Disclaimer:

Severus, Harry y otros posibles personajes y lugares que aparezcan o se nombren en este fic, y que forman parte del Universo Potteriano son propiedad exclusiva de la Sra. Rowling. Todo lo demás sale de mi depravada imaginación.

Nota de autora:

Antes que nada debo advertir que este fic empecé a escribirlo en el verano del año 2011, y pretendía ser un regalo de cumpleaños para ti, ItrustIbelieve. Ha pasado tres veces tu aniversario y este es un regalo tan atrasado (en el ínterin has llegado incluso a modificarte el nombre XD) que es posible que no le encuentres una razón de ser :)

A despecho de no ser el mejor momento para que lo recibas y puesto que al fin está acabado sólo deseo que esta historia -aunque sé que no será del todo de tu agrado-, no te disguste y, ahora que lo pienso, te parezca demasiado oscura ;)

Bien, creo que es mi obligación advertiros de que, como ya sospecharéis, el fic no está beteado (no me parecía correcto ya que se trataba de un regalo), y de que puede que encontréis escasez o demasiada profusión de comas, incluso algún que otro párrafo que quizás os resulte confuso, pero confío en que eso sea todo; ya sabéis, mi beta se encargaba de esas cosas -y de mucho más, por supuesto-, pero no voy a poner aquí todos mis muchos defectos, ¿no? XD

Espero que nada de lo que os he dicho os impida continuar adelante y que disfrutéis de veras de la lectura :)

Un abrazo.


Capítulo 1. Tinieblas

El calor se escapaba de su cuerpo a través de bocanadas de vaho que se perdían en la oscuridad, entre las hojas de los árboles. Desde su posición elevada sobre el árbol, podía verlos reír, unos metros más allá, junto a la casa en llamas, llamándose a gritos, borrachos de adrenalina y crueldad. Apoyó su mano derecha en el tronco y en cuclillas respiró profundamente para conseguir calmar a su corazón, desbocado por el pánico, al huir del mortífago alto y delgado. Apenas le había visto la cara debido a la oscuridad de la noche, pero recordaría su voz allí donde fuera. Y lo que era más importante: sabía su nombre.

»»» 1 «««

Una pálida mano se deslizaba por el suave pelaje del gato negro. La larga cola se movía en una lánguida cadencia, al ritmo de las caricias del hombre, mientras él perdía su mirada a través de la ventana, en la solitaria oscuridad de la calle de la Hilandera.

Eran apenas las cinco de la mañana, pero había decidido levantarse porque ya no podía resistir el seguir echado en la cama. Llevaba despierto desde las tres aproximadamente, aunque él no lo podía saber con exactitud, por supuesto. Ahora había un montón de cosas que no podía saber con exactitud.

Aunque había otras muchas que sí sabía con una precisión matemática.

Tres pasos y medio separaban su cama del armario de su habitación. Otros cuatro eran la distancia entre el armario y la puerta. Desde allí, cinco hasta la cima de la escalera, cuyos diecisiete escalones le hacían descender a la planta de abajo. A su derecha, una puerta a dos pasos era la cocina. A su izquierda, a tres pasos, estaba el salón. Y dentro del salón, a cinco pasos en dirección oblicua, su butaca favorita donde ahora estaba sentado con el maldito gato tendido en el regazo. Treinta y siete pasos y medio era todo lo que necesitaba saber hasta que ella llegara.

Ella. Su única conexión con el mundo. Mal le pesara.

Desde que había despertado a la oscuridad perpetua hacía ya ocho meses en San Mungo, tras el ataque de la serpiente del Señor Tenebroso, ella había sido prácticamente la única persona con la que había hablado. O mejor debería admitir, la única con la que se había permitido hablar.

Cuando Harry Potter había vuelto a buscar su cuerpo inerte a la Casa de los Gritos, el muy estúpido se había dado cuenta de que aún respiraba, aunque de forma superficial, y de que apenas conservaba el conocimiento. La pérdida de gran cantidad de sangre había hecho que sus miembros estuvieran entumecidos y fríos, y también le impidió protestar cuando el maldito Gryffindor lo había alzado en sus propios brazos y lo había llevado junto al resto de los caídos en el Gran Comedor para ser reconocido por Madame Pomfrey. Allí, su exhausto cuerpo sí se había rendido a la inconsciencia, no volviendo a despertar hasta pasado mucho tiempo. Nunca creyó que hubiera sido el suficiente.

El día en que su aletargado cerebro al fin logró abrirse camino a través de la negra inexistencia, Severus no quiso moverse, ni siquiera quiso parpadear; con lentitud, pero con determinación, consiguió controlar su respiración, volviéndola tranquila y regular; recordó lo que le había sucedido al final de su vida, su conversación con el Señor Tenebroso, el ataque de Nagini, los recuerdos entregados a Harry Potter en el último momento. El suelo de la Casa de los Gritos era de madera, no mullido y suave a su tacto, así que determinó que estaba en una cama, o quizás en un catre de Azkabán, pero eso sólo podía significar una cosa: había sobrevivido.

Y entonces la escuchó por primera vez. Su voz era suave, aunque también algo grave. Una voz exquisita de mujer. Un agradable aroma a cítricos, ni extremadamente dulce ni demasiado ácido, se arremolinó en su experta nariz.

