Y, al igual que cada día desde que comenzó octubre, llovía.

Las gotas de agua que caían del cielo como escapando de un mal mayor que las amenazaba una vez se formaban en las nubes se acumulaban en pequeños charcos a lo largo de la acera por la que iba caminando. El chapoteo de los pasos que todos los caminantes dábamos para dirigirnos, en su gran mayoría, a nuestros respectivos trabajos formaba un gran coro de voces sin habla que solo emitían sonidos otoñales. A aquella hora de la mañana el viento aún no se había levantado.

Aún así, la humedad que pervivía en la región era la causante de que hubiese escogido un abrigo largo y considerablemente grueso para salir de casa y aventurarme en la fría mañana que tanto aborrecía.

Prefería las noches con suma diferencia. El silencio del vecindario, el sonido del oleaje a lo lejos, el rebotar de la eterna lluvia en las ventanas y el eco infinito de los truenos en las tormentas de alta mar. La paz que se podía percibir a través de cualquier sentido a aquellas horas en un lugar como aquel, era tan inmensa como lo era el cielo, o las estrellas.

El sabor suave de un café poco cargado durante una noche de trabajo y papeleo relajado, escuchando el estruendo del tráfico pero a un nivel mucho más bajo que al de cualquier capital de estado. El roce cariñoso de las sábanas procurando llamar mi atención mientras mis párpados; centinelas del día, guardianes de las puertas de mi alma, acababan su turno hasta que el sol volviese a brillar en lo alto del cielo.

Pero, como cada día, ir a trabajar era un deber que no podía permitirme tomar a la ligera. Ese era mi cometido.

La lluvia era un acompañante casi obligatorio. Desde los comienzos más tempranos del otoño hasta finales de la primavera, algo tan sencillo y corriente como un paraguas podía hacerte la vida mucho más fácil y cómoda. Pero sobre todo, más seca. O al menos todo lo seco que podías estar mientras no se levantase el viento; uno de los peores enemigos posibles, sobre todo para los pescadores.

En la pequeña ciudad de Karatsu, al oeste en la isla de Kyushu (al sur de Japón), el comercio a través del puerto había sido desde hacía unos 300 años el principal motor de la economía del lugar. No se podía admitir que fuese una ciudad comparable a Osaka o a Tokio, ni mucho menos, pero a pesar de todos los puntos en contra que pudiese tener respecto a la densidad de población, número de empresas, sedes u oficinas, o incluso al salario medio de los ciudadanos, a mí particularmente me gustaba.

Desde que era pequeña, mi domicilio no tenía un lugar fijo o estable. Con a penas seis o siete años, fui a vivir a un pequeño pueblo de Numazu, en la prefectura de Shizouka. Allí pasé tantos años como duraba la escuela elemental y la secundaria, puesto que más tarde estudié el nivel equivalente a la preparatoria en el extranjero.

Mi madre, una japonesa humilde, se casó con mi padre, un apuesto y gran empresario con genes americanos e italianos. Para entonces, antes del susodicho matrimonio, él ya era propietario de una de las sedes de una multinacional en Roma. Después del enlace, su padre; mi abuelo, enfermó repentinamente y como herencia, mis padres obtuvieron el resto de su rico imperio financiero. En resumidas cuentas, mi familia es dueña de una empresa de comercio internacional, la cual cuenta con más de una decena de sedes repartidas desde Asia hasta América pasando por Europa. Y, por supuesto, yo siempre he sido la legítima heredera de dicho imperio.

Sabiendo que mi futuro iba a basarse en administrar y gestionar una empresa, estudié empresariales en la universidad de Standford; Estados Unidos. Luego volví a Japón, pero en vez de explotar más aún una gran potencia como podría ser Nagoya o Nagasaki, decidí empezar de cero en una pequeña ciudad como lo era Karatsu.

De entre todas las miles de pequeñas, medianas y grandes ciudades con las que contaba el país, elegí quedarme allí concretamente. Pero, como un gran porcentaje de cosas y situaciones en esta vida, tiene una explicación más que razonable:


Los huecos que anteriormente ocupaban varios cuadros o fotografías, pósteres e incluso algún que otro diploma, ahora saltaban a la vista; como el espacio que deja un alumno en su pupitre cuando no asiste a clase, o como el lugar extraño y nostálgico que se queda vacío en la mesa la noche de Nochebuena; cuando los años pasan y los humanos, seres simples, corrientes, demuestran que la longevidad no es una cualidad eterna.

