* Todos los personajes pertenecen a Masashi Kishimoto® .

* Advertencias:

- Personajes pensados con sus apariencias en Naruto The Last.

- Este fic se desarrolla en un universo demasiado alternativo (Roma Imperial o Imperio Romano). Lo cual es lógico y coherente que a quienes no están acostumbrados a ideas tan despegadas de la aldea o la secundaria, les desagrade. ¡Los SasuHinistas somos Crack para todo!.

-Por supuesto puede pasar, que yo dé algo por sabido que en realidad no entienden. No quiero que mis torpezas impidan su lectura, así que pueden preguntar comentando o enviarme un PM con cualquier tipo de duda, siempre que pueda lo voy a contestar, lo antes posible.

Ahora sí, que disfruten.

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La muerte viene lenta.


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I: Prólogo

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Los granos de tierra, que se desprendieron con el último estruendo, cayeron hacia su tabique y provocaron que eleve su rostro percudido al techo. El calor húmedo y el olor fétido de las charcas sanguinolentas que se descomponían arriba le socavaban las fosas nasales. Su líquido estomacal le subió por la faringe y reprimió un vomito. Una soga de hilachas puntiagudas le apresaba las manos, aunque no le estrangulaban las muñecas de forma excesiva.

¿Para qué sujetarla fuerte?, ¿hacía donde escaparía?. Era ilógico planear una maniobra de fuga, encontrándose en el fondo del gran coliseo romano, esperando para ser ejecutada ante una ciudad consumidora de viles sacrificios.

El rugido de un pobre tigre, traído desde lejos, de Asia tal vez... le ocasionó un dolor amargo en la boca del estomago. ¿La lanzarían a las bestias?. Quizás el centro del espectáculo se trataba de alguna venatión y ella, como la entrada que espera el plato principal, sería decapitada en algún rincón perdido de la arena. O tal vez... tal vez un día como hoy el emperador se encontraba sediento de horror y la untarían con brea para luego hundirla en el dolor agonizante de las llamas ... entonces la muerte viene lenta.

Dadas las variables, cualesquiera que le corresponda de ellas, no interesaba. Ya no temía a la muerte. Venimos al mundo para cumplir una meta, llegando a objetivo lo que corresponde es la muerte. Pensó. Jamás se arrepentiría de todo lo que hizo. Solo pidió a los dioses que el dolor le obligue a perder la conciencia cuanto antes.

Al reconocer las risotadas y el ruido de las armaduras resonar entre los pasillos laberínticos, supo que el fin se iniciaba. Pronto la enorme traba que contenía las puertas de madera de aquel nicho mostraron una tenue luz y reconoció a dos soldados, que sin prestarle mucha importancia la desataron y arrastraron de los hombros por los pasajes. Su túnica decorada con tierra y su única sandalia fueron motivo de burla de los demás reclusos. Pero el peinado que contenía estrictamente todo su cabello permanecía inalterable. Sonrió lánguidamente recordando a su hermana que le había enseñado a utilizar esa técnica infalible para hacer lucir su largo cabello, corto como el de un hombre.

Los alaridos de las bestias y de los habitantes de la enorme ciudad de Roma se mezclaban y se hacían más estrepitosos a medida que fruncía sus ojos claros que estaban encandilados por los rayos de sol los cuales invadían aquel portón de madera abierto de par en par. Le indicaron, claro que no de buen modo, que se sentase allí y aguarde. De espalda a la salida podía oír, frunciendo los ojos y luchando por no sollozar, el ruido a metal que se abría paso entre la carne, los gemidos agobiantes, los reclamos de piedad y el clamor popular por la tan ansiada muerte. Su pecho comenzó a subir y bajar con un ritmo nervioso.

Estaba aterrada como nunca antes. Y eso, que su vida había sido una caja de pandora.

Una extraordinaria exclamación que obedecía al nombre "¡Terreo, Terreo!" arrasaba el anfiteatro como una ola expansiva. Los guardias se intercambiaron miradas y uno comentó algo como "este lindo mocoso pronto ganará más fama que el mismo emperador". El otro, en respuesta, le propinó una reprimenda, asegurando que si manchaba el nombre del gran imperator los dioses lo castigarían de forma severa.

Conocía, como toda romana de veinte años, el destino de los gladiadores que eran obligados a menguar a una plebe enardecida. Así era como ganaban sus cortos meses de fama y algún poder de decisión dentro del ámbito del circo, pero morían demasiado jóvenes e inocentes como para conseguir los suficientes litros de sangre con los que pagarían su libertad.

Terreo, era el último nombre que hacia eco desde los foros hasta las más recónditas ínsulas de la gran ciudad. El nuevo titan de la arena, con una armadura dorada y misteriosa insignia de serpiente en su escudo y espada, según se dice, siendo esta arma venenosa y letal, era solo la punta del iceberg de increíbles mitos que se habían construido en torno a él. Se veía a mujeres arrojarse de la altura máxima de las gradas, entregándose a la muerte solo para poder tocarlo antes de verlo desaparecer por los pasadizos oscuros del anfiteatro, luego de una batalla. De todos los afrodisíacos en venta, su sudor era el más cotizado, miles de monedas se acuñaban gracias a él. Visto como un dios terrenal del amor, juzgado por su perfecta belleza física, en apariencia musculosa y estilizada, Terreo, tenía un lado macabro: muchos aseguraban haber visto sus ojos tornarse rojos, tal como si se inyectaran de sangre, a la hora de asesinar. Acción que le era casi tan necesaria como respirar. Los más exagerados llegaron a contar que disfrutaba de ser bañado por la sangre de sus victimas en la intimidad, ya que muchas veces se le vio ordenar a sus hombres que se llevasen a los cadáveres. Siendo extremadamente joven, se estimaba que su edad era de veintiún a veinticuatro años, había vencido los luchadores más aguerridos de todo el imperio. Sin embargo lo que resolvía aquella imagen mítica, nunca antes conseguida por un gladiador, era el hecho de que nadie conocía su rostro, porque siempre se ocultaba bajo el casco. Casco espartano, algunos dicen que homenajeando a los hoplitas de las Termophilas, aunque otros suponían que era otra de sus costumbres radicales que lo empujaban a la fama.