—Ya vuelvo a estar aquí, profesor Snape —la voz, incorpórea, se acercó a su oreja derecha, haciéndole cosquillas en el lóbulo con su aliento—. ¿Le apetece que lo afeite? —Tras un breve silencio, continuó—: Bueno, ya que no protesta…

Había pasado muchos años como espía, entrenando los músculos de su rostro para que no mostraran un solo sentimiento, así que se dejó afeitar sin dar ni la más mínima señal de conciencia, ni un leve pestañeo.

Tras lo que parecieron horas, pero bien podían haber sido días, salió de su mutismo y su inmovilidad. La mujer de voz grave, cuyo perfume nunca abandonaba del todo la habitación, se acercó a él para susurrarle:

—Profesor Snape, ¿está usted bien? Profesor Snape, contésteme. Profesor Snape…

Un gruñido áspero salió de su garganta reseca al darse cuenta de que, aún con los ojos abiertos, todo era oscuridad.

—¿Tiene sed? —Fue la respuesta de la mujer a su quejido—. Espere.

Pasados unos instantes sintió cómo algo cilíndrico era introducido entre sus labios.

—Beba —le ordenó suavemente, y él se limitó a aspirar por el tubo—. Vamos, beba, profesor. ¿Sabe dónde está? Tengo… tengo que ir a buscar al doctor.

A partir de ese momento los hechos se desarrollaron con una rapidez alarmante. Se lo explicaron todo: el por qué de su voz enronquecida a causa del desuso de sus cuerdas vocales y del daño producido por la profunda mordedura, que se había curado mucho tiempo atrás; el por qué de su estado de coma provocado por el veneno de la serpiente, inoculado directamente en su sistema sanguíneo; el por qué del entumecimiento de sus extremidades, aún a pesar de los continuos masajes y ejercicios pasivos a los que lo sometía diariamente su enfermera particular; el por qué de la presencia de dicha enfermera, gracias a la generosidad de su benefactor, el señor Harry Potter, que la había contratado y corría con todos los gastos de su salario. Se lo contaron todo.

Excepto el por qué de su ceguera.

Los meses se sucedían y él recuperaba lo perdido: el habla, la movilidad. Todo menos la visión. Reputados especialistas estudiaron su caso, determinando que se trataba de un síntoma somatizado más que de un efecto secundario causado por el veneno de Nagini o por algún otro tipo de agente vírico que le hubiera afectado únicamente a los ojos. Así que en todas las ocasiones acabaron por rendirse a la evidencia de que jamás recuperaría la vista si él no quería recuperarla.

Pero eso no era lo peor. No poder ver cuánto había a su alrededor lo sumía en una situación vulnerable, aunque no lo suficiente como para que no pudiera suplirla con el resto de sus desarrollados sentidos; además no había nada en este mundo que él quisiera ver. Pero sí había algo que quería hacer y que su ceguera le había arrebatado: magia.

Era consciente de que la conservaba, seguía sintiéndola en las puntas electrizadas de sus dedos, revoloteando a su alrededor y dentro de él. Destellos de magia, le dijeron. Pero para dominar esos destellos necesitaba de su varita, y ésta le fue requisada para seguridad de todos.

Así que de la noche a la mañana, en un abrir y cerrar de ojos, el poderoso ex mortífago espía de Dumbledore, Maestro en Pociones, héroe reconocido y superviviente de las dos guerras mágicas, y un mago capaz de volar sin escoba, se había convertido en alguien tan inútil para el Mundo Mágico como Rubeus Hagrid. Un hombre con magia, pero incapaz de usarla. Alguien peor que un squib. Alguien aún más amargado que antes.

—Señor Snape —le dijo un día una voz masculina, acompañada de un penetrante olor a manzana—. Ya no podemos hacer nada más por usted aquí, así que me temo que vamos a tener que darle el alta. A nuestros efectos está usted completamente recuperado.

Habían hecho bien en confiscarle su varita. Habría condenado al infierno a todas las supuestamente misericordiosas almas que revoloteaban alrededor de su cama mientras él recibía semejante noticia.

Media hora más tarde, en la única compañía de su enfermera, y sedado hasta las cejas, aún seguía murmurando:

—… completamente recuperado… completamente recuperado… recuperado… completamente…

—Profesor Snape —susurró la enfermera mientras posaba una de sus pequeñas y cálidas manos sobre la de él, que se crispaba en espasmos, agarrando las sábanas—, no se preocupe por nada, yo cuidaré de usted. Aquí o donde sea, hasta que vuelva a ver. No pierda la esperanza.

—No pienso seguir aceptando la caridad de Potter —logró decir tras mucho esfuerzo, para luego sumirse en un sueño inducido por las drogas.

Pero lo había hecho, había aceptado la caridad y la enfermera que conllevaba esa caridad hacía meses, cuando había vuelto a casa, y aunque jamás lo admitiría en público, no se arrepentía en absoluto.

El sonido del pestillo de la puerta de la calle al ser descorrido sacó al gato de su reposo, clavó las afiladas uñas en sus rodillas al desperezarse, y saltó de su regazo al suelo, alejándose hacia la puerta del salón para recibir a la mujer que acababa de entrar con unos sonoros maullidos y ronroneos.