El espacio de mi pequeña habitación compartida estaba ocupado por varias cajas de cartón con nombres distintos escritos a rotulador permanente en sus costados. Alguna, se llenaba únicamente con libros y más libros, varios documentos y apuntes sueltos y demás objetos similares que cupiesen allí. Otras, estaban repletas de ropa; de hecho, la gran mayoría. Y unas pocas más, contenían demás objetos personales.

La mudanza estaba resultando más pesada que triste o melodramática. De hecho, había acumulado tantas cosas en cuatro o cinco años, que no estaba muy segura de cómo iba a transportarlo todo de vuelta a Japón. El cuarto de la residencia de estudiantes en la que había vivido hasta entonces, se me había hecho pequeño. En verdad, éramos dos chicas las que lo compartíamos, pero la habitación resultaba ser una de las más grandes de todo el edificio. Estaba en la planta más alta y tenía unas vistas espectaculares de todo el campus de Economics.

Las paredes violetas, las cortinas blancas, y aquel gancho para la ropa que colgaba de la puerta, el mismo que frecuentemente se descolgaba y nos propinaba unos sustos de infarto, eran cosas sencillas que echaría bastante en falta. No podía imaginarme la vida más allá de los manuales de economía e inecuaciones que se apilaban encima de mi escritorio.

En ese momento, la mesa estaba llena de papeleos de última hora. Concretamente, el billete de avión que había comprado por Internet hacía dos semanas, el pasaporte, y mi título de graduada en Buisness Administration and Management.

Era por la mañana; esa misma noche cogería un vuelo desde el Aeropuerto Internacional de San Francisco que me dejaría en el Aeropuerto Internacional de Tokio. Y, tras ese viaje, comenzaría la siguiente etapa de mi vida, lejos de todo aquello a lo que me había acostumbrado, de todo aquello que conocía. Volvería a Numazu, donde me crié, donde crecí. Y allí seguiría el resto de mis días.

Pese a todos los pensamientos centrados en mi futuro, más tardío o más próximo, lo que en dicho momento me importaba era conseguir guardar en sus respectivas cajas todas mis pertenencias. Estaba intentando encajar en la caja de "Zapatos" mis sandalias de verano con mis botas de invierno cuando, de pronto, tocaron a la puerta.

"Yes?"

"Mantén ese inglés a buen recaudo, compañera." contestó entre risas Sakura; mi compañera de habitación.

Las dos éramos japonesas y, por lo tanto, no teníamos que usar el idioma oficial del país; el inglés, para comunicarnos entre nosotras. Era una chica muy amable, pero un poco obsesiva con sus extraños pasatiempos. La noche que me despertó con el ruido de un ventilador destrozando el interior de una sandía caducada marcará el resto de mis veranos para impedirme dormir.

"Tengo que reconocer que se me hará extraño poder pensar sólo en japonés cuando haya vuelto a casa." Dije con una sonrisa nostálgica, mientras cerraba la caja de "Zapatos" con cinta de embalar.

"Sí... se echarán de menos tus excéntricas exclamaciones cuando la comida de algún restaurante italiano del centro no sea congelada." Volvió a reír.

Respondí con otra risa. Prácticamente todas mis cosas estaban guardadas en cajas, no había rastro de mi estancia en aquel gran cuarto luminoso. Ni si quiera un típico "Mari Ohara" seguido de un corazón, o unas iniciales pintadas en una esquina de la pared. Era como si nunca hubiese estado allí.

Aquel extraño sentimiento de que, para muchísimas personas mi ida no significaría nada, de que aquella habitación de paredes violetas y cortinas blancas no tendría ningún significado especial para nadie que no fuese Sakura, me dolía de alguna manera que no llegaba a comprender. No era que me importase el hecho de que mi nombre no fuese recordado por alguna hazaña espectacular, porque no le daba importancia alguna en realidad. Pero, era una sensación confusa. Aquel último día de mudanzas en la universidad significaba un punto y a parte que, como tal, venía seguido de muchas contradicciones para poder empezar con claridad el siguiente capítulo de mi vida.

"¿A qué hora te marchas?" Preguntó Sakura, sentándose con tranquilidad sobre su cama.

"En unas dos o tres horas. En cuanto acabe de ordenar todos los papeles para marcharme, iré a pedir un taxi." Respondí, sentándome yo también en mi cama.

