Daba igual lo mucho que Haru se esforzase por olvidar aquella mirada resplandeciente de gloria, ni las lágrimas que nacían de la derrota; los ojos de Rin perduraban en el tiempo. Lo perseguían, crueles e incesantes, en todos sus recuerdos. Incluso en los que nunca llegaron a existir y no eran más que meras ilusiones. ¿Cuántas veces se habría preguntado Haru qué estaría haciendo Rin en tal o cual momento? Ya había perdido la cuenta.
Lo único que tenía claro era que quería olvidarlos. Sin embargo, en su caso, querer no era poder. Claro que quería dejar de sufrir, ¿y quién no? Pero una parte de él, diminuta y caprichosa, seguía trayéndole esa mirada a la mente. Esa sonrisa resplandeciente, la que solo podría surgir desde la pureza de un niño como Rin.
Perduraban, perduran y perdurarán esos ojos como si los tuviera ante él. Cuando se convencía de que Rin estaba ahí, en algún punto de Iwatobi esperando a ser encontrado, estiraba el brazo para encontrarse de bruces con la nada. Cuanto más tiempo pasaba, más próximos y vivos parecían. Era un milagro de una maldad exquisita.
Todo cambió un día, para bien o para mal, cuando Rin finalmente regresó.
¿Quién le diría a Haru que los ojos vivaces de Rin morirían el mismo día en que se reencontraron? Era Rin, de eso no había duda alguna. Rin, Rin-chan, Rinrin. Ahí, delante de él, desafiándole como en los viejos tiempos.
O de eso se quería convencer él. Ojos muertos, sonrisa fantasma, carácter arisco y distante; ¿esas eran las cenizas que había dejado el Rin que él conoció? Haru buscaba incesante, entre aquellos escombros, los restos de la persona a la que un día conoció. No había nada, ni una míseras brasas de la llamarada que encendió su espíritu en el pasado. Su destino chocaba sin descanso contra el de un desconocido.
Haru no podía evitar preguntarse por qué seguía imantado a aquella sombra del ayer. «Sigue siendo mi amigo. Sigue siendo Rin», se decía a sí mismo una y otra vez. Si repetía la cantinela las veces necesarias, se lo acabaría creyendo.
Y así fue. No sabía si era por las mentiras que se quiso creer o si porque, al fin, Rin, su Rin, había vuelto de verdad. Sonreía como solo él sabía y sus ojos reflejaban de nuevo un fuego imposible de sofocar. Un fuego que llenaba a Haru de vida. Lo que faltaba, sin embargo, era la pureza, la frescura de antaño. Rin, qué cansado estaba Rin. Fatigado de luchar y encantado de no tener que hacerlo más. ¿Era esa energía la que Haru echaba de menos?
Los ojos de Rin perduraban en el tiempo, no como el amor que un día brotó entre ellos. Aun con todo, conservaba la esperanza de poder ver junto a Rin aquello que ninguno de los dos pudo olvidar. No era momento de quedarse estancado pasado y quedarse viviendo en él, como si el presente fuese una ilusión. Recordaría el pasado con cariño, como un tesoro irremplazable y transparente en su memoria, pero sin perder de vista el futuro al que se encabezaba de lleno con sus amigos, siempre codo con codo con Rin.
Por fin nacía la esperanza de que los dos pudiesen volver a reencontrarse de verdad. De nadar juntos, bromear, enamorarse.
