****La historia no es mia es una adaptacion al final pondre el nombre del autor y el nombre original de la historia.
los personajes son propiedad de Stephanie Meyer****
**Contenido altamente sexual con temas de violacion y maltrato**
La delicada y tímida Isabella, joven corista de la Opera de París, oculta un voluptuoso secreto. Cuando cae la noche y las luces del escenario se apagan, una enigmática sombra pronuncia su nombre y la arrastra por caminos de pasiones escondidas, mostrándole el poder de su voz y despertando toda su sensualidad con sus manos aterciopeladas y su rostro desconocido. Es su ángel de la música, su tutor, su inspiración, quien le enseña cómo afinar las notas para que suenen perfectas mientras recorre lentamente su espalda y posa sus labios en su cuello nacarado. Él, la legendaria figura que aterroriza a todo el mundo de la ópera, es el único que puede someterla, que la hace vibrar con cada uno de sus susurros y atenciones, un enigmático hombre sin cara que la transporta a un mundo de placeres ocultos, haciendo emerger tanto su musicalidad como sus deseos más recónditos.
Esta es la historia del Fantasma de la Opera como nunca antes había sido relatada.
PRIMERA PARTE
PARÍS, 1887.
Isabella Swan cerró los ojos al sentir caer ondulando la pesada y suntuosa seda alrededor de su cuerpo ceñido por el corsé. Jamás había soñado que llevaría un vestido tan fino, con el brillo de tantas gemas y los encajes que caían en cascada de todos los ribetes y volantes. La seda era de color rosa claro y las joyas formaban un arco iris de colores carmesí, fucsia y verde peridotita. Encajes en todos los matices de blanco, blanco nieve, blanco crema, blanco azulado, marfil viejo, caían de las mangas hasta el suelo. Diminutas rositas de seda rosa y roja adornaban los agujeros del encaje siguiendo su dibujo.
El vestido era pesado y olía al empalagoso perfume de Victoria, y cuando la rodeó se le tapó la nariz y le lagrimearon los ojos. El olor no era el aroma puro de rosas que le enviara su ángel de la música, el aroma en que ella hundía feliz la nariz para aspirarlo. El olor del vestido desechado por Victoria era apestoso y sofocante, tal como la propia Victoria.
Sin embargo, de todos modos se lo pondría, porque esa noche iba a ocupar el lugar de la prima donna en algo más que su vestido. Cantaría el aria de Julieta de Roméo et Juliette de Gounod, delante de todo el público del Teatro de la Opera porque ese día Victoria, la estrella, se había marchado pisando fuerte tras un ataque de furia.
Ese día, durante el ensayo, se soltó de su sujeción la barra de uno de los telones de fondo y cayó muy cerca del vestido que tenía puesto Isabella en ese momento pero que entonces llevaba la diva Victoria. Esta acababa de tener el placer de conocer a los dos nuevos administradores del teatro, los señores Vulturi y Cullen, cuando la barra de madera con el telón cayó con gran estruendo a los pies de ella, rozándole la orilla del vestido.
En el instante en que la barra con el pesado telón de lona tocó el suelo, Victoria saltó hacia atrás con toda la rapidez que le permitía su generoso volumen, haciendo saltar sus pechos y carrillos, y sus gritos de indignación resonaron en el repentino silencio. Se dio una palmada en el pecho, haciendo subir una nube de polvo blanco.
—¡Qué atrevimiento! ¡Qué atrevimiento! —gritó, arrancándose el alto sombrero con plumas y arrojándolo a uno de los encargados del vestuario. —¡La Victoria está enferma! ¡La Victoria no va a cantar!
Diciendo eso salió pisando fuerte del escenario, en un revuelo de faldas y plumas, mientras los dos administradores la miraban consternados.
Se oyeron horrorizados susurros alrededor del escenario y en el foso de la orquesta:
—¡Es el fantasma de la Ópera!
—Ha vuelto a hacerlo.
—La barra podría haberla matado.
—Él fue el que me robó la borla para mis polvos —siseó una de las bailarinas.
—Anda como una sombra —añadió otra.
—Es un malvado —rió Michael Newton, el jefe de tramoyistas, agrandando los ojos para asustar a las jóvenes bailarinas. —Tiene los ojos como carbones encendidos, los dientes negros y podridos. La piel de la cara estirada y amarillenta, y su ropa negra le cuelga de los huesos. Os dará caza y se os comerá para la cena.
Madame Esme, la directora del coro y del cuerpo de baile, silenció las murmuraciones con un fuerte chasquido de los dedos y la mirada de sus ojos negros como azabache.
—No habléis de lo que no sabéis —ordenó, mirando fijamente a Newton, que no se había molestado en hablar en voz baja. —Ahora, ¡a trabajar! Tú también, Jessica. Puede que seas nuestra primera bailarina, pero de todos modos debes concentrarte en practicar.
Acto seguido hizo salir a las bailarinas a la sala de descanso del ballet, separada del escenario por el bastidor metálico. Angela la directora de coreografía, indicó a los actores que siguieran con el ensayo. Si continuaron los susurros y murmullos, madame Esme no los oyó, o al menos simuló que no los oía.
Sin duda era muy desafortunado que ese incidente ocurriera justo el día en que los dos administradores nuevos tomaban las riendas del famoso Teatro de la Ópera de París. Los administradores salientes, Debienne y Poligny, habían sido respetados y temidos por los actores. Pero los dos nuevos, los señores Cullen y Vulturi, que procedían de una empresa de recogida y eliminación de basura, simplemente tenían los ojos agrandados por una absoluta consternación.
Isabella, que estaba lo bastante cerca de ellos para oír lo que conversaban, oyó a monsieur Vulturi preguntar a su compañero:
—¿Fantasma de la Ópera? Debienne y Poligny no dijeron nada de eso cuando nos entregaron la dirección de este teatro. ¿Qué puede significar esto?
Monsieur Cullen, el más alto y pulcro de los dos, se metió las manos en los bolsillos del chaleco y se empinó sobre las puntas de los pies.
—Podría tratarse sólo de una extraña leyenda, Aro. Ahora estamos en el mundo del teatro. Entre esta gente hay muchas supersticiones y cuentos, de los que nos iremos enterando con el tiempo. Estoy seguro de que resultará muy entretenido, en más de un sentido.
—Se rió, indulgente, y volvió a ponerse serio. —Lo más importante es ¿cómo reemplazamos a La Victoria para la gala de esta noche? No hay ninguna otra que cante tan bien.
—No podemos cancelar la representación —masculló Vulturi. —Asistirá Black, y todo debe estar en regla.
