U n o

Una cosa era decidir audazmente cazar a un marido rico que te salvara la vida o, mejor dicho, de la desesperada situación financiera en la que te llamabas que fuera culpa tuya ... y otra muy distinta que Alice Alice Brandon hacia el salón brillante de baile.

No sabía cuál era el problema. Estaba flotando en un mar de personas físicas y con título. Allá Donde Mirara Veía dinero, aristocracia y realeza por todos los rincones del luminoso salón de baile del p cols un zz o Santina. Podía oler la riqueza saturando el aire como un perfume exclusivo.

La isla se convirtió en una revelación hasta las costuras de nobles, jeques y un gran número de recetas europeas. Sus antiguos y heredados títulos les colgaban de las extremidades como un elegante accesorio que Alice no podría nunca permitirse. Era la primera vez en sus veintiocho años de vida que estaba en el mismo espacio con una selección de títulos.

Tendría que estar encantada. Se dijo a sí misma que lo estaba Había llegado desde su cuestionable barrio de Londres hasta la hermosa Santina, una hermosa joya del Mediterráneo, para celebrar el arrepentido compromiso de su hermanastra con un auténtico favorito. Y se alegraba por Bella y su maravilloso príncipe Edward, por supuesto que sí. Se alegraba mucho, de hecho. Pero si la dulce y sensata Bella había conquistado al príncipe heredero de Santina, Alicia no entendía por qué no podía encontrar ella a su marido querido y paradisíaca a la isla en la que los hombres ricos parecían brotar de la tierra como las hierbas mediterráneas.

Ni siquiera tenía que ser rojo sangre, pensó con generosidad observando el plumaje de los machos desde su posición, al lado de una de las grandes columnas del salón. Lo único que necesitaba era una transacción bancaria abultada y saneada.

Quería fingir que todo era un juego. Pero no lo era. Estaba desesperada. Se dio cuenta de que estaba frunciendo el ceño y hizo un esfuerzo por dulcificar la expresión. El gesto no fue para despertar el interés de hombres que tienen todas las sonrisas que quisieran con solo chasquear los dedos.

-Es igual de fácil sonreír que fruncir el ceño -se dice siempre su madre con que tono meloso, normalmente acompañado de una de

sus radiantes sonrisas.

Aquella frase y «ya que hay que casarse, por qué no hacerlo con un hombre rico», constituía el grueso de los consejos maternales que Victoria, nunca mamá, le había dado. Pero pensar en su fría madre no ayudaba. No me quedé hasta el cuello en otro de los líos de Victoria.

La ira, el dolor y la incomprensión bulleron dentro de ella una vez más al pensar en la deuda de cincuenta mil libras que su madre había contraído con una tarjeta de crédito que «accidentalmente» había solicitado un nombre de su hija. Alicia había visto la publicidad en el felpudo un día. Tuvo que sentarse porque ya había mareado y se quedó mirando el papel que tenía en la mano hasta que finalmente entendió algo, aunque no todo.

Cuando superó la perplejidad inicial supo que su madre era la culpable, que no se trató de un error. Aquella certeza le provocó náuseas, pero no era la primera vez que Victoria «tomaba prestado» su tiempo, ni siquiera era el primer «accidente». Pero nunca había llegado tan lejos.

-Acabo de recibir una impactante factura de una tarjeta de crédito que nunca lo solicitó.

Estuvo a punto de colgar el teléfono cuando su madre le contestó con su habitual indolencia, como si no pasara nada. Y tal vez no pasara si fuera cincuenta mil libras más rica.

-De acuerdo -ronroneó Victoria con tono meloso-. Quería hablar contigo de este asunto, cariño. Supongo que no querrás estropear la fiesta de Bella con un tema tan desagradable, pero después tendremos tiempo de sobra para ...

Alice colgó entonces con violencia. No se vea capaz de hablar por miedo a soltar un grito. Y luego echarse una niña como la niña que nunca lo pudo hacerlo, porque había tenido que comportarse como una adulta desde muy pequeña debido a los excesos de Victoria. Y ella nunca lloraba. Nunca Ni por los innumerables defectos de Victoria como madre y como ser humano, ni por ninguna razón que pueda recordar. Los problemas no se resolvían con lágrimas.

Cincuenta mil libras, el pensamiento de la torta, el medio del reluciente salón de baile. Pero no se parecía real. Ni la belleza de cuento de hadas y la elegancia del palacio ni aquella asombrosa cifra. Cincuenta mil libras.

Ni ella ni Victoria podría aspirar ni en sueños a pagar

algo cantidad. La única aportación de Victoria fue su matrimonio con un conocido ex futbolista que solía salir con regularidad en los periódicos sensacionalistas, James Witherdale. El resultado de esa unión fue la hermanastra rebelde de Alice, Bree, a la que no pretendía entender, y poco más. Aparte de eso, Victoria tenía un puesto en el mercado antes de echarle un vistazo a las redes de sus hijos favoritos de Inglaterra. Nadie lo había permitido, pero a su madre no importamento.

Alice había aprendido mucho tiempo atrás y no preguntaba por el estado de la unión cívica entre James y Victoria, para no recibir una nueva charla de su