Ella intentó sonreír, pero se notaba que, al menos por dentro, no estaba precisamente feliz. Habíamos compartido muchos años en aquel cuarto, y, obviamente, nos echaríamos de menos aunque fuese a la hora de dormir o de levantarnos.

"Espero que te vaya muy bien en Japón."

"Gracias. La verdad es que de lo que tengo más ganas, es de comerme un buen tazón de ramen auténtico, y no uno de esos de imitación que hacen por aquí." Reí. Ella también se rió.

El Sol se estaba comenzando a esconder. La luz rojiza y anaranjada que llegaba a pasar a través de las cortinas blancas daba un aspecto cálido a aquella habitación. El grado de nostalgia que estaba sintiendo hasta entones se hizo mayor, y no pude evitar levantarme para darle un abrazo a mi antigua compañera de cuarto.

"Te echaré mucho de menos, Sakuracchi. Espero que te vaya bien y acabes la carrera sin ningún problema. No te olvides de ponerte en contacto conmigo en cuanto puedas." Le dije intentando contener mis lágrimas. Nunca se me habían dado bien las despedidas.

"No te preocupes, Mari. Te mandaré varias postales con fotos de la playa, ¿vale? Y cartas. Te llamaría por teléfono pero me quedaría sin ahorros y tendría que ir mendigando comida por todas las habitaciones así que tendré que economizar."

Me gustaba que Sakura siempre supiese encontrar un punto gracioso a cualquier tipo de situación; eso hacía las cosas más sencillas. Sonreí, y ella también.

"Bueno, voy a coger la maleta e iré bajando. Acuérdate de que mañana por la mañana van a venir a recoger las cajas para mandármelas."

"Sí, sí. Me lo has dicho cientos de veces en esta última semana. No te preocupes. De lo que sí que te tienes que preocupar es de no perder el vuelo de hoy, así que date prisa." Dijo, mientras me empujaba fuera de la habitación. No pude evitar reírme de nuevo.

"Que te vaya bien. ¡Y no te olvides de contactarme!" Grité, mientras me alejaba por el pasillo, en dirección al ascensor.

"¡Que sí, pesada! ¡Buen viaje!" Gritó Sakura entre risas. Y aquel gesto que mostraba, aquella sonrisa nostálgica pero entusiasmada que solía portar, me acompañó todo el camino hasta el primer taxi que paró justo en frente de mí en la calle más próxima al campus donde se encontraba la residencia de estudiantes.

Para entonces, tan rápido como el taxi había aparecido, el sol había acabado de esconderse. Desde el vehículo en marcha a través de la autopista se podían observar las luces de los edificios, de la universidad, de las farolas y de los demás coches, motos y camiones. Daba la sensación de que un baile nupcial de luciérnagas de colores había tomado las calles de California. El taxi tenía las luces apagadas y, desde el interior, me sentía segura y cómoda. Era precioso que aquel acogedor lugar me diese una despedida tan calurosa y emotiva.

No tardamos demasiado en llegar al aeropuerto. Tampoco había demasiado tráfico, así que en cuanto llegamos, el taxista me ayudó a sacar la maleta para luego marcharse. Miré como el automóvil volvía a arrancar para regresar a la carretera general. Me quedé un rato mirando a la nada, luego sacudí la cabeza y entré en el aeropuerto.

Era de noche, pero el edificio estaba repleto de personas de muchas nacionalidades distintas deambulando de mil maneras diferentes. Una familia de piel oscura miraba con confusión las pantallas de información sin tener muy claro a qué puerta de embarque debían o no dirigirse. Una pareja de piel blanca y cabello tan rubio que casi se asemejaba al albino corría arrastrando sus maletas y sorteando a las demás personas como si su vida dependiese de ello. Más lejos, una guía turística acompañaba a un grupo considerablemente grande de personas con rasgos orientales hacia una de las salidas, y aún más allá, tres pilotos, dos hombres y una mujer, todos ellos con su chaqueta del uniforme sobre un hombro y un maletín en la mano contraria, caminaban con tranquilidad hasta sus respectivos aviones mientras mantenían una entretenida conversación.

Caminé con duda, dando pasos lentos y cada uno mejor pensado que el anterior, hasta la pantalla de información principal; la más grande y mejor situada.

En ella, se podía apreciar la gran variedad de vuelos internacionales, y unos pocos nacionales, que iban a despegar en las siguientes dos horas. Busqué el vuelo con destino Tokio, y comprobé el número de la puerta de embarque, la hora y el estado; el cual iba en hora, sin ningún tipo de retraso.