Entonces, antes que Isabella alcanzara a pestañear, madame Esme ya había salido de la sala de las bailarinas y de un empujón la puso delante de los administradores.
—La señorita Swan será una muy buena sustituta de La Victoria esta noche. Su canto ha mejorado enormemente estos tres últimos meses.
Monsieur Cullen miró a Isabella, y arqueando una ceja paseó la mirada por su sencillo vestido de chica del coro y del ballet, con un remiendo en el lugar donde por descuido se lo quemaron con las tenacillas para rizar el pelo; además, llevaba la orilla toda deshilachada. Ella juntó las manos, notando que tenía las palmas mojadas; no sabía si sentir miedo o esperanza. ¿Era esa la oportunidad que creía que no tendría jamás?
—¿Una de las bailarinas? No sé cómo… —Vamos, Cullen —terció Vulturi—, ¿qué mal hay en darle una oportunidad a la chica? Después de todo, ¿hay otra?
Moviendo la mano en un gesto de barrido, indicó a Isabella que fuera a ocupar el lugar principal del escenario y haciendo chasquear los dedos dio la orden al director de la orquesta para que tocaran.
Con la garganta tan reseca que no sabía si le saldría alguna nota, Isabella caminó hasta el centro del escenario, con aquella ancha falda que le llegaba hasta las pantorrillas meciéndose con cada paso. El escenario, que estaba levemente inclinado hacia las luces de gas que bordeaban el proscenio, le pareció enorme y aterrador, aun cuando las butacas del teatro estaban totalmente vacías.
Sonaron varías notas discordantes mientras los violinistas volvían a sus asientos y el cellista preparaba su arco, ya que todos los componentes de la orquesta habían abandonado sus asientos cuando ocurrió el accidente con el telón de fondo, y ahora tenían que reinstalarse. Y entonces, como si hubiera esperado una eternidad, comenzó la melodía.
Conocía esa música, y abrió la boca para cantar, sacando el aire tal como le enseñara su ángel, con la boca bien redondeada y las notas largas y precisas hasta el final. Mientras cantaba, primero vacilante, luego algo temblorosa, y después con una voz dulce, más fuerte y clara, disfrutó de la maravilla del momento más fascinante de sus diecisiete años de vida.
Cerró los ojos, pues tenía grabados en la memoria todos los detalles de aquel hermoso teatro, aunque en su imaginación añadía personas llenando todas las filas de butacas, que formaban una suave curva detrás del foso de la orquesta y más allá en la galería. En la elevada cúpula del cielo raso del auditorio estaban pintadas las musas, en la colorida ejecución de Lenepveu, bailando graciosamente en un círculo de nubes. Del centro de la pintura bajaba una larga cadena de la que colgaba una magnífica araña de cristal.
Los palcos con interiores en color carmesí adornaban las paredes del teatro; los más cercanos tan próximos, que era posible distinguir los detalles del vestido de cualquier espectadora que lo ocupara. Macizas columnas doradas separaban los palcos y la parte frontal de cada uno estaba adornado por dibujos tallados de flores, flores de lis y querubines. Arriba, sobre el arco del proscenio, había más ángeles tocando sus elegantes trompetas.
Aunque los administradores no le permitieran cantar esa noche, estaba en el escenario «cantando», haciendo lo que siempre había soñado, con lo que había fantaseado desde que era niña.
Si esa iba a ser su única oportunidad, «él» la había preparado bien para ello, por lo que estaba disfrutando de cada momento. Había aprendido que las cosas cambian muy rápido en la vida y a coger la dicha cuando se la ofrecían, porque eso era algo excepcional y precioso.
Cuando terminó el aria no pudo resistir la tentación de hacer una elegante reverencia, aun cuando no había público para verla. Entonces, al enderezarse, miró primero a madame Esme, y en su severa cara vio un leve gesto de aprobación; entonces miró al escéptico monsieur Cullen.
Estaba sonriendo.
En ese momento, mientras la preparaban para la representación de esa noche, con la que se iba a celebrar la toma de posesión de los nuevos administradores del teatro y sus nuevos mecenas patrocinadores, madame estaba detrás de ella, observándola en el espejo que cubría parte de la pared desde el suelo hasta el cielo raso.
—Estás bella, Isabella —le dijo, examinándole con ojo crítico desde la caída del vestido hasta el pelo recogido en lo alto de la cabeza. Se miraron por encima de las tres encargadas del vestuario, que le estaban revisando los últimos detalles del peinado, los zapatos, los volantes. —Él estará muy complacido.
Al oír ese «él» Isabella sintió agitarse el aire en su pequeño camerino. De repente lo sintió caliente, aunque se le enfrió la punta de la nariz y se le erizó el vello de los brazos. Sintió arder las mejillas al apercibir el cambio del aire como una caricia en la nuca y la parte de detrás de los hombros. Ay, si su ángel se le mostrara, si se le presentara en persona y no sólo con esa hermosa voz magnética, adormecedora, que empleaba en sus clases de canto.
—Es mi mayor deseo complacerlo —dijo, sin dejar de mirar el espejo.
Éste dominaba el pequeño camerino, el camerino que, según madame Esme, él había insistido que usara ella, ahora que no estaba en el coro ni en el ballet.
—Vamos, basta de alboroto —ladró madame a las nerviosas y curiosas chicas que al parecer habían notado el cambio en el aire y estaban mirando hacia todos lados asustadas. —¡Fuera!
Las hizo salir a todas y, con la mano en la puerta, se giró a mirar a Isabella.
—Él desea estar un momento contigo antes de que cantes.
Isabella se sorprendió. Las clases en las que le enseñaba a dominar su voz no educada y a sentir la música en todo su ser, se las daba o bien en la capilla, donde ella rezaba por sus padres y donde le habló por primera vez, o bien en el conservatorio. Pero jamás se comunicaba con ella bajo ningún concepto. ¿Lo haría ahora?
Madame salió y ella continuó delante del espejo, mirándose a sí misma y al largo espacio vacío que se veía a sus espaldas. La luz era suave y cálida, y sin embargo se formaban largas sombras en el cielo raso curvo.
Lo sintió. Él estaba ahí, su Ange, su ángel de la música.
Se agitó el aire y las lámparas de gas se apagaron, con un suave sonido. A ella le revoloteó el corazón en el pecho; se le mojaron las palmas, igual que esa tarde. Pero no se movió, aunque vio que lo que antes era su reflejo en el inmenso espejo, ahora se había reducido a brillantes matices de plateado, gris y negro.