—Hola, Shadow —dijo la recién llegada con cariño, mientras el gato se callaba en mitad de un maullido contundente. Era evidente que le había agarrado y ahora debía estar acunándolo entre sus brazos, a juzgar por el fuerte ronroneo que llegaba desde las alturas, a la derecha de Severus—. Buenos días, profesor Snape, ¿cómo se encuentra hoy?

—Lamentablemente vivo —susurró con voz fría—. Igual que ayer.

—No debe decir esas cosas, profesor —lo reconvino la mujer.

Él ni siquiera se giró para darle una verdadera bienvenida, pero al notar el peso del gato al caer de nuevo en su regazo alzó los ciegos ojos hacia donde creía que debía estar su rostro.

—Y, ¿por qué no debo hacerlo, enfermera Tretcore? —preguntó—. ¿Teme que si lo digo en voz alta las suficientes veces se cumplirá mi deseo?

—No debería desear ese tipo de cosas.

—¿Ah, no? —Tamborileó con los dedos de la mano derecha sobre el brazo de la butaca, cuyo cuero estaba raído por los años, mientras con la izquierda volvía a acariciar el pelaje del gato—. Y según usted, ¿qué es lo que debería desear? ¿Qué el señor Potter deje de pagar su sueldo para que no venga más?

—Una cura, profesor Snape, eso es lo que debería desear —pudo notar cómo la mujer encendía un espléndido fuego en la chimenea del salón—. Y quizás también que se le suavizara el carácter.

—Para eso es demasiado tarde, me temo. Llevo cuarenta años siendo un cabrón insensible.

—Y se le da bastante bien, de eso no hay duda.

Cuando la enfermera se separó de él, el calor de las suaves llamas rojizas le calentó el rostro, obligándole a parpadear con rapidez, como si su resplandor pudiera afectarle. Severus podía escuchar a su alrededor el ajetreo que producía la mujer, con toda probabilidad quitando el polvo a los viejos muebles, cosa que, como enfermera, no era necesario que hiciera, pero que hacía igualmente. A veces deseaba tener la suficiente animosidad como para destrozar la habitación antes de que ella llegara por las mañanas, para así demostrarle que se excedía en sus obligaciones.

—¿Por qué hace eso?

—¿El qué?

—Tanto ruido —gruñó malhumorado—. No puedo concentrarme en mis propios pensamientos, que dicho sea de paso, son lo único que tengo.

—Eso no es cierto. Tiene a Shadow. —La enfermera estaba en algún lugar cercano a las estanterías donde guardaba los libros de Artes Oscuras. Esos libros que ahora ya no podía leer ni consultar como antaño. Pensar en eso lo puso de peor humor y apenas logró percibir el tono ligeramente tenso de la mujer al seguir diciendo—: Y también me tiene a mí.

—Bueno, eso dígaselo al eminente señor Potter. —Una ladeada y cruel sonrisa se posó en los finos labios mientras hablaba—. Es él quien le paga, así que en realidad es él quien la tiene. Yo sólo estoy obligado a soportarla.

Severus pudo notar una extraña energía desplegándose a su alrededor. Había aprendido a la perfección que ésa era la reacción habitual de la enfermera ante sus siempre malintencionadas palabras. Pero como ya sabía, la energía se replegó en sí misma a los pocos segundos. Debía reconocer que la mujer era una verdadera artista de la contención.

—Yo también lo soporto a usted, por si no se había dado cuenta.

Severus imaginó que, aparte de los dientes apretados que se adivinaban tras sus palabras, también había unos puños prietos que lograban reprimir el desplante que pugnaba por abrirse camino.

—Ajá. —Asintió él cerrando sus inútiles ojos negros, satisfecho—. Para eso le pagan.

»»» 2 «««

Maureen Tretcore se quedó quieta observando el rostro cetrino del hombre sentado en su butaca junto a la ventana. Sus ojos negros, muertos, miraban sin ver a la lejanía, más allá del fuego a su izquierda, y de la cada vez más luminosa claridad del día al frente. En ocasiones como aquella, cuando las primeras palabras que intercambiaba con él por la mañana tenían ese tono punzante, le daban ganas de mandarlo todo al infierno. Dejarlo allí en su ordenado salón, para que, como él mismo deseaba una y otra vez, pudiera morir en completa soledad.

Pero nada más tomar forma ese pensamiento en su cerebro se desvaneció. No podría abandonarlo de ese modo. Recordaba que una vez él le había comentado que si no había acabado con su vida tirándose escaleras abajo, o rebanándose el cuello con un cuchillo de la cocina, era porque no le parecía elegante que ella lo encontrara como un indigno muñeco de trapo desmadejado a la mañana siguiente. También añadió que podría tener la decencia de no aparecer nunca más por su casa.

Evidentemente, Maureen ignoró la sugerencia y asumió que el hombre en realidad no quería matarse, pero el hecho de que hubiera pensado el modo de hacerlo la llenó de un profundo desasosiego. Si alguna vez acababa por cumplir con ese propósito, le desbarataría todos sus planes.