Fui caminando con paciencia e intentando disipar mis nervios tarareando alguna que otra canción comercial de la radio con estribillo pegadizo hasta que vi a la azafata encargada de verificar la autenticidad de los billetes. Me saludó y deseó buen viaje en ingles y yo asentí con una sonrisa, para después caminar a través del pequeño túnel con ruedas que llegaba a la puerta misma del avión, donde dos azafatas más esperaban a los pasajeros con una cara de felicidad (bastante forzada, ya que podía notarse fácilmente en sus rostros el cansancio acumulado que llevaban a rastras).

Mi asiento estaba justo al lado de la ventanilla, y, aunque el aeropuerto estuviese lleno, aquel vuelo en concreto estaba casi vacío. Algo que resultaba bastante extraño tratándose de un país tan poblado como lo era Japón.

Mi maleta estaba en el compartimento que había encima, y sobre mis piernas llevaba mi bolso, portador de todos mis documentos valiosos. Apoyé la cabeza contra el asiento, y suspiré. Estaba bastante cansada, y aún me quedaba un largo vuelo por delante, en el que tenía que cruzar el océano Pacífico de punta a punta. Tendría tiempo de sobra para dormir, pero aún así, algo me lo impedía. Estaba cansada, pero no podía dormir. No aún. Dentro de mí, cientos y cientos de sentimientos confusos que nunca antes había tenido que sufrir o sentir, daban vueltas como hojas secas movidas por el aire de un día ventoso de otoño. Tenía la extraña sensación de que para descansar, debía asimilarlos con calma y paciencia.

Cuando el aterrizaje (ligeramente brusco, en mi opinión) me despertó, estaba amaneciendo en Japón. La mayoría de los pasajeros, al igual que yo, se despertaron al mismo tiempo debido al sobresalto de tomar tierra a tanta velocidad.

Desperezándome y bostezando, me levanté con lentitud para alcanzar la maleta que iba en el compartimento superior. Junto con las demás personas que viajaban allí, esperamos de pie en el estrecho pasillo que había entre los grupos de asientos, hasta que las azafatas y demás personal del aeropuerto abrieron la puerta del avión y la conectaron a un túnel con ruedas que nos llevaría directamente al interior del edificio.

Estaba lloviznando, y hacía bastante más frío que en California pese a estar en uno de esos meses "cálidos" del año. Arrastrando mi maleta a través del pequeño túnel, pensaba en cómo salir del complejo de edificios para comprar el próximo billete de tren directo a Numazu.

Pero, justo entonces, cuando el esquema que tenía en mi cabeza funcionaba a una perfección más que deseada, la vi.

Era una chica alta, de complexión atlética. Su cabello, de un azul oscuro como las profundidades marinas, pero al mismo tiempo brillante como el sol en una calurosa tarde de agosto, estaba recogido en una coleta alta. Llevaba una camisa blanca y un jersey verde, que acentuaban la curva de su cintura y el tamaño de su pecho. Y sus ojos, violetas, o quizás morados, eran capaces de apartar la lluvia y el frío de un lugar como aquel.

En sus manos llevaba tres o cuatro papeles diferentes, de distintos tamaños. Miraba con confusión las pantallas informativas, las personas que venían e iban de un lado para el otro, las que salían, las que entraban, etc. Colgada de uno de sus aparentemente fuertes y robustos hombros, llevaba una mochila de tela vaquera con varios parches cosidos en ella. Parecía haber tenido un gran uso, ya que saltaba a la vista lo gastada que estaba.

De pronto, cogió con sus labios uno de los papeles para guardar los demás en aquella mochila, pero su mirada estaba centrada en el reloj de pared de enorme diámetro que permanecía en todo su esplendor sobre la pantalla principal.

Volvió a coger con la mano izquierda el papel que sostenía en los labios, y comenzó a correr hasta la salida, como si llegase tarde a algún sitio.

Al ir tan rápido, con tanta prisa, no cerró bien la mochila de tela vaquera, y uno de los papeles que antes había metido, se le cayó; pero ella no se dio cuenta.

Mientras miraba con suma atención como se alejaba del papel que residía ahora en el suelo, me acerqué lentamente hacia él. Luego, quedándome quieta, lo miré. Para las cientos de personas que había allí, en ese mismo momento, no había sucedido nada particular. En cambio, para mí, algo se había salido fuera de mis meticulosos esquemas. Tenía la extraña sensación de que, algo tan pequeño como aquel papel, significaba un camino nuevo y totalmente distinto a seguir.