Entonces tuvo la sensación de que algo ligero y cálido, fuerte y suave, le bajaba, como un roce, desde sus hombros siguiendo la curva de la espalda del vestido. Soltó el aliento y sintió el calor más cerca de su piel. Se le aceleró el corazón; él estaba ahí. ¡Estaba en el camerino con ella!
Sintió pasar por la piel unos dedos enguantados en piel suave, fresca, flexible, por la hondonada entre sus delicados huesos, rozándole la larga nuca desnuda. Se le encendió la excitación ante su contacto, haciéndole bajar un intenso placer hasta las profundidades del vientre. Cerró los ojos, inspiró estremecida y alargó la mano hacia el frío cristal del espejo. Notó el implacable frío en la mano, una anomalía, dado el calor que sentía arder en la piel.
Él suspiró, de pie detrás de ella, y ella percibió su altura y su fuerza, en medio de la oscuridad que la rodeaba.
—Esta noche en el escenario, cantarás para mí.
Como siempre, el timbre de su voz la asustó por su intensidad, la arropó con su dulce cadencia, la atormentó con su insinuación de burla. Su voz encarnaba la belleza de la música que ella tanto amaba, con su ritmo, su tono y su serena e implacable autoridad. Y esa noche, en lugar de hablarle desde un lugar oculto, desencarnado, estaba ahí, detrás de ella, junto a ella. Tocándola.
—Sí—dijo.
Comenzó a girarse para verlo, desesperada por verlo, pero él se lo impidió, poniéndole las manos sobre los hombros; firmemente.
—No.
Nunca había visto a su ángel; sólo lo había oído hablarle en la oscuridad, tal como estaban ahí, o incluso a la tenue luz del conservatorio, cuando la visitaba a solas para practicar, y en la capilla, cuando él cantaba en un murmullo bajo, fantasmagórico, mientras ella rezaba por el alma de su padre, y por la de su madre, que había muerto hacía ya tanto tiempo. Sólo una vez sintió que él la tocaba, pero estaba durmiendo y no estaba segura de si no habría sido sólo un sueño.
Eso, sus manos enguantadas acariciándole los hombros y cerrándose alrededor de su cuello, produciéndole delicados estremecimientos, no era un sueño. Muchas veces se había preguntado si él sería un espíritu o un fantasma. Pero la cálida solidez que sentía en su espalda le contestaba la pregunta: no era un espíritu.
Era un hombre, tal vez más… pero de ninguna manera un espectro que se fuera a disolver en el aire. El fantasma de la Ópera era un ángel con una voz misteriosamente exquisita.
Cuando cantaba, era una potente voz de tenor. Cuando la mimaba, suave terciopelo.
Cuando se enfadaba, fría y cortante como un estilete.
—Isabella —susurró él en su oído, su boca muy cerca y cálida. Las sílabas de su nombre sonaron profundas, elegantes, mimosas.
Ella abrió la mano derecha en el cristal del espejo dejando un poco de la humedad de la palma producida por los nervios. Pasó la otra mano por encima de la cabeza y tocó un pelo suave, que no era el suyo. Hundió los dedos en los abundantes cabellos, sintió el movimiento de su cuero cabelludo en las yemas de los dedos, y al mismo tiempo notó que algo le presionaba la espalda a la altura de las caderas. Él estaba excitado, tenía el miembro duro y sólido; lo percibió a través de las capas de seda del vestido y el miriñaque. Eso le produjo una oleada de excitación que le inundó el lugar de la entrepierna.
Retiró la mano del espejo, fría y húmeda, y buscó detrás de ella, rozándole la cabeza tal como hiciera con la mano izquierda; luego la bajó por su sien y tocó algo suave e inesperado donde debía estar la frente; algo sin vida, frío, dúctil, blando. No era piel, no era pelo.
Él se apartó, le cogió las manos, se las bajó y se las puso a la espalda, entre ellos, aprisionadas en la base de la columna, donde ella sentía moverse los pliegues de su capa.
—Me sorprende tu osadía, Isabella.
—¿Por qué no puedo verte?
—Me verás cuando sea el momento.
Isabella sintió un contacto cálido y ligeramente húmedo en el cuello, que le hizo bajar estremecimientos hasta la parte baja del vientre; intentó girarse, pero él le cogió firmemente las muñecas.
—Cuando sea el momento —repitió él, con la boca sobre su delicado hombro. —Ahora… canta para mí esta noche, y si me complaces serás recompensada con mi veneración.
Y repentinamente, ya no estaba.
Volvieron a encenderse las luces y Isabella se encontró sola en su camerino. La única señal de lo que había ocurrido eran las marcas de sus huellas digitales en el espejo, y un brillante hilillo de humedad en el cuello.
El mar de caras, el calor de las lámparas de gas, el borde del escenario, la rara constricción que le producía el pesado vestido, las luces y el sonido de las respiraciones profundas que debía hacer, y todo ese mosaico de sensaciones no abandonaban su mente mientras cantaba. Sentía salir la música de su cuerpo como si fuera liberada por una energía reprimida. Oía las reverberaciones cuando las notas agudas y largas llenaban el espacio del escenario. Y entonces al hacer su última inspiración y dejar salir la última nota, al mar de caras embelesadas se unieron los aplausos atronadores, vivas y gritos. El ángel de la música estaría complacido.
Y por encima de los gritos y silbidos, oyó la voz, en lo profundo de su corazón: «Bravo, bravísimo».
Entre bastidores vio a madame Esme, asintiendo y sonriendo de oreja a oreja con sus despejados ojos calculadores.
Tuvo que continuar en el centro del escenario haciendo esmeradas reverencias una y otra vez dentro de su pesado y ceñido vestido, mientras a sus pies caían flores, guantes e incluso sombreros.
Desde el palco que ocupaban, el conde y el vizconde de Black la observaron bajar la cabeza cuando hizo su tercera reverencia. El público seguía rugiendo y aplaudiendo.
—Una mujer muy hermosa, muy exuberante —musitó Sam, el conde, volviendo a acomodarse en su asiento. —No me extraña que La Jessica no quisiera presentármela durante nuestro romance. Es la Señorita Swan ¿no? Me gustaría saber de dónde ha venido y cuánto tiempo lleva aquí. Nunca la he visto en el salón de las bailarinas ni en el de las cantantes. ¿Dónde ha estado escondida?
—Su padre murió hace unos años —contestó Jacob, su hermano menor. —No sé cuánto tiempo lleva aquí en el Teatro de la Ópera. Yo me enteré esta semana de que estaba aquí. No he hablado con ella desde hace años.
—Bueno, no me extraña que hayas insistido en asistir sin la compañía habitual de la señorita Le Rochet.
Sam observó que Jacob no apartaba la vista de aquella chica de pelo moreno que estaba en medio del escenario.