Cuando había acabado la segunda guerra mágica, tras la Batalla Final que tuvo lugar en Hogwarts, la noticia de la muerte de Lord Voldemort y la solicitud de ayuda para con la multitud de heridos reunidos en el Colegio de Magia, se extendieron como la pólvora. Ella fue de las primeras en presentarse voluntaria y se puso, gustosa, bajo las órdenes de Madame Pomfrey.

Como enfermera, había trabajado en algunos graves accidentes aéreos y ataques terroristas del mundo muggle, pero toda su extensa experiencia no la había preparado para la total desolación y la gran cantidad de heridos que llenaban el milenario castillo.

Le llevó semanas alcanzar su objetivo inicial, encontrar a Severus Snape, y cuando lo hizo, fue para averiguar que había sido trasladado, inconsciente, al hospital de San Mungo. Lo más discreta y fríamente que pudo, preguntó sobre su estado para descubrir que llevaba en un extraño coma desde que había sido objeto de la mordedura de la gran serpiente de Lord Voldemort.

Durante aquella época los días fueron largos, llenos de curas y desgaste mágico, con apenas unos minutos de descanso para comer, y por las noches no podía hacer otra cosa más que dejarse caer agotada en un lecho vacío, para poder descansar unas pocas horas antes de volver otra vez a atender a los enfermos, algunos de ellos dañados por extrañas maldiciones oscuras y difíciles de eliminar.

Una noche, después de un par de meses de incansable trabajo, consiguió reunir el valor y el tiempo suficientes para viajar hasta Londres y acercarse a la cama que ocupaba el hombre en el hospital. Lo sorprendente fue que allí se encontró con la visita, no menos ilícita que la suya, del Salvador del Mundo Mágico, Harry Potter, a quien halló profundamente abatido.

Pronto descubrió el sentimiento de culpabilidad que afectaba al joven mago. El chico creía que no debería haber abandonado el cuerpo de Snape en la Casa de los Gritos, que si hubiera actuado de otro modo ahora su antiguo profesor de Pociones no estaría en la situación en la que se encontraba, debatiéndose entre la vida y la muerte.

Hablaron largo y tendido aquella noche. El adolescente le contó muchas cosas de su adusto profesor. Parecía como si, a medida que iba desgranando su historia común, se percatara de la infinidad de malentendidos que habían llenado sus vidas. Maureen empezó a dudar de la legitimidad de sus propios motivos para estar allí aquella noche, pero se guardó de comentárselo al joven Harry. Por el contrario, llegaron a un acuerdo en apariencia satisfactorio para ambas partes: él sufragaría los gastos para que ella se dedicara al cuidado de Snape a tiempo completo. El acuerdo había sido cómodo hasta que el hombre había despertado. Ciego.

Snape había intentado despedirlos a ambos con cajas destempladas, pero tras dos años de búsqueda incansable para encontrar un modo de que el hombre despertara, Harry no estaba dispuesto a aceptar sus protestas, así que lo ignoró deliberadamente y su trato siguió en pie. Y Snape lo había aceptado. A decir verdad, no tenía demasiadas opciones más. Ellos eran su única ayuda.

—¿Se puede saber por qué me mira? —preguntó Snape con voz dura, sacándola de sus reflexiones.

—¿Cómo sabe que lo miro a usted? No perdería el tiempo en semejante cosa —le respondió ella con acritud—. Para desayunar, ¿prefiere huevos revueltos o tortilla? —preguntó, cambiando de tema.

—Huevos revueltos, por supuesto. ¡Qué pregunta tan absurda!

Tras el tono molesto del hombre, Maureen se percató de su incomodidad por haber dado por supuesto que estaba siendo observado. Aunque en realidad fuera cierto. Muchas veces se quedaba contemplando su rostro sin poderlo remediar. Y lo que más la sorprendía de aquellos momentos era que el sentimiento que le inspiraba no era el que ella había previsto.

»»» 3 «««

Severus decidió no decir nada más, ni antes ni después del desayuno. Le molestaba haber caído en las trampas de antaño, cuando podía ver y dirigía sus fríos y negros ojos a cualquiera para hacer que se le helara la sangre en las venas. Amilanaba al más pintado. Ahora su mirada muerta no le permitía hacerlo.

Pero eso no le impedía intuir algunas cosas, ciertos comportamientos y actitudes. En ocasiones parecía como si la enfermera actuara de modo extraño, como si ocultara algo. Casi había notado su mirada sobre él, escudriñándolo, pero lo había negado sin posibilidad de réplica, aprovechándose de su ventaja absoluta sobre él. Y aunque la mayoría de veces la mujer era amable y no solía contestarle con mordacidad, había momentos (como parecía ser aquél) en que se adivinaba que algo la perturbaba. Quizás era él mismo quien causaba ese efecto.

Sea como fuere, el silencio que se había instalado entre los dos era pesado y asfixiante, así que le satisfizo sobremanera que tuviera que ser ella quien se viera obligada a romperlo. Lo hizo tras el desayuno, con el sonido de fondo de los platos y las tazas de té entrechocando entre sí mientras los limpiaba al modo muggle.

—¿Prefiere pasear por el parque o cerca del río? —preguntó en tono neutro, con la voz lejana, evidenciando que estaba de espaldas a él.

