—¡Imbécil! —gritó, lanzando una olla que pasó a centímetros de la cabeza de España. Había ido a la cocina exclusivamente a cogerla.
—¡Cálmate, Roma! —dijo el otro desesperado, luego de esquivar el objeto como en Matrix.
—¡Cuál cálmate, animal! —Eso, por supuesto, era como invocar al diablo. Pero Toño no aprendía, que de por sí Romano estaba siempre enojado, y aún así ponía su propia vida en juego —¿Quién te dio permiso de hacer eso?
Lo único que había hecho España era darle un besito... en la boca. ¡Pero era un beso inocente! Y aún así había logrado que Romano se convirtiera en una fiera. Sin embargo, muy en el fondo, España estaba feliz porque era la primera vez que llegaba tan lejos (aunque fuera de esa forma).
Romano siguió vociferando durante algún rato más, aunque ya no le lanzaba cosas.
—Siempre haces justo lo contrario a lo que uno quiere que hagas —murmuró finalmente —. Sabes que lo último que quiero es chuparte los dientes.
España casi nunca reparaba en los insultos de Romano debido a que asumía que era la reacción del momento, pero esta vez en particular caló profundo en él. Claramente estaba diciendo que lo último que quería era que su relación de volviera de ese tipo, no que simplemente le molestara que hiciera alguna otra cosa hasta cierto punto. Romano en verdad lo estaba rechazando, y eso le bajó los ánimos. Había decidido bajar la velocidad. Y luego quizás...
—Oye, tú —Romano trataba de llamar su atención, pues de repente se había quedado callado y quieto en un solo lugar. Ya no intentaba "calmarlo" —, ¿qué te pasa, estúpido? ¿Por qué te quedas así? ¿Te rindes? ¿Aceptas que tienes la culpa?
—Sí, lo que tú digas... —respondió con una risa nerviosa —Ya tengo que irme, Roma. Nos vemos.
Romano realmente se quedó pasmado frente a la puerta luego de que él salió. ¿Lo habrían raptado los aliens de Alfred? Porque él no solía hacer eso. Usualmente se quedaba fastidiando durante mucho tiempo.
¡Pero qué importa!, pensó Romano, si es mejor que lo deje en paz de una vez.
No tenía mucho que hacer, así que se quedó viendo un documental sobre tortuguitas. Luego se dio cuenta de que le recordaba al imbécil de España, así que lo cambió a cualquier canal, y apareció en la pantalla un tipo árabe hablando de quién sabe qué. Pero a Romano no le quedaban más fuerzas para cambiar nuevamente de canal; su cabeza comenzaba a balancearse adelante y hacia atrás. En medio de su somnolencia (porque nunca lo admitiría en condiciones normales), pensó que España hacía su día a día un poco más soportable.
—
Romano detestaba las reuniones mundiales y esas conferencias. Eran sumamente aburridas. Y más cuando estaba separado de Feli. Este se había adelantado mientras que Romano se tardó en el camino, por lo que seguramente ya estaría en casa.
Al llegar abrió la puerta y no vio a nadie en seguida, y pensó que quizás había chocado porque siempre lo recibía con efusividad. De alguna forma se le ocurrió meterse a la habitación y se le olvidó lo que sea que iba a buscar debido a la horrible imagen que se encontró al atravesar el umbral. Ese troglodita obsesionado con las papas estaba en su cama completamente desnudo, viéndolo como si se hubieran metido los aliens, en una posición extraña, y tenía como un collar de perro. No había visto a Feliciano, pero no le dio tiempo de que saliera pues había salido huyendo.
Intentó llamar desde un teléfono público (porque no tenía saldo, ¿saben?) para tratar de quejarse con España, porque fue la primera persona que se le ocurrió, nada más. ¡Pero este insistía en no responderle!
Como a la octava vez (mentira, estaba exagerando, fue la tercera) sí se apresuró a coger el teléfono.
—¿Quién habla? —dijo España desde la otra línea.
—¡Yo pues, quién más!
—Mm, ¿Romano?
—¿Qué? ¡¿Acaso no reconoces mi voz, cara de...?!
En ese momento, España apartó el teléfono de su oreja antes de que lo teleabofeteara. Luego se la acercó de nuevo. Romano no había notado que había hecho eso porque estaba ocupado insultándolo.
—¿Qué pasa, Roma?
—¡Ese gorila invadió mi casa!
—¿Quién? ¿Ese "bastardo patatas" o algo así, como tú le llamas?
—¿Puedo quedarme en España? No quiero respirar el mismo aire que él respira.
Desde el otro lado de la línea Romano pudo escuchar un ruido extraño que hizo el otro, que era como un mugido pero no como las vacas sino como de sorpresa. Romano no es muy bueno describiendo.
Luego de eso hubo un silencio eterno.
—¿Es...?
—¡Claro que sí, Romanito!