—Lo sepultaran en el olvido junto con su cadáver. Es cuestión de meses— concluyó el soldado mientras la arrastraba cuesta arriba hacia la arena de combate.

Cegada por el sol fulguroso y ensordecida por los gritos y el pánico sintió marearse —Debes estar presentable ante el emperador, muchacho— dijo, con sorna, un soldado y le arrojó una vasija llena de agua sucia que le partió el labio inferior provocando un escandaloso sangrado. La multitud rió divertida. Cuando al fin un par de sandalias se enfrentaron a sus rodillas, comprendió que seria "la entrada", y no la única, ya que reconoció al menos treinta hombres más esperando su resolución final. Aunque se sabia humillada por miles de personas que le arrojaban insultos a diestra y siniestra jamás sintió arrepentimiento de hacer lo que hizo. Eso nunca. Por eso, a pesar de que sus articulaciones dolían, lo intento varias veces hasta que lo consiguió: moriría de pie y de cara a su verdugo.

Entonces sus ojos lo encontraron.

Los rayos de sol resplandecieron como nunca antes a contraluz de una armadura dorada. El sujeto era por mucho más alto que ella, de piel nívea y con algunos cabellos profundamente oscuros que desbordaban por debajo del casco. Experimentó la sensación de estar frente a la máxima deidad del olimpo. Jupiter quizás. Pero lo que más impactó en su demacrada alma fue aquella mirada de ojos extremadamente negros, una mirada altanera y aun así neutral. No hacía falta escuchar su nombre una y otra vez entre las voces histéricas de la población femenina que le aturdían. Estaba ante Terreo y su espada demoníaca le partiría el cráneo al medio, en cuestión de segundos.

Los miles de pulgares señalando hacia el reino de Hades obligaron a la espada de Terreo alzarse en las alturas, como una cobra voraz, sobre ella. Le sería imposible describir las sensaciones de sus últimos instantes con vida, solo podría decir que la mandíbula le temblaba tanto que pensó que se saldría de lugar y que los músculos de todo el cuerpo se le tensaron hasta arder. Los gritos avasalladores le dolían en los tímpanos, aun así: no se arrepentiría, no confesaría, no le quitaría la mirada a los ojos negros que poseía la muerte. No lo haría. Sintió el filo ir por ella a toda velocidad y el ruido del metal caer en seco provocó un silencio abyecto, abismal.

Su cabeza no había sido rebanada.

Dejó de contener la respiración y con la cautela y el temor de un gato curioso guío sus pupilas hacia la izquierda y descubrió la espada del gladiador todopoderoso descansando sobre el suelo en franco abandono. Una lanza con punta de acero se abrió paso desde muy lejos hacía su espalda, con el único objetivo de atravesarle la nuca hasta la garganta, pero fracasó al dar en el ojo de la serpiente del escudo dorado. En un movimiento casi imperceptible para el ojo humano, Terreo, había localizado la protección de su escudo detrás del chico de cabellos azulinos y ojos violáceos, el cual había recibido ordenes de asesinar.

Ella estática, sintió sobre sus labios pálidos, el aire expulsado por las fosas nasales de él. Todo sucedió tan rápido que siquiera tuvo reacción para desterrar la vista del suelo donde había descubierto la espada corta.

—¡¿Que haces bastardo?!. ¡Ese hubiera sido un lanzamiento espectacular!— oyó decir. Unos pasos se aproximaban, supuso que alguien venía corriendo detrás— ¿Porque proteges a este criminal?. Termina este circo ya, el emperador está impaciente por ver los nuevos animales exóticos que trajeron de la última conquista.

—Ven aquí, idiota— la voz viril pero juvenil a la vez del luchador, le jugueteó en los odios mientras se separaba de ella.

Una vez frente a el lanzador que intentó matarla, pudo analizarlo. Tenía la piel bronceada y el cabello corto y dorado. Abrió los ojos azules con desmesura — Mierda, son enormes— masculló entre-dientes y algo sonrojado. Fue entonces cuando la muchacha se percató de que ninguno de los dos observaba su rostro, si no la húmeda tela de la túnica que se había pegado a sus vendados pero ahora evidentes pechos.— Es una mujer— chasquéo la lengua y observó en todas las direcciones antes de volver a ella— Jamás mataríamos a una mujer. No me interesa que opine Madara.

Su compañero esbozaba una enorme sonrisa, al tanto que Terreo mantenía su mirada inalterable —Claro que no.

— ¿Que haremos?.

— Los distraeré. Llévala a mi habitación.

— Pero Sasu...

— Te lo ordeno.

Antes de verlo elevar su espada y su escudo en la gloria, siendo perdonado por una multitud que lo veneraba y adoraba de forma delirante, sintió como el lanzador rubio la cargaba como un costal de papas — ¿Como es tu nombre, niña?— indagó curioso.

— Hi ... Hinata— logró articular antes de sumergirse, a causa de la impresión vivida , en la inconsciencia.

Ese debe ser un nombre asiático, como el mio, sospechó. Luego recordó a su amigo y envió una risotada a los pasadizos inhumanos del coliseo — Eres un malcriado.