—Por el río —contestó Severus mientras se levantaba de la mesa.

Se giró en dirección a la entrada, donde en el primer perchero, como siempre, colgaba su capa. Ella siguió hablando.

—El río apesta, creo que sería mejor que fuéramos por el parque. Está algo más lejos, pero…

—Prefiero el río —la interrumpió, ladeando la cabeza en la dirección de la que provenía la voz de la mujer.

—El parque es más agradable, profesor.

—¿Agradable para quién? —preguntó en tono áspero—. Supongo que para alguien que pueda ver, como usted. Iremos por el río.

Severus odiaba el río, pero sabía que ella aún lo odiaba más, y pretendía desquitarse.

Esperó en el estrecho recibidor unos cinco minutos, hasta que la enfermera se reunió con él, le agarró del brazo y salieron al fresco exterior. Con paso firme y decidido se dirigieron unas calles abajo, hasta llegar cerca de la orilla del maloliente río. No le era necesario ver para saber que sus aguas estaban negras. Un río negro. «Negro y muerto como yo», pensó.

La enfermera Tretcore carraspeó a su lado en diversas ocasiones mientras paseaban en silencio. Severus parpadeó algo confuso porque tenía la sensación de que la mujer quería llevar a cabo una conversación con él, quizás desde que había llegado a su casa, y no supiera cómo. Esperó impaciente hasta que la escuchó carraspear de nuevo.

—Está bien, ¿qué pasa? —Le preguntó, con más brusquedad de la que había pretendido.

Tretcore que al menos no tenía la odiosa costumbre de fingir que no sabía de qué le estaban hablando cuando algo la incomodaba, murmuró al fin:

—Yo, ehmm, me gustaría pedirle un favor, profesor.

El hombre alzó una ceja, incrédulo. Estuvo tentado de ignorarla, de castigarla por su insolencia de la mañana. Pero aunque tiempo atrás había sido capaz de mantenerse en silencio durante horas como simple castigo para cualquiera que le hubiera molestado, ahora no le resultaba placentero puesto que le era imposible apreciar el efecto que causaba su mutismo.

—No me llame más profesor. Ya no lo soy y dudo que vuelva a serlo nunca —le había parecido un buen modo de hacerla hablar sin pedirlo abiertamente. No podía negarse a sí mismo que sentía curiosidad por saber qué era aquello que deseaba pedirle.

Ella se mantuvo en silencio durante unos pocos instantes, hasta que le apretó un poco más el brazo y susurró:

—A tres pasos hay un escalón.

Severus asintió, contó tres y dio un paso en el aire hasta tocar el suelo, unos centímetros más abajo. Siempre era grato cómo le daba las instrucciones con antelación. Era una de las muchas cosas que le agradecía, pero como era habitual en él, nunca lo hacía en voz alta.

—Necesito que… quisiera que me… me preguntaba si querría…

—Debe ser algo realmente grave si la hace tartamudear —se burló.

—No tartamudeo —contestó Tretcore—. Dudo.

Severus no pudo evitar sonreír. No supo si ella lo había visto, pero como siguió hablando, intuyó que sí.

—Tengo una reunión familiar esta tarde. Me gustaría que usted me acompañara.

Se detuvo, mirando al frente. Sin mirar en realidad.

—No me gustan las reuniones familiares —acertó a decir.

—A mí tampoco —admitió ella—. Por eso le pido que me acompañe.

—¿Va a utilizarme como excusa para marcharse antes? El pobre lisiado al que cuida necesita volver a casa…

—Si le fuera a utilizar como excusa —la tensión marcaba cada sílaba—, no le pediría que viniera. Mi padre quiere conocerle.

Severus notó cómo le tiraba del brazo para volver a ponerse en marcha, pero él se resistió, clavando los pies firmemente en el suelo. Estaba abrumado por la última frase de Tretcore. No esperaba que admitiera el verdadero motivo por el que lo «invitaba». Si es que aquél era el verdadero motivo.

—¿Y para qué querría él conocerme?

—Porque le he hablado de usted —le tironeó de nuevo de la manga y esta vez sí se puso en marcha—. Y porque me complacería mucho que viniera conmigo.

Sólo por la inercia, Severus continuó caminando.

»»» 4 «««

Maureen se sentía aún más intranquila desde que Snape había consentido en acompañarla. Temía que cualquier cosa saliera mal. Temía el viaje hasta Hampshire. Temía la conversación que tendría que mantener con su padre. Pero sobre todo lo que más temía era la reacción del propio Snape.

Eran las cinco y media de la tarde y, enfundada en su vestido corto y sencillo de color vino, lo contemplaba en toda su estatura, vestido elegantemente con un traje negro, junto a la chimenea en la que se apoyaba de modo casi distraído. Volvió a sentir ese escalofrío de excitación que cada vez más a menudo le recorría el estómago.

—¿Cómo vamos a ir? —preguntó el hombre, en su voz suave de terciopelo.

Ella taconeó a través del pequeño salón hasta llegar a su lado. Le tomó la mano, sin dejar de observar su rostro pétreo, y la posó sobre su propio brazo. Se acercó un poco más pero sin llegar siquiera a rozarle.

