la mirada, como obligándolo a preguntar de una buena vez. Gerald, aterrado, yacía oculto detrás de algunos asientos. Arnold se aclaró la garganta. El sudor comenzaba a fastidiarlo. Se tomó un segundo, y decidió que las cosas saldrían como tuvieran que salir.

—Hola. Mi nombre es Arnold, soy reportero local. Mi pregunta, Srta. Pataki, es...

—Buenas tardes, Arnold. —saludó Helga, interrumpiéndolo, a través del micrófono.

—Mi pregunta es, ¿cómo logró plasmar tantas emociones incesantes a lo largo de su obra? ¿Fue un trabajo de años? ¿Tuvo una musa? ¿Siempre fue la misma...?

Helga rió.

—Bueno, creo que eso suena a más de una pregunta, ¿Señor...? —preguntó, interesada.

—Shortman. Arnold Shortman. —respondió, sonriente.

Gerald se golpeó la frente con su mano. Uno jamás decía su verdadero nombre.

—Con gusto responderé algunas de sus preguntas, Sr. Shortman. Me temo que no todas, pues nos llevaría toda la tarde y creo que se aburrirían de mí... —dijo bromeando.

—Tengo mucho tiempo, Srta. Pataki... —agregó Arnold, gentilmente.

Helga sonrió con calidez. Y sólo restaba conquistarla...

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CONTINUARÁ…


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Hola queridos lectores. ¡Feliz San Valentín a todos! Como prometí, aquí está el nuevo fic que publicaría hoy, en honor a la fecha. Será de episodios largos como este, no más de cuatro en total. Mi idea es que se extienda solo durante el mes de Febrero. Espero que les guste, es una fusión entre los personajes de HA y una película que me gustó mucho.

¡Se agradece la opinión! No teman comentar. Esto forma parte de un universo alterno; créanme, es todo un desafío para mí… Nunca he hecho universos alternos en este fandom, así que, ¡tengo miedo, pero aquí estoy! ;)

Nos leeremos en un par de días. :3

MarHelga.