—Conocí a la señorita Swan en la orilla del mar cerca de Perros-Guirec hace unos años. ¿Te acuerdas de ese verano? Tú estabas ahí también ese primer día cuando los conocí, a ella y a su padre.
—Seguro que no olvidaría un cuerpo tan hermoso si lo hubiera visto.
No, desde luego. No estaba acostumbrado a pasar junto a una mujer tan hermosa sin encontrar una manera de probarla. Y con una actriz, sería fácil llegar y cogerla, pese a la creciente fuerza de la burguesía, que creía que con la Tercera República y la elevación de su clase, las actrices habían cambiado su fibra moral convirtiéndose por arte de magia en mujeres recatadas.
Irrisoria suposición.
—Éramos más jóvenes entonces —dijo Jacob—, y ella tan sólo una niña. Impedí que se le volara el fular y se lo llevara el oleaje. ¡Oh, mírala! Parece a punto de desmayarse.
Se levantó de un salto como para correr a su lado. Sam le cogió el brazo y lo sentó.
—Siéntate, querido hermano. No es apropiado que un Black haga el ridículo por una cantante o una bailarina, ni siquiera por una tan hermosa y dotada como ella. Y, mira, ya la han cogido. No se iba a caer al suelo delante de todo el público del teatro sin que nadie se fijara.
Y era cierto; varias de las bailarinas habían corrido a su lado a sujetarla cuando comenzó a desplomarse. Tenía la cara muy pálida. Sam se giró a mirar a Jacob, pensativo. —Pareces bastante interesado en ella.
—Nunca he conocido a una mujer más hermosa y encantadora. Ese fue un verano inolvidable, y pasé muchísimo tiempo con ellos. Tú estabas tan ocupado con tus asuntos que no te fijaste. Conocí a su padre, que era un violinista fabuloso; nos tocaba música y ella cantaba. Por aquel entonces su voz sólo era pasable, pero prometía mucho. Ahora canta más bellamente que nunca. Monsieur Swan nos contaba unas historias maravillosas sobre el ángel de la música y la pequeña Lotte, historias de Suecia, de donde ellos procedían. A él nunca le gustó vivir en Francia, y solía contarnos historias de su tierra, por la que sentía una inmensa nostalgia.
Jacob parecía sumido en sus recuerdos, lo que fastidió muchísimo a Sam, que prefería vivir el momento. Se levantó.
—Entonces me imagino que debemos darnos prisa en ir a felicitar a la señorita Swan por su bella actuación. Estará encantada de renovar su amistad contigo, mientras yo voy al salón de las bailarinas, donde está La Jessica esperando para renovar la amistad conmigo.
Una sonrisa jugueteó en sus labios. Eso podría ser muy interesante, pensó.
Cuando por fin salió del escenario, Isabella fue rodeada por las chicas del coro y del ballet, al que ella había pertenecido hasta esa tarde. Aun cuando ese nuevo papel era sólo temporal, toda la experiencia había sido como un sueño. Las chicas la acompañaron de vuelta a su camerino aclamando, dando palmadas y llevándola como a una heroína, porque lo que ella había logrado era la mayor ilusión que cada una de ellas llevaba en su corazón.
Aunque atolondrada por la experiencia, las manos le temblaban y las rodillas le flaqueaban, Isabella se sentía como si no pudiera ser más feliz. Había cantado a la perfección, con la voz pura y afinada, vestida con ese pesado y precioso vestido que daba la impresión de que perteneciera a una reina. Los aplausos habían sido para ella, para ella sola. Las caras embelesadas, fila tras fila de caras, la honraban a ella.
Era como si hubiera retrocedido en el tiempo al momento en que, siendo muy niña, vio a la hermosa señora vestida con un brillante vestido dorado todo adornado con perlas y rubíes, con sus cabellos color miel recogidos en bucles y trenzas, de los que se soltaban suaves guedejas a los lados de las orejas, adornados con más joyas y cadenillas de oro, mientras ella, la pequeña Isabella, la miraba con adoración.
Nunca olvidaría cuando aquella bella mujer abrió sus labios rosados, tan llenos y brillantes y dejó salir ese increíble sonido. Recordaba cómo se le ensanchó el corazón en el pecho al oír su voz, cómo deseó tocar la orilla de su falda, cuyos volantes caían en cascada y rozaban el suelo del escenario justo ante sus ojos. Recordaba cómo, mirándola impresionada, deseó estar ella ahí en su lugar, como un espléndido pájaro, capaz de emitir esos sonidos puros, dulces, y parecer una princesa de cuento de hadas.
Y tuvo la seguridad de que estando ahí en el escenario, en medio de toda esa adoración, vestida tan exquisitamente como una reina, la mujer se sentía feliz, dichosa. Tenía que sentirse así, pues no se puede ser tan bella y tan adorada sin sentirse feliz y segura.
Finalmente llegó a convencerse de que esa hermosa mujer era su madre, que murió cuando ella tenía cinco años. El recuerdo lo usaba como un talismán, como una inspiración, como un escape de una vida tan apagada e insípida como brillante y colorido era el vestido que llevaba.
Su solitaria vida con su padre, que seguía sumergido en su aflicción por la pérdida de su mujer, tenía pocos placeres. Él, al ser un famoso violinista, viajaba por todas partes y la llevaba siempre consigo; por lo tanto, no tenía casa ni amigas y simplemente veía una ciudad tras otra desde coches y pequeñas habitaciones de hotel. Sólo después de ese ya tan lejano verano que pasaron junto al mar en Perros-Guirec su padre decidió afincarse en un lugar. Pero eso ocurrió muchos años después de que ella viera y se enamorara de aquella hermosa dama.
Y esa noche, con las piernas temblorosas y el estómago revuelto, se había convertido en la hermosa dama de sus sueños.
Y ahora todo iría bien. Sería feliz, amada y estaría segura.
Pero en el momento en que llegó a la puerta de su camerino, sonó una profunda voz masculina que dominó la estridente cháchara de las chicas que la acompañaban.
—¿Señorita Swan?
La voz, que no era la descarnada de su ángel, sino una muy terrenal, sonó detrás de ella muy cerca y la distrajo de la tarea de girar la llave en la puerta del camerino.
Mientras se giraba, a sus oídos llegaron los comentarios siseados por las chicas impresionadas:
—¡El vizconde de Black!
—¡Es él!
—¡El hermano del nuevo mecenas!
Entonces lo vio y lo reconoció inmediatamente.
—¡Jacob! —exclamó, sin pensar.
Pero claro, él era un amigo de la infancia, al que había llegado a conocer durante un corto y feliz periodo de ese verano junto al mar.