—¿Preparado?

—Sí —dijo Snape y, enervantemente, elevó una única ceja antes de preguntar—: ¿Lo está usted?

Cuando volvieron a aparecerse lo hicieron en la misma estancia en la que ella, dos días atrás, había hablado con su padre, el señor Tretcore.

Sus padres se alojaban en aquella habitación de hotel -una suite- todos los años, para pasar parte del verano. Había sido allí donde él le había enseñado a disparar cuando sólo tenía diecisiete años y había empezado a preparar su tan ansiada venganza. Ahora todo era distinto. Ella era distinta.

Molesta consigo misma despejó la mente de esos recuerdos con un ligero cabeceo y se concentró en el hombre que la acompañaba. Estaba muy rígido, sus ojos negros, aunque ciegos, eran profundos e impresionantes, y estaban fijos en algún punto por encima de su hombro derecho. Lo condujo hasta una silla.

—Espere aquí, profesor. Voy a buscar a mi padre —ya se alejaba cuando giró sobre sus talones, para verle con el rostro ladeado en su dirección—. ¿Quiere… quiere tomar algo?

—Estaré bien —contestó él, y volvió a perder la vista al frente.

Maureen cruzó la puerta que separaba el salón del dormitorio propiamente dicho. Sentada frente a un tocador lacado en blanco, dándole la espalda, había una mujer con el cabello muy corto y rubio, de un cálido tono pajizo.

—¿Madre? —dijo Maureen.

La mujer del tocador se giró, sobresaltada. Debía rondar los cincuenta, su boca, amplia y perfilada, mostraba tenues arruguitas junto a las comisuras, y sus ojos, ligeramente saltones, eran de un verde pálido casi descolorido. Sólo llevaba maquillaje en uno de ellos.

—Cariño —exclamó con cierta sorpresa—. No creí que vinieras después de la discusión con tu padre.

—De eso he venido a hablar, madre.

La mujer se levantó, mostrando un vestido de cóctel de color azul turquesa, y se acercó a su hija con un lápiz de ojos en la mano.

—¿Lo has hecho?

Maureen negó con la cabeza.

—¿Entonces? No me dirás que… —la señora Tretcore echó un vistazo a la estancia de donde venía su hija y vio allí a un hombre sentado en una silla, completamente vestido de negro, con el cabello -también negro- demasiado largo, y una prominente nariz destacando en su perfil—. Le has traído. ¿Qué pretendes, hija?

—Pretendo que padre me ayude.

—Te dijo que no.

—Por eso hablo contigo. Para que me ayudes a convencerlo.

—Yo no pienso meterme en esto, no. —La mujer regresó al tocador donde se sentó y empezó a maquillarse el otro ojo—. Lo decidisteis sin contar conmigo. Yo…

—No puedo hacerlo, ¿no lo entiendes? Todo es distinto ahora.

—¿Pero qué demonios te ocurre? —Le espetó la mujer, girándose en la silla, para encararse con su hija—. ¿Sufres el síndrome de Estocolmo?

—Snape no me ha tenido secuestrada.

Maureen se vio sometida al exhaustivo escrutinio de esos ojos verdes, acuosos y rodeados de ligerísimas patas de gallo. La señora Tretcore, para su edad, conservaba una bonita piel, blanca y fina, que más de una jovenzuela querría para sí. Ella jamás podría heredar esa piel.

—No todo es como yo creía, madre. Sólo quiero que me mire a los ojos y me lo explique. Que me dé su versión de los hechos. Sólo eso. ¿Es tanto pedir?

De la otra habitación les llegó el sonido de una puerta al cerrarse y ambas miraron hacia allí, incapaces de moverse.

—¡Violete! —gritó una voz de hombre, profunda y enérgica—. ¡Violete! Tenemos que…

Maureen salió a su encuentro aunque supo que era demasiado tarde. Un hombre alto y fuerte, ancho de espaldas y vestido con un traje de color crema se hallaba frente a Snape, que se había levantado de su silla, mirando sin ver, y con la mano extendida.

—Señor Tretcore, soy…

—Sé perfectamente quién es usted —espetó el hombre recién llegado, que se alejó de él con los labios fruncidos en una mueca de asco.

—¡Padre! —Le recriminó Maureen mientras observaba cómo Snape bajaba la mano y dirigía su rostro inexpresivo hacia ella, sin decir nada—. No es necesario que…

—¿Qué hace este hombre aquí? —El señor Tretcore la fulminó con la mirada para luego ignorarla, y volvió a gritar—. ¡Violete!

—Padre…

—¡Violete!

—¿Hay algún problema, enfermera Tretcore? —susurró Snape.

El rostro de Maureen se tiñó de preocupación y corrió a su lado. Se colocó frente a él, entre Snape y su padre y lo agarró de los brazos para forzarle a sentarse de nuevo, pero no parecía dispuesto a aceptar esa opción.

—Siéntese un momento, profesor. Por favor, siéntese. Puedo solucionar esto. —Cuando Snape lo hizo al fin, se giró hacia el otro hombre—. Padre, ¿podemos hablar allí? —señaló la habitación de la que en ese instante salía la señora Tretcore.

