Las pesadillas de tiempos pasados
—¡No, mamá, por favor! ¡Vuelve a mí! —sollozó. Acunó la mano inerte de su madre muerta con la suya, incapaz de controlar sus sollozos. Negó con fuerte dolor. Su familia había sido destrozada. Sus tíos... muertos. Sus hermanos y hermanas... desaparecidos. Su padre... ido. Su madre... muerta. Y él... se había ido. Toda su vida se había ido. Miró el colgante en la palma de su mano. Era hermoso. Una reliquia familiar, transmitida de generación en generación. Nunca para el primogénito, sino para el más joven. Y ahora era suyo. Cerró los dedos alrededor del colgante de zafiro. Lo metió en la parte delantera de su vestido y se puso de pie. No estaba segura aquí. No podía dejar que la muerte de su madre fuera en vano. Así que con una última visión de la habitación salpicada de sangre, y de su difunta madre, se fue. Tropezó en el exterior. El brillo repentino del sol la cegó. El olor acre del humo obstruyó sus pulmones. Abrió los ojos. El granero estaba en llamas. Miró a su alrededor con horror, al páramo que solía ser su casa. Las manchas de sangre cubrían el césped y la tierra. Una pira brillante consumía el granero. Su mundo estaba, literalmente, cayéndose a pedazos. Este lugar, donde había jugado y llorado, aprendido y enseñado, no era más que malditas cenizas. Era un lugar en ruinas ahora. No sería un hogar nunca más.
Y entonces sus ojos se posaron en las figuras detrás de ella. Sus hermanos. No se habían ido. Habían sido capturas. Congelada, Ginny vio como los hombres que habían atacado su casa, su familia, aprisionaron a sus hermanos. Sacos fueron arrojados sobre las cabezas de sus hermanos. Antes de que llegaran a su tercer hermano, él la miró. Sus labios se movieron en silencio, con un mensaje: corre. Se quedó paralizada. No podía correr. ¿Qué habría de hacer ella? ¿Qué clase de monstruo sería, si se daba la vuelta y huía? Pero no podría ayudar a sus hermanos si era capturada. Se dio la vuelta, para hacer el camino hasta el bosque. ¿No es eso lo que le habían enseñado? ¿Proteger a su familia? ¿Acaso no le había enseñado a hacerlo? ¿No le habían enseñado a cuidar de sí misma, de su familia? Sintió que sus pies la llevaban, paso a paso, lejos del granero en llamas, lejos de la casa, lejos de la granja. Cogió el ritmo, en dirección al bosque. Pero nunca llegó. El dolor se extendió por la parte posterior de su cabeza, cuando el palo del hombre la golpeó, tirándola al suelo. Yacía boca abajo en el suelo, aturdida. Unas manos fuertes la agarraron y la obligaron a ponerse en pie. El hombre medio la llevó, medio la arrastró hasta donde estaban sus hermanos. El hombre pateó la parte trasera de sus rodillas, obligando a que se arrodillase. Ató sus manos detrás de su espalda. Agarró su pelo dorado y tiró de la cabeza hacia atrás. Miró al hombre que tenía delante. Sus fríos ojos azules perforaban los suyos. Su sorprendentemente joven rostro examinó el suyo. Limpió la hoja de su espada de la sangre. Sus ropas estaban salpicadas y manchadas de sangre. La sangre de su madre. Él había apuñalado a su madre. Él la había asesinado.
—Ella viene conmigo —dijo, con perfecta articulación. Su cabeza fue cubierta con un saco, y todo se hundió en las tinieblas.
Había una espada... cubierta de sangre... hermosa, y manchada de sangre... Un gritó llenó sus oídos, diciéndole que corriera, que se salvase...