Qué guapo estaba, cuánto había crecido; estaba alto, todo él bien cincelado y elegante, desde sus esbeltos dedos al delgado bigote bien recortado. Su pelo largo y rubio, recogido en la nuca, brillaba dorado como ámbar oscuro a la luz. Sus ojos azul claro le sonreían, llevándola de vuelta a esos días cuando jugaban y escuchaban las historias de su padre sobre el ángel de la música. Vio que vestía el uniforme de la Marina, lo que no la sorprendió, porque ya en esa época, tantos años atrás, le encantaba el mar.
Pensó qué diría él si le contaba que la había visitado un verdadero ángel, que llevaba unos meses dándole clases, y que debido a sus enseñanzas ella se había convertido en la hermosa señora.
Él avanzó y el mar de chicas se apartó como si él hubiera sido Moisés y ellas las aguas del Mar Rojo. Entonces cogió la llave que ella tenía en la mano por la cinta con borla.
—Permítame, señorita Swan.
La giró en la cerradura y abrió la puerta con un elegante movimiento. Ella pasó junto a él, observando de paso que su pesado vestido le rozaba las brillantes botas y el puño de la chaqueta.
Él entró tras ella, cerró la puerta y se quedaron solos.
Las lámparas estaban encendidas y las sombras que muchas veces se veían tan alargadas y teatrales ahora aparecían bajas y marrones, sin acecharla por los rincones como solían hacer. Ya le habían llevado flores y había floreros por todas partes: en el suelo, en el tocador, en la mesita para el té, incluso en la banqueta. Rosas, margaritas, alhelíes, azucenas… perfumaban el aire.
Jacob se le acercó, le cogió una mano y se la llevó a sus labios perfectos.
—Isabella, has estado magnífica.
—Jacob, qué alegría volver a verte —dijo ella, retirando la mano de la de él y pasándole las yemas de los dedos por la hermosa mejilla; la sintió cálida y suave.
—Has crecido mucho. No podía creer que fueras tú, mi pequeña Isabella, la que cantaba como un ángel.
Un ángel.
Repentinamente nerviosa, retrocedió.
—Jacob, no soy un ángel.
Él no pareció notar su aprensión.
—Lo eres, eres un ángel hermoso. Tendré que poner empeño en venir a la ópera todas las noches, ahora que Sam y yo somos los mecenas y que tú eres la nueva estrella.
—Espero verte a menudo —dijo ella, y al instante sintió un cambio en el aire. Era «él». No sabía por qué, pero no quería que supiera de la existencia de Jacob, que supiera que tenía un admirador. — Jacob, ¿te parece que salgamos de aquí? Tengo que hablar con los señores Cullen y Vulturi; además, tengo hambre, y tenemos muchísimo de qué hablar. Han pasado muchos años.
—Sí, desde luego, me hará feliz acompañarte a cenar.
Ella abrió la puerta y fue saludada por un grupo de admiradores que esperaban impacientes con ramos de flores en las manos.
—Ah, caramba —dijo, afablemente, complacida, pero muy consciente del cambio apenas palpable que se había producido en la atmósfera de su camerino.
Jacob pasó por su lado y se puso delante de ella, bloqueando la puerta, como para impedir que los del grupo vieran el interior del camerino o, tal vez, vieran demasiado de ella, y se giró a mirarla.
—Iré a buscar mi coche y volveré a recogerte dentro de un momento. ¿Llamo a alguien para que te ayude a cambiarte?
—No, no, gracias, Jacob, podré arreglármelas sola.
Él cerró la puerta y ella se quedó sola. Y entonces cayó en la cuenta de que no estaba sola.
—¿Madame Esme?
Madame Esme ya estaba detrás de ella, soltándole rápidamente los botones de la espalda del vestido.
—Lo has hecho muy bien esta noche, Isabella. Pero él no estará complacido si descuidas tu descanso en favor de actividades sociales.
La espalda del vestido se abrió y madame le pasó las cálidas manos por los hombros, bajándoselas por los brazos y empujando la seda de las mangas hasta que el vestido cayó entero al suelo.
—Guárdate de enfadarlo, Isabella. Su ira es insoportable. ¿Estás segura de que es juicioso ir a cenar con el vizconde?
O sea, que tenía razón al temer que a su ángel no lo haría feliz saber que ya tenía un admirador.
—Pero debo comer, madame. Y él no es otra cosa que un viejo amigo, y es el hermano del nuevo patrocinador. Es bueno para el éxito del teatro que él desee cenar conmigo.
La cara de madame, envejecida pero todavía hermosa, se endureció de preocupación. Se inclinó a susurrarle al oído, produciéndole estremecimientos en ese lado del cuello con su aliento cálido y húmedo:
—Ten cuidado, Isabella, porque siendo su alumna tienes la oportunidad de encumbrarte, con o sin el favor del hermano del patrocinador. Si lo complaces, él cuidará de ti como no te puedes ni imaginar. Si lo disgustas, su ira será inmensa. Es genial y bueno, pero es egoísta y no está dispuesto a compartirte. Fíjate en lo que te digo, Isabella. Con él de profesor particular no tienes ninguna necesidad de preocuparte por encontrar un protector, como las otras chicas.
¿Quería decir que su ángel sería su protector? ¿O simplemente que él deseaba estar seguro de que ella no olvidaba sus enseñanzas?
En lugar de preguntárselo, porque la idea de que él pudiera oírla le producía una inquietante sensación en el estómago, le dio un giro al tema:
—¿Un protector? ¿Jacob? No creo que se le haya pasado esa idea por la cabeza. Sólo es un viejo amigo, contento de volver a verme. De todos modos, haré caso de su advertencia, madame —añadió, muy seria; no olvidaba que fue su ángel el que la preparó para esa maravillosa noche. —Sólo es una cena, para celebrar mi debut.
—Espero que no lo olvides, querida mía. Y es apropiado que lo celebres. Ahora, rápido, debes cambiarte y prepararte para la cena. Tiene que ser una comida breve, para que duermas bien esta noche. Mira, te he traído un vestido.
Sorprendida, y avergonzada porque no había pensado qué se pondría para ir a cenar con un «vizconde» y los administradores del teatro, Isabella se giró a mirar.
—Es precioso. ¿De dónde lo ha sacado?
El vestido era pasmoso, y muy elegante; no se parecía en nada a ningún vestido que hubiera poseído ella, ni siquiera visto de cerca. Todos los trajes para las óperas eran hermosos, enjoyados y adornados, lo mejor para que se vieran desde todos los palcos y butacas, pero pesaban demasiado y eran fantasiosos en exceso para usarlos en el mundo real.