—Robert —dijo la mujer, sus dos ojos perfectamente maquillados miraban a su marido.

—¿Por qué les has dejado entrar, Violete?

—Porque Maureen quiere que la ayudes.

—Sí, pero ya le dije que…

—Y yo también lo quiero —le interrumpió tranquilamente la mujer.

—Vayamos a la habitación —volvió a intentar Maureen.

—Violete…

Ante la mirada atónita de su marido, se dirigió hacia el hombre ciego que estaba junto a su hija, y se presentó.

—Señor Snape, soy Violete Tretcore, la madre de Maureen —le cogió una mano entre las suyas para estrechársela un instante—. Le pido disculpas por el comportamiento de mi marido, pero no se preocupe, es un excelente hechicero.

»»» 5 «««

¿Aquella mujer acababa de utilizar la ofensiva palabra «hechicero»? Severus estaba tan seguro de que su sentido del oído estaba perfectamente, como de que el sentido de la vista lo tenía perdido. Frunció el ceño y ladeó su rostro en dirección al del sonido de la voz demasiado aguda de la mujer. Olía al dulce y empalagoso aroma de las mimosas.

—¿Hechicero? Señora Tretcore, con el debido respeto, la palabra hechicero es grosera y…

—Profesor —le interrumpió la voz de su enfermera—. Profesor, mi padre no quiere que lo llamemos mago, ¿comprende?

—Pero…

—Escúcheme, le he traído aquí porque… —hizo una pausa, durante la cual le asió las dos manos. Severus sintió la calidez de esas pequeñas y suaves manos y volvió su rostro de nuevo hacia el delicioso aroma de los cítricos— porque la semana pasada hablé con Harry —sin poder evitarlo, la sola mención de Potter lo puso en tensión, y la rigidez que se apoderó de sus brazos se extendió hasta los largos dedos de sus manos— y en San Mungo no han conseguido obtener buenos resultados con las últimas pruebas. Están perdiendo la esperanza.

—Creía que eso había quedado claro cuando me echaron del hospital hace meses —dijo Severus.

—Quizás para los médicos sí, pero desde luego no para Harry ni para mí. Ha patrocinado una línea de investigación que…

—¡¿Han estado haciendo experimentos a mis espaldas?! —gritó indignado.

—Profesor, estábamos buscando una cura.

Ofendido, Severus se levantó de la silla.

—Ahora lo comprendo todo. Ese interés en ayudarme, en venir a mi casa para… Lo único que han estado haciendo es obtener evidencias para hacer sus malditas investigaciones. ¿Cómo se ha atrevido, Tretcore? Si tuviera mi magia…

—¡Pero no la tiene! —Severus volvió a notar la acumulación de energía justo frente a él, la magia contenida de su temperamental enfermera—. ¡Maldita sea, profesor! Si no recupera la vista nunca le devolverán su varita, ¿es que no lo entiende?

—Por supuesto que lo entiendo, ¡hablamos de mi varita! ¡Hablamos de mi vida!

—Y yo sólo intento que vuelva a querer vivirla.

Severus se apaciguó ante el significado y el tono tranquilo en que fueron pronunciadas las últimas palabras. Llevaba tanto tiempo pensando que no merecía vivir que ni siquiera se permitía el hecho de quererlo. Pero era evidente que su cuerpo pensaba por encima de su mente y actuaba por su cuenta. Su cuerpo sí quería vivir y eso era lo que le impedía dejarse caer por la escalera, lo que le impedía coger una cuerda y atarla a las gruesas vigas de su habitación y colocársela al cuello. Su sentido de la supervivencia era superior a su deseo de morir.

La mujer se había aprovechado de esa pequeña tregua para calmarse ella también, así que la pulsión que Severus había sentido hacía un momento, junto con su propia magia arremolinada en su latente pecho, habían desaparecido.

—Padre, quiero que intentes ayudarle —oyó que decía, medio metro más allá. Sus palabras salieron ligeramente temblorosas, pero Severus no supo determinar el motivo—. Con la magia convencional no han conseguido curarle, pero creo que tú podrías…

—Este hombre mató a tu…

—¡Ya no se trata sólo de eso! —Le interrumpió—. Te lo dije. Quiero que intentes devolverle la vista, quiero que…

—¿Quién es usted, enfermera Tretcore? —preguntó Severus, inquieto por las palabras que había escuchado de boca del hombre. Él nunca había matado a nadie, exceptuando el doloroso recuerdo de Dumbledore, por supuesto. Pero eso había quedado aclarado tiempo atrás. El insufrible niño Potter se había encargado de ello, aunque si creía que se lo iba a agradecer, estaba muy equivocado. Del mismo modo que no pensaba agradecerle que lo hubiera dejado en compañía de una enfermera que escondía mucho más de lo que parecía en un principio. Como ella no respondía, insistió—: Explíqueme de qué va todo esto.

—No, profesor. Ahora no. —Tras una pequeña pausa, añadió—: ¿Padre?

Hubo un breve silencio, durante el cual Severus no supo qué pasó, pero éste fue roto por la voz aguda de la señora Tretcore.

—Hazlo, Robert.

Un par de pasos y Severus notó una presencia de gran tamaño frente a él.

—Siéntese —le dijo el hombre.

—Yo no he matado a nadie. —Pensó que debía decirlo, no por justificarse, sino simplemente por aclarar la situación. Si querían hacerle daño podían hacérselo, no le importaba, pero ya no quería que su vida estuviera rodeada de mentiras, al menos no de las suyas—. No sé a qué se refieren con que yo…

—Oiga —le interrumpió el hombre—, Maureen quiere que haga esto. Yo preferiría comer excrementos de centauro antes que ayudar a un mortífago como usted…

—Padre —escuchó cómo le recriminaba su enfermera.

—… pero quiero mucho a Maureen. Y a mi esposa. Y haré lo que me piden, aunque eso no quiere decir que deba usted caerme bien, o que necesite que me hable, así que guarde silencio, ¿entendido?

Severus únicamente asintió. Durante los siguientes quince minutos -o, al menos, ese fue el tiempo que él pudo calcular en su oscuridad- sintió cómo los dedos del hombre, cuyas yemas eran ligeramente callosas y muy grandes, se presionaban contra sus ojos, le cerraban los párpados superiores para luego tirar hacia abajo de los inferiores. Escuchó extraños sortilegios y hechizos pronunciados en una lengua que no conocía, y que le hicieron cosquillear la delicada piel que rodeaba sus ojos. Finalmente, el hombre se separó de él.

—Necesitaría saber algo más. ¿Qué tipo de serpiente era la que lo mordió?

—¿Cree que es prudente que hable? —No se pudo resistir a soltar con ironía.

—Si pretende que lo cure, le conviene, sí.

Reprimió el deseo de sonreír, y empezó a hablar:

Nagini era una serpiente gigante, pero no tengo ni idea de su raza, quizás era una víbora de…

—Eso déjemelo a mí —le interrumpió el hombre—. ¿No sabe de dónde la sacó su Amo?

—No me contaba todas sus intimidades, ¿sabe? —Severus casi podía sentir la mirada recriminatoria de la familia Tretcore al completo, así que añadió—: No. No lo sé.

—Está bien. Entonces, descríbamela. Sin conjeturar.

Respondió a todas las preguntas que el hombre le hizo hasta que éstas se acabaron, y el señor Tretcore le dijo que se pondría en contacto con él cuando hubiera averiguado el modo de ayudarle.

Tras la fría despedida del matrimonio Tretcore, Severus y su enfermera se aparecieron de nuevo en la casa de la calle de la Hilandera.

Seguía enfadado por el hecho de haber sido engañado, tanto por Potter -cosa que no le sorprendía del todo- como por la enfermera, por la que se había sentido totalmente traicionado. Era curioso que hubiera confiado más en esa mujer a la que no conocía que en su propio ex alumno. Pero, ¿realmente no la conocía? Era evidente, por lo que había podido escuchar, que ella sí lo conocía a él.

¿Quién era? Eso mismo iba a preguntarle cuando sintió que el aroma de los cítricos inundaba sus fosas nasales y el pequeño cuerpo femenino se acoplaba al suyo, al tiempo que los suaves labios de su enfermera («Maureen, se llama Maureen», le decía su abrumado cerebro) se presionaban contra los de él. Era una sensación tan agradable que por un momento estuvo tentado de dejarse llevar. Escuchó un gemido antes de que los labios de la mujer lo liberaran, aunque no se separó de él del todo.

—¿Este es el precio a pagar por haber recibido la atención de su padre?

No supo por qué había dicho eso exactamente, pero el efecto inmediato fue el frío que dejó el cuerpo de ella al alejarse del suyo.

—¿Cómo?

La incredulidad teñía las dos sílabas, en la voz grave y sensual de la mujer. ¡Por todas las brujas quemadas en la hoguera! Severus se moría por seguir besándola. Por comerse sus palabras junto con el resto de su cuerpo. Llevaba mucho deseando aquello, y negándose a sí mismo el desearlo, pero entonces él no sabía que le habían estado ocultando cosas. La Legeremancia no es muy útil cuando el legeremante es ciego, ¿verdad?

—Pregunto si ese es el precio que…

—Lo he oído —de nuevo sentía la energía crepitante de la magia a punto de desbordarse—. ¿Es incapaz de reconocer cuándo algo se le ofrece?

—¿Y usted se me está ofreciendo, enfermera Tretcore? —espetó.

—Me parece que eso ya poco importa.

—He vivido demasiado para saber que nada es gratuito. Me he pasado la vida pagando por todo lo que he hecho. Y, ya que hablamos de eso, ¿qué es lo que cree que hice?

—Debería marcharme ya.

—¿A qué viene tanta prisa? —Intentó asir a la mujer, dirigiendo su brazo en la dirección de la que provenía el sonido de su voz, pero no lo logró—. Hablemos de ello, o es que, ¿usted ya lo sabe todo? Porque, en ese caso, debería darme alguna pista.

El rotundo taconeo le indicó que la mujer se alejaba. El portazo fue otra muestra evidente de sus intenciones. Como para convencerse aún más de que había dejado escapar la oportunidad de sentirse un poco menos muerto aquella noche, un contundente maullido se elevó desde sus pies.

—Lo sé, maldito gato —susurró—. Lo sé.