Ginny se sentó de golpe, sin aliento. Estaba cubierta por una capa de sudor frío. Su respiración se ralentizó cuando se calmó. Era solo una pesadilla. Solo un sueño. Solo un... solo un recuerdo. Un recuerdo de lo que ella solía ser, una memoria de cosas que había pasado hace mucho. Ella solía ser una chica de granja. Solía vivir en el Nuevo Mundo, con su familia en la colonia de Virginia. Ella nació allí. Solía tener una gran familia. Tres hermanos y tres hermanas, un padre y una madre. Solía tener otra familia, una familia que había vivido con ella durante diez años. Solía tener un mejor amigo. Solía tenerlo todo. No eran ricos con dinero, pero sí con la felicidad y la familia.
Ahora, ella no tenía madre. Ahora, ella era rica. Era de la clase social alta. Muchos estaban celosos de su respetable estado. Ahora, ella vivía en Port Royal, muy lejos de su granja en Virginia. Ella era una desconocida, incluso para sí misma. Ella era la cáscara de la chica que solía conocer. Tenía una vida vacía, llena de fiestas de té formales y bailes. Almuerzos con mujeres que no le importaban. Más de un pretendiente guapo que deseaba su mano en matrimonio, pero... ¿con qué propósito? ¿Iba a casarse con un hombre al que no conocía, por el bien de un título y del dinero? Había perdido su vida plena de sencillez y trabajo en la granja por una vida que estaba vacía de un verdadero significado. Vacía por el bien de la vacuidad.
—¿Ginny? ¿Estás bien? —preguntó una mujer joven. La chica era hermosa. Se incorporó en la cama y miró a Ginny con sus suaves ojos marrones como espejos. Los labios de Ginny se torcieron con un pequeño atisbo de sonrisa. Lo único significativo ahora en su vida era Elizabeth. La joven señorita Swann, una chica de dieciocho años, era la hija de Weatherby Swann, el gobernador de Port Royal. Cuando Ginny perdió todo, se encontró a sí misma en muchos lugares oscuros. Ella se había estado muriendo de hambre, había estado cavando en la basura para encontrar restos de comida, se había enjuagado la cara sucia en los charcos de las calles de Londres, cuando encontró a Elizabeth. En aquel entonces, Elizabeth tenía solo nueve años de edad. Elizabeth había sufrido recientemente la pérdida de su madre, una tragedia que Ginny conocía bien. Así que las chicas se unieron. En poco tiempo, el señor Swann había adoptado a la joven Ginnyen su familia, reclamándola como suya. No hubo trámites o procesos legales, ya que Ginny no había sido rescatada de un orfanato. Nadie sabía de dónde había salido Ginny.
Ginny le debía su vida a Elizabeth. Cuando Ginny había perdido la voluntad de vivir, después de cuatro años y medio como polizón a bordo de barcos y tratando de sobrevivir, Ginny había llegado a Londres, solo para encontrar que vivir allí era igual de horrible que en cualquier otro lugar donde ella hubiera vivido. Sin amigos y sin familia, Ginny había estado a punto de darse por vencida. ¿Cuál era el significado de sobrevivir, si ella no tenía nada por qué vivir? Pero entonces Elizabeth, que había necesitado un amigo tanto como lo hizo Ginny, apareció. Ginny había tomado a Elizabeth bajo su ala, y Elizabeth había hecho lo mismo con Ginny. Ahora, con una vida llena de vacío, al menos Ginny tenía a Elizabeth para compartirla con ella.
—Estoy bien —dijo Ginny, fingiendo una sonrisa.
Elizabeth frunció el ceño, arrugando su frente.
—¿Tuviste otra de tus pesadillas, no?
Ginny pateó las sabanas que la cubrían. Dejó que sus pies descalzos tocasen el frío suelo.
—Sí —admitió. Se puso de pie y tomó su bata.
—¿No se habían ido? —cuestionó Elizabeth.
Ginny se encogió de hombros mientras se envolvía en su manto.
—A veces vuelven.