Parecía una locura, pero, aún así, me acerqué lo suficiente como para poder recogerlo.

Para mi sorpresa, el papel resultaba ser una pequeña postal. Por la parte de atrás, no había ningún mensaje ni dirección apuntada, pero, de todos modos, parecía bastante maltratada por el paso del tiempo. Las esquinas estaban estropeadas y la postal un poco doblada y amarillenta. Por el otro lado, había una fotografía de un castillo tradicional Japonés, y debajo de ella, como pie de página, se podía leer Castillo de Karatsu, Karatsu, Saga.

Me quedé un rato considerablemente largo observando aquella foto, pero, en verdad, mi sentido de la vista no era consciente de lo que estaba mirando. Porque mi mente, estaba en otro lugar. Uno mucho más lejano que el lugar en dónde estaba mi cuerpo en dicho momento.

Mi mente estaba todavía perdida en aquel cabello tan largo, de color azul marino, y en aquellos ojos morados tan hermosos como los cerezos en flor cuando se está enamorado. No tenía la menor idea de por qué, de repente, el billete a Numazu pasó a ser algo totalmente secundario cuando, hacía a penas unos diez o quince minutos, era mi misión principal.

Pensándolo bien, en verdad, no importaba a qué destino me dirigiese. Tenía que empezar de cero de todos modos; alquilar un piso, buscar un trabajo y conocer gente. No estaba muy segura de cómo aquella chica que a penas conocía más que por su hermoso semblante, me había hecho cuestionarme aquella importante decisión.

Pero como la vida está compuesta de decisiones erróneas y acertadas, de aquellas que tomamos por gusto o por obligación, de las que nos hacen felices o no; comencé a andar con decisión hasta el mostrador de la compañía con más vuelos nacionales. Compré un billete directo a Fukuoka, y busqué la puerta de embarque. El vuelo iba a salir en a penas veinte minutos así que me di prisa, y en cuanto pude, mostré a la azafata mi carnet de identidad y mi billete, entré en el avión y me senté al lado de la ventanilla, ya que al igual que en el vuelo desde San Francisco, iba casi vacío.

Saqué la postal de mi bolso y, durante prácticamente todo el trayecto, me quedé mirándola. ¿Cómo un simple trozo de cartón, y una chica hermosa, habían conseguido aquel efecto en mí? No tenía sentido. Pero bueno, tampoco me importaba demasiado.

Cuando llegué, cogí un tren directo a la estación de Karatsu. El viaje a través de los raíles no fue demasiado largo, pero a mí me pareció una eternidad. Estaba deseosa por bajar de allí y poder observar con mis propios ojos mi futuro. Poder tocarlo con mis propias manos.

Bajé del tren poco después, junto con mi maleta, mi bolso, y aquella vieja postal. Desde la parada en la que estaba, se veía toda la ciudad. El castillo, algún que otro edificio grande, el puerto, y varios barcos pesqueros.

Inspiré el aire marítimo que se podía respirar en cada rincón de la ciudad, y lo único que pude pensar antes de dirigirme en busca de un piso de alquiler fue:

¿Volveré a ver a esa chica de ojos morados?


A/N: ¡Hola de nuevo, queridísmos lectores!

Si ya habéis leído antes mis historias, es probable que me conozcáis por mi clásico nozoeli (como el drama de Desde Rusia con Amor, o las risas con El Compromiso), y si esta es la primera vez que leéis algo que yo haya escrito, dejadme presentarme:

Adoro escribir con todo mi alma. Una vez, me enamoré del nozoeli hasta tal punto, que quería escribir una historia que hiciese a la gente sufrir, llorar, o sentir algo más allá de lo que se siente simplemente al leer algo que no transmite nada. Quizás suene a locura, pero para mí era importante reflejar en palabras unos sentimientos tan dolorosos y pasionales. Pues bien, después de aquello; de hecho meses después, vi Love Live! Sunshine!, y, ¿qué sucedió? Que después del capítulo 9, volví a enamorarme.

No penséis que el nozoeli y el kanamari son lo mismo, porque no lo son en absoluto. Pero de ello, pueden salir historias con tanta fuerza que nos hagan sentir cosas similares. Así que, aquí estoy yo de nuevo. Con una nueva historia.

Espero que me comentéis vuestras más sinceras opiniones, y si os gusta, le deis al botón de seguir o al de favorito.

¡Nos vemos en el próximo capítulo!