—Intimidé a Tiline para que te lo prestara. Su monsieur Boulan le ha regalado bastantes vestidos preciosos últimamente.
Era un vestido para una cena de gala, de satén granate oscuro, con el escote ribeteado por encaje dorado que se unía en suaves pliegues en los extremos de los hombros. El encaje formaba un delgado ribete en todo el escote en uve, por delante y por detrás, y la parte del corpiño que cubría los pechos llevaba más encajes dorados.
La falda era casi tan pesada como la del vestido que se había puesto esa noche para cantar, y caía en abundantes pliegues que en la espalda convergían en la base de la columna formando un polisón. Una ancha cinta de satén dorado bajaba por cada lado de la parte delantera de la falda y se unían atrás sobre el polisón en un enorme lazo dorado festoneado con rosas de satén blancas y rojas.
Cuando se miró en el espejo le costó reconocer a la tímida y solitaria Isabella Swan.
—Gracias, madame —dijo, cuando por fin salió del camerino.
No había nadie en el corredor; todo estaba en silencio, envuelto en sombras, muy diferente a lo que ella estaba acostumbrada, con las idas y venidas de actores, músicos, encargados del vestuario, utileros y tramoyistas; todo estaba silencioso y solitario, igual que ella.
Pero esa noche era una estrella. Todo el mundo deseaba verla, hablarle, estar con ella. Ya no era una niña tímida y asustadiza, sino una mujer cotizada por un vizconde. Aun cuando él sólo fuera un viejo amigo, no la habría buscado si no deseara verla.
No era una chica inocente. Madame Esme se encargaba de que ninguna de las bailarinas, las llamadas «ratas de la Ópera», debido a que muchas veces llegaban al teatro muy jóvenes, ignorantes y desaliñadas, y siempre se las veía por todas partes, fuera una ingenua inocente, aunque pudiera parecerlo. Las instruía en todo; no se limitaba a enseñarles ballet. Madame Esme pensaba que cada una de las «ratitas» era responsabilidad suya, porque muchas habían elegido la profesión para no acabar siendo maestras de escuela o trabajando en labores manuales, por haber quedado huérfanas o porque su familia era indigente.
El teatro es una profesión, les decía madame Esme, que permite a la mujer estar bastante al mando de su vida, incluso a la hora de elegir amante o protector, si es joven y guapa o por lo menos tiene talento, en el escenario y en el tocador. De esa manera madame se aseguraba de que ninguna de las chicas a su cargo estuviera esperando a ser desflorada sin tener nada que lo demostrara; a sus ratitas les enseñaba a aprovecharse, en lugar de que se aprovecharan de ellas. Las instruía acerca de cómo elegir y atraer a un buen protector que no las maltratara físicamente en el tocador y que, por lo demás, las tratara bien.
Pero Isabella no lograba imaginarse que Jacob, ese hombre bueno, guapo y amable, que se lanzó al agua para recogerle el fular cuando se le voló, se atreviera a pensar en ser su protector. Sintió un calorcillo con sólo pensarlo.
Jacob no encajaba en la imagen de protector. Ella había conocido a los señores mayores que se interesaron en cuidar de las dos ex bailarinas Tiline y Regina cuando estas comenzaron a hacer sus solos y atrajeron la atención hacia ellas. Esos hombres tenían las mejillas mofletudas y unos ojillos brillantes y entornados que siempre parecían estar mirando a través de la ropa de las chicas, aunque después les daban palmaditas en la cabeza y les traían chucherías siempre que venían a visitarlas. Si una no les miraba los ojos igual podía creer que o bien se trataba de su padre o de su tío favorito. Pero claro, no era así y ella, que dejó de ser virgen el día que cumplió los dieciséis años, sabía muy bien que esas miradas eran cualquier cosa menos paternales.
Y ahora las dos chicas, que ya no tenían tiempo para estar con las demás componentes del coro y del ballet del que habían egresado hacía tan poco tiempo, se quejaban de tener que aceptar las atenciones de esos dos viejos, que les pagaban la ropa, las joyas y sus pequeños apartamentos, teniendo ellas su interés puesto en hombres más jóvenes, más atractivos y viriles, que no tenían esas carteras pero sí otras amenidades.
Ella nunca había estado en situación de atraer la atención de un posible protector. Y en el caso de que lo hubiera estado, se habría guardado de hacerlo, porque tenía fama de ser una de las chicas más virtuosas de madame Esme. Era una chica que no coqueteaba, que no hacía promesas con los ojos, que cuidaba de no enseñar los pechos, y de que no le asomaran los tobillos por debajo de las faldas.
Pero tal vez esa noche había cambiado todo. Había atraído muchísimo la atención; tal vez por eso Jacob se apresuró tanto en bajar a su camerino y a cerrar la puerta para impedirle la entrada a nadie. Tal vez simplemente deseaba protegerla de otros hombres que hubieran encontrado de interés su repentino y triunfal debut.
No, no colocaba a Jacob en la misma categoría de esos señores mofletudos que miraban a las bailarinas, cantantes y actrices como si fueran caballos a la venta, pero tampoco lo descartaba. Nada de eso. Era guapo y encantador y era evidente que lo alegró verla.
Y en ese momento, en que debería ir caminando por el corredor en dirección a la puerta que daba a la calle lateral, donde estaría Jacob esperándola, se sorprendió haciéndolo en dirección al escenario, el lugar de su triunfo.
Rara vez había tenido ocasión de estar en el escenario cuando en el teatro, con todas sus filas de asientos y su elevada cúpula, no había nada aparte de… de ecos. Ecos de representaciones del pasado, ecos del humo de las luces apagadas, ecos de perfumes y de aplausos.
No sabía qué la impulsaba a ir allí, pero hizo caso de la llamada interior y entró en la desnuda plataforma. Sus pasos, casi silenciosos con sus zapatos finos, la llevaron al centro del monstruoso escenario, donde se quedó contemplando al público invisible.
Se agitó el aire, como una suave brisa, y se le erizó el vello de los brazos y de la nuca. Resistió el deseo de mirar atrás; simplemente se pasó la mano por el brazo y continúo por el antebrazo, por encima del guante largo, y repitió el movimiento; esperando.
De repente se encendió un foco de arriba que la dejó en medio de un círculo de luz blanca, enmarcándola, destacándola de la oscuridad que la rodeaba. El círculo era compacto pero no tan amplio que no pudiera salir de él dando unos dos pasos si quería para entrar en la oscuridad. Y calentaba; aunque hacía apenas un momento que la iluminaba, sentía el calor de la luz en los hombros desnudos, en el escote y en las partes de los brazos no cubiertas por los guantes.
La luz le nublaba la visión, igual que cuando había cantado. No veía los oscuros asientos del teatro ni las cortinas de terciopelo rojo del borde del proscenio. Lo único que veía era el rayo de luz blanca; lo único que sentía era un creciente calor.
—Isabella.
El sonido de su nombre, suave, hueco, erótico, venía de atrás. O tal vez de arriba. No supo discernir.
De repente sintió desbocado el corazón.
—¿Angel? —logró preguntar.
Antes que pudiera girarse, lo sintió detrás de ella otra vez, tal como habían estado en el camerino. Él le hablaba, le enseñaba y cantaba con ella, pero nunca antes se había presentado así, en persona. Pero hoy, lo había hecho dos veces en un día.
Él cerró las manos sobre sus hombros y ella sintió la piel flexible y algo pegajosa de sus guantes acariciándole la suya, más delicada, y luego bajando las palmas por sus brazos, arrastrándole los hombros del escotado vestido. La tela se le ciñó sobre los pechos, dejándole al descubierto los pezones, que de repente estaban duros, desnudándole la piel al calor del foco.
—Me has complacido inmensamente esta noche —musitó él, con esa voz ronca y melodiosa.
Ella sintió arder la oreja y le pasaron hormigueos por el cuello, por los brazos, por los pechos y pezones y bajaron hasta el vientre y más abajo.
Se atrevió a mirarse, y vio las manos enguantadas, negras, sobre sus blancos hombros, y la profunda y oscura hendidura en forma de uve entre sus pechos levantados y juntos por el corsé, y también, más abajo, las rosadas areolas encima del satén granate.
—Gracias —suspiró, levantando una mano para cubrirle la de él.
Sintió en la palma el leve estremecimiento de sus dedos, y pensó, ¿será de rabia? ¿O será un estremecimiento igual al que ella sentía por todo el cuerpo?
Abrió sus dedos enfundados en unos guantes blancos sobre los algo más anchos y revestidos de negro de él y sintió su calor en la piel de la palma. Él levantó la mano libre y la subió por su pelo recogido, peinándolo suavemente con los dedos, y luego le cogió la cabeza y se la echó hacia atrás. El rayo de luz le dio en los ojos, cegándola; los cerró y sintió el escozor de unas repentinas lágrimas.
Entonces él le rozó la cara con la suya, desde atrás; ella sintió la cálida piel sobre la mandíbula derecha y luego la presión de sus labios. Mantuvo la cabeza inmóvil, con los ojos cerrados para protegerlos de la luz. Intentó hacer una inspiración, y sólo consiguió estremecerse y emitir un suave sollozo, por el placer que sentía arder donde él la estaba besando, como si quisiera aspirar su piel, lenta e insistentemente.
Sintió esos labios cálidos, húmedos, suaves, deslizándose por su mandíbula y luego bajando por el lado del cuello; le hormigueó el cuello, se le entreabrieron los labios y se le debilitaron las piernas. Cerró la mano sobre la de él en el hombro y levantó la otra hacia atrás para tocarle la cara. Necesitaba sentirlo, conocerlo.
—No —gruñó él y, retirando la mano de su pelo, le cogió la mano y la apartó de su cara.
Con un rápido movimiento, le aprisionó las dos muñecas por encima de la cabeza, y las sujetó con una mano.
Ella lo sintió moverse, lo sintió levantar la otra mano y, de repente, sintió algo alrededor de las muñecas. Ahogando una exclamación, intentó liberarse los brazos, pero él era mucho más fuerte. Antes que se diera cuenta, él ya le tenía las manos amarradas sobre la cabeza, con las muñecas cruzadas y los codos levemente flexionados.
—¿No sabías que la curiosidad mató al gato? —le susurró él amablemente al oído.
Al parecer ya se había disipado su repentino enfado. Entonces él se movió y se situó al lado de ella, aunque un poco atrás, por lo que ella no le veía ninguna parte de la cara, sólo su mano enguantada, el largo brazo en negro, la fuerte pierna también en negro que tenía cruzada delante de su falda y el brillante zapato de charol que asomaba en el pozo de luz del suelo.
Intentó mover las manos, pero algo se las tenía sujetas, algo por encima de ella. No podía hacer nada aparte de tironear y sentir el movimiento de la cuerda que colgaba de la pasarela de arriba. Se le aceleró el corazón; no era capaz ni de hacer una inspiración completa.
—Ahora —suspiró él, acercándosele más, colocando una mano en uve rodeándole la garganta y la otra en su nuca—, te demostraré lo mucho que me ha gustado tu actuación de esta noche.
—Angel, por favor… —Se le cortó la voz, apenas logró sacar esas palabras, y ni siquiera sabía qué quería pedirle.
Él se rió suavemente, y no contestó con palabras; en lugar de hablar, bajó la mano por su espalda. Se aflojó el peso del vestido, abriéndose por detrás al soltar él con sus ágiles dedos los botones que no hacía mucho rato le había abrochado madame Esme.
Él pasó la otra mano por debajo del cordoncillo de acero del corsé, deslizándola por debajo de su pecho izquierdo para levantarlo y sacarlo de la copa del corsé. Entonces pasó el pulgar cubierto por la piel del guante por encima del pezón duro, y ella sintió una sacudida de placer, que bajó como una lanza hasta su vientre y luego a la entrepierna, que al instante se inundó con el líquido de la excitación; intentó bajar los brazos para acariciarlo, olvidándose de que no podía. La cuerda le sujetaba firmemente las muñecas, y sólo consiguió que se le cansaran los brazos y hacer reír nuevamente a su ángel.
—Relájate, voz mía —musitó él, con la suya más ronca que antes.
Continuó frotándole el sensible pezón con el pulgar al tiempo que bajaba la otra mano por debajo de los botones abiertos en la espalda del vestido hasta ahuecarla en sus nalgas.
Isabella pegó un salto cuando esa mano se introdujo bajo la camisola y los calzones, y sus dedos se deslizaron hacia abajo ensanchándole la hendidura entre las nalgas. Intentó apartarse, pero él aumentó la presión de la mano, deslizando los dedos por la parte de abajo de una nalga redonda, mientras bajaba la otra mano por delante, por encima del vestido, hasta la entrepierna. Entonces le presionó ahí, el sexo, con la palma, y la movió en círculos por encima de la seda y encajes que la cubrían.
Con las muñecas atadas encima de la cabeza, estaba atrapada entre las manos de él, una por delante presionándole la entrepierna por encima de la falda y la otra por detrás empujándole esa parte hacia la palma. Sentía los pechos hinchados, ceñidos, y los pezones tan duros que le dolían. Tenía frío y le hormigueaban los brazos por falta de sangre. El calor del foco de luz los abrasaba a los dos y el sudor le mojaba la cara, los hombros y los pechos, haciéndole resbaladiza la piel. Movió bruscamente las caderas, aunque no supo si para liberarse o acercarse más, lo que fuera, con tal de aliviar la tensión que se iba acumulando dentro de ella.
Sin dejar de friccionarle esa parte con la palma, aprisionándola entre sus manos enguantadas, él deslizó un dedo de la mano de atrás por el líquido de la excitación que le mojaba la hendidura de la entrepierna. Ella emitió un gemido al sentir introducirse ese dedo, impersonal por estar cubierto con el guante negro, en la vagina. Entonces él le empujó el cuerpo hacia atrás y con la palma de la mano que tenía por delante le friccionó el borde del pubis. ¿Cómo pudo palparlo por encima de tanta ropa?
Esos pensamientos salieron volando cuando él quitó la mano que tenía por delante y le tironeó el corsé, bajándoselo y dejando libres los pechos hinchados. Ella quedó balanceándose, equilibrada sobre el dedo que él le tenía introducido en la vagina, y los pechos le quedaron desnudos a la caliente luz blanca, con los pezones rosados, duros y en punta, ansiosos de la caricia cuando pasó la mano por uno y luego por el otro. Buen Dios, ¿y si alguien los sorprendía ahí?
Él le frotó y pellizcó los pezones y ella movió las caderas, sostenida por ese dedo introducido en ella, intentando encontrar alivio, algo, un final.
—Ah, sí—le susurró él al oído, su voz ronca, profunda. —Te abres a mí. Sí, voz mía, puedes estremecerte y gemir. Es una bella música la que haces ahora sobre este escenario, actuando solamente para mí.
Isabella no era ninguna inocente tratándose de dar placer al cuerpo, pero nunca había sentido esa intensa fiebre de deseo combinada con la incapacidad para moverse como deseaba, para tocar y acariciar como necesitaba. Jamás había sentido ese frenesí de necesidad que sentía en ese momento ahí de pie, no, colgando, porque le flaqueaban las piernas y ya no era capaz de tenerse en pie.
Cuando él bajó su morena cabeza y cerró la boca sobre el pezón que tenía más cerca, ella ya no pudo refrenarse más. Gritó, y sintió el peso de su cuerpo tirando de la cuerda tensa que le sujetaba y apretaba las muñecas, dejándola impotente. Sentía humedad y líquido por todas partes, por entre las piernas, en el pecho, del sudor causado por el calor de la luz; estaba empapada, palpitante, jadeante.
Gritó, porque ya no podía contener la frustración que le iba aumentando dentro. Él le chupó el pezón, introduciéndolo y apretándolo con tanta fuerza en la boca que ella pensó que debía chillar de dolor y gritar de placer.
Entonces él retiró el dedo, le frotó el dilatado clítoris, presionándole la hendidura entre los labios de la vulva, mientras ella movía en círculos las caderas, tratando de aumentar esa presión, hacerla más rápida, más fuerte, al ritmo que necesitaba. Él le soltó el pezón y apartó la boca.
—Córrete para mí, Isabella. Venga, ahora.
Nuevamente le presionó ahí con la mano, sosteniéndole las caderas mientras ese ágil dedo frotaba desde atrás, en círculos, introduciéndolo y sacándolo, hasta que por fin el placer llegó a su cima y ella se estremeció, gimiendo y gritando por el orgasmo que la inundó y estremeció hasta lo más profundo de su ser.
Entonces quedaron solamente las secuelas: silencio, sólo interrumpido por los resuellos de los dos; la sorda vibración en la entrepierna; el dolor en el pecho donde él le succionó con tanta fuerza; la mano enguantada de él subiendo por su trasero, mojándole con el líquido de ella los contornos de las redondeadas y turgentes nalgas. En ese momento, apartó la cara de su pecho y se colocó a sus espaldas antes que ella alcanzara a verle algo aparte de su brillante pelo moreno, y le colocó las manos sobre los hombros y apretó el cuerpo al suyo.
Ella sintió el bulto de su miembro erecto en la base de la espalda desnuda, a través de los pantalones, insistente y prometedor, duro. Sentirlo le produjo un renovado deseo que la atravesó como una punzada hasta el vientre.
—Espero que tu placer haya sido tan grande como el mío —musitó él en su oído, ya seguro fuera de su vista.
La voz no le salió tranquila sino entrecortada y ronca, como si se hubiera esforzado en sacarla pareja. Subió las manos por sus brazos desnudos y continuó por encima de los finos guantes de algodón que le llegaban hasta los codos, hasta llegar a las muñecas.
—Creo que el mío ha sido más grande —contestó ella, notando su voz temblorosa. —Pero si me desatas, Angel, me gustaría acariciarte, y verte.
—Me llamo Edward. Puedes llamarme así, pero ahora no es el momento. Compórtate esta noche, voz mía, y volveré a ti pronto. Tu aprendizaje sólo acaba de empezar.
Ella notó cómo se le ensanchaba a él el pecho apretado a sus espaldas al hacer una honda inspiración.
Él retuvo el aire un momento y luego lo espiró.
Entonces bajó las manos enguantadas con los dedos abiertos a lo largo de sus brazos, se las pasó suavemente por la cara, por la mandíbula y el cuello, después por los pechos, y estuvo un momento acariciándoselos; luego las bajó y las apretó con fuerza sobre su vientre y en la entrepierna. Al contacto de sus manos enguantadas siguió la excitación, y ella se desmoronó bajo el peso del deseo, cerró los ojos y echó atrás la cabeza y su cara quedó bajo el brillo de la luz del foco.
Y entonces, de repente, se marchó. La dejó ardiendo de más deseo, con los pezones duros y en punta, uno más enrojecido, por la boca de él, e irritado. Nuevamente le vibraba el sexo, con el recuerdo y el renovado deseo. Sintió frío en la espalda, por no estar ya él detrás de ella, y porque el vestido le colgaba de los brazos levantados.
Antes que lograra entender que él la había dejado abandonada y medio desnuda en el centro del escenario del Teatro de la Ópera, cayó algo de arriba. Le bajaron los brazos hasta la cintura, con las muñecas todavía atadas, y la cuerda golpeó el duro suelo de madera, a sus pies.
Hola a todos regrese a esta plataforma veremos como nos va si no vuelven a borrar la cuenta bueno com siempre saben ahora subire por aqui tambien y en el blog tambien subire una adaptacion asi que no dejen de visitar el blog bueno nos vemos.