Elizabeth miró algo en sus manos. Ginny se acercó a su hermana, curiosa. Sus ojos se abrieron al ver el medallón de oro pirata. Un cráneo sonrió a Ginny, como si se estuviera burlando de ella.
—Soñé sobre él anoche —dijo Elizabeth en voz baja.
—¿Y... qué ocurrió? —preguntó Ginny, mirándolo.
—Ese día que vinimos de Inglaterra... ¿lo recuerdas? —dijo Elizabeth.
Ginny lo recordaba bien. Después de haber vivido con los Swann por poco más de medio año, Ginny había compartido la emoción de Elizabeth cuando el señor Swann recibió el título de gobernador de Port Royal. Hicieron las maletas y se trasladaron a Port Royal, Jamaica. En el camino, se habían encontrado un naufragio. Un niño llamado Will Turner era el único superviviente. Ginny recordaba haber robado el medallón de oro de Will con Elizabeth. Las dos chicas habían temido por la vida del joven William. Habían mantenido el medallón escondido desde entonces.
—Sí, lo recuerdo... —susurró Ginny.
Un fuerte golpe en la puerta sobresaltó tanto a Ginny como a Elizabeth.
—¿Ginny? ¿Elizabeth? ¿Estáis presentables?
Ginny le arrebató rápidamente el medallón a Elizabeth y se lo puso, mientras que Elizabeth se encogía a toda prisa en la bata.
—¡Sí! ¡Sí! —llamó Elizabeth. Ginny metió el adorno del cráneo en la parte delantera de su camisón mientras el Gobernador Swann entraba en la habitación, seguido por tres doncellas.
—Ah... ¿todavía en la cama a estas horas? —dijo el Gobernador Swann. Una nota de diversión bailaba en su tono. Una de las criadas levantó las gruesas cortinas. Ginny cerró los ojos, protegiéndolos de la luminosidad repentina. Dejó que sus ojos se acostumbraran antes de abrirlos— Es un día hermoso —dijo el Gobernador Swann. Lo era. Siempre era hermoso en Port Royal— Tengo un regalo para las dos —dijo el Gobernador Swann, radiante. Hizo un gesto a las dos criadas detrás de él. Ambas les llevaron cajas rectangulares. Elizabeth abrió la suya con entusiasmo. Ginny levantó la tapa de la caja con un poco más de cautela.
—¡Oh, es hermoso! —exclamó Elizabeth, tirando de su vestido fuera de la caja. Era de color marfil con bordados en oro. Ginny levantó el suyo. Era de color marfil con bordados en plata. Como el día y la noche. Ginny sonrió. Le gustaba el suyo. Era como el de Elizabeth, solo que pegaba más con Ginny. El triángulo de marfil en el corsé se encontró con otro trozo de tela marfil. El resto del vestido era azul plateado, con diseños de plata oscuros que se arremolinaban con complejidad. Era elegantemente hermoso, una representación perfecta del mar, de la noche, de las tormentas. Misterioso y hermoso. Ginny no pudo evitar sonreír.
—¿Verdad? —cuestionó el Gobernador Swann.
—¿Puedo preguntar cuál es el motivo? —dijo Elizabeth.
—¿Es necesario que un padre tenga motivos para adorar a sus hijas? —contrarrestó el Gobernador Swann. Elizabeth desapareció detrás de la pantalla para vestirse.
—Sin embargo, técnicamente, no soy tu hija —dijo Ginny con una sonrisa.
Los ojos del Gobernador Swann se oscurecieron.
—No de sangre, Ginny, pero de corazón. Nunca olvides que eres parte de esta familia.
Ginny sonrió. Abrazó al Gobernador Swann. Él se rió entre dientes. Ginny cogió su vestido y se unió a Elizabeth detrás del vestidor.
—En realidad... pené que podríais llevarlos para la ceremonia —dijo el Gobernador Swann.
—¿Ceremonia? —preguntó Elizabeth. Le lanzó una mirada a Ginny.
Ella trató de parecer ocupada en vestirse, lo cuál no era demasiado difícil, ya que una de las criadas comenzó a apretar su corsé.
—El ascenso del Capitán Norrington —dijo el Gobernador Swann. Ginny sacó la cabeza.
—¡Lo sabía! —declaró.
—¡Comodoro Norrington, como está a punto de convertirse! Él es un caballero, ¿no os parece? —dijo el Gobernador Swann. Ginny había regresado detrás de la pantalla. Ginny y Elizabeth se quedaron sin aliento al unísono después de que sus corsés fueron reforzados drásticamente— Niñas, ¿cómo estáis?
—Es... difícil de decir —dijo Elizabeth.
—Me han dicho que es la última moda en Londres —respondió el Gobernador Swann.
—Bueno, ¡las mujeres de Londres deben haber aprendido a no respirar! —gruñó Ginny.
—Señor, tiene una visita —dijo un mayordomo. A juzgar por el sonido de los pasos que se alejaban, el Gobernador Swann había salido de la habitación.
—Al Capitán Norrington le gustas —dijo Elizabeth, mirando a Ginny.
—Lo sé —respondió ella, frunciendo el ceño.
—¿Y si se te propone? —dijo Elizabeth.
Ginny se encontró con la mirada de su hermana.
—No lo sé.
•••
Se abrió camino sobre el montón de huesos. Se agrietaron bajo sus botas con sonidos repugnantes que rallaban sus nervios. El polvo acre del humo llenaba sus pulmones, como una niebla repugnante. Miró a su alrededor, le escocían los ojos de lágrimas, humo y cenizas. Sus ojos se posaron en una chica. Ella lo miró con ojos azules, oscuros. Su pelo rubio caía en hondas sobre sus hombros. Las lágrimas corrían por sus mejillas, manchando su cara con rayas limpias en sus mejillas sucias de ceniza. Llevaba un colgante. Era una joya increíble, un zafiro rodeado de diamantes. Brillaba incluso en condiciones de poca luz. Se acercó a ella.
—Llegas muy tarde —sollozó la chica.
—¿Qué? —dijo, detuviéndose en seco.
—¡Has llegado demasiado tarde! —exclamó la muchacha, alzando la voz.
—No sé de qué estás hablando —respondió.
—¡Me lo prometiste, me lo prometiste! —gimió la muchacha.
—¡No sé quién eres! —gritó él.
—Lo hiciste, una vez, tiempo atrás —dijo la chica. Comenzó a llover, suavemente al principio. Luego se hizo más y más pesado, hasta que ya no pudo ver a la chica. Se estaba ahogando en el agua, no podía respirar. El agua salada de lluvia llenó sus fosas nasales...
¿Salada?
El Capitán Jack Sparrow no era tonto. El agua de lluvia no era salada. Abrió los ojos, solo para descubrir que su rostro estaba bajo el agua. Se sentó frenéticamente, sin aliento. Escupió y tosió. Mierda. Su barco, si se podía llamar barco, se estaba hundiendo. Era un bote, con una vela. Y se estaba hundiendo. Se levantó y se subió al pequeño mástil para mantenerse fuera del agua. Miró hacia el frente. Port Royal era apenas visible en la distancia. Sonrió. Muy pronto, tendría un barco real. Su sonrisa vaciló.
Las pesadillas que lo atormentaban la mayoría de las noches habían regresado. Durante un tiempo, le pareció que se habían ido. Desde que tenía dieciséis años, había tenido pesadillas recurrentes. Siempre lo mismo: una niña alegando que él le había fallado. La chica parecía familiar, pero era extraño, Jack estaba seguro de no haberla visto antes. Y sin embargo, todas las noches, ella lo visitaba en sus sueños. Siempre con diez años de edad, la niña sollozaba cada noche, y Jack no tenía ni idea de quién era y por qué pensaba que le había prometido algo. Pero las pesadillas nunca se iban.
