I

Ignorando las miradas incrédulas de los paseantes en camiseta de manga corta, Castle sube un poco más la cremallera de su gruesa chaqueta de lana, tan diferente de las americanas que suele llevar, y cruza la calle. Han pasado ya dos semanas desde el incidente en la cámara frigorífica, pero él todavía no se siente recuperado del todo. Todavía se despierta por las noches empapado en sudor, con la imagen de la bomba que casi se lleva todo por delante clavada en su retina. Todavía se estremece al recordar cómo se apagaba la luz de los ojos de Beckett mientras se desvanecía en sus brazos. Y todavía, noche tras noche, le atormentan las palabras que ella nunca llegó a decirle. Quiero que sepas lo mucho que…

Después de que el caso fuera resuelto y la calma se apoderara de nuevo de la comisaría (o al menos, toda la calma que puede esperarse en una comisaría), Montgomery mandó a todo el equipo a casa, con las órdenes específicas de descansar durante al menos una semana. Gracias a las interminables reuniones en la editorial, a los actos de promoción de sus novelas y a las súplicas de Alexis y su madre de que se lo tomara con calma, esa semana se transformó en dos, y al final del decimoquinto día sin ver al equipo (está bien, sin ver a Beckett), Castle está más que listo para volver al trabajo. Pero hay algo que debe hacer antes.

Beckett y él dejaron una conversación inacabada. O varias, si es completamente sincero consigo mismo. Está claro que la detective intentó decirle algo antes de perder el conocimiento (quiero que sepas lo mucho que…), y Castle no va a dejar que las palabras caigan en el olvido. Esta vez no.

Permitiéndose un último instante de nervios, Castle respira hondo antes de entrar en el portal, encaminándose directamente a las escaleras. El ascenso hacia el apartamento transcurre más rápidamente de lo que esperaba, mientras él sigue animándose mentalmente a hacer lo que ha venido a hacer. Antes de que se dé cuenta, sus pasos le han llevado automáticamente a la puerta, y sus nudillos ya están golpeando la pesada superficie de madera.

Esta se abre enseguida, revelando a una sorprendida Kate Beckett en sudadera y leggins (al parecer, a ella también le cuesta entrar en calor), que sonríe cálidamente al comprobar de quién se trata.

—Castle, ¿qué haces aquí? —saluda ella, pero su tono indica más confusión que indignación, lo que él toma como una buena señal.

—Pensé que me echarías de menos —se encoge de hombros él, mientras sigue a la detective al interior del apartamento, sonriendo ante el resoplido de diversión de ella.

—Qué amable por tu parte pasarte a saludar —responde Beckett dejándose caer en el sofá, con un rastro de ironía en la voz— sobre todo después de una semana entera de papeleo. Desde luego, eliges bien tus "compromisos" de escritor.

Charlan durante unos minutos, poniéndose al día, mientras Castle trata de armarse de valor para sacar el tema que le preocupa. En una pausa en la conversación, sus ojos se dirigen hacia el escritorio del rincón y se le cae el alma a los pies al ver una sudadera de hombre tirada descuidadamente sobre el respaldo. No hace falta ser un detective para deducir el propietario de la prenda. Josh.

Beckett debe de notar el cambio en su expresión, porque sigue la línea de su mirada, el ceño fruncido y un brillo curioso en la mirada.

—¿Qué pasa?

Castle hace todo lo posible por recuperar la sonrisa, pero le sale forzada, como si no perteneciera a su rostro. Volviendo a mirar a Beckett, sacude la cabeza. ¿En qué estaba pensando? Ella tiene novio. Un novio que canceló su viaje al extranjero para quedarse con ella, para darle una oportunidad a su relación. Y es lo que ella quería, ¿no es así? Alguien que estuviera con ella sin reservas. Parece que por fin lo tiene.

Beckett sigue mirándole expectante, preguntándole con la mirada si algo va mal, y él necesita salir de aquí, y deprisa.

—En realidad, Beckett, venía por otro asunto —comienza él, buscando una excusa sobre la marcha—. ¿Recuerdas el libro que te presté? Es de Alexis, y me ha pedido que se lo devuelva, si has acabado con él.

Beckett parpadea un par de veces, con aire confuso, y un tinte rojizo le cubre las mejillas.

—Claro, perdona. Lo acabé la semana pasada. Un momento.

Al quedarse solo en el salón, su mirada vaga hacia la estantería, a la ecléctica colección de libros y objetos que describen mejor a Beckett que sus tres novelas sobre ella. Y, precisamente, son sus novelas las que toman el lugar preferente en las baldas. Son ejemplares relativamente nuevos, pues su colección original voló por los aires junto con medio apartamento, pero se aprecia alguna arruga en el lomo de varios de ellos, señal inequívoca de que han sido leídos. "Y decías que no eras una fan, Beckett", piensa él, divertido, mientras una idea descabellada toma forma en su cabeza.

Antes de tener tiempo para replantearse su impulsiva decisión, Castle agarra el bolígrafo que yace olvidado en la mesita de café y una de sus novelas, dirigiéndose a la página de la dedicatoria. Si no puede pronunciar las palabras, por lo menos, las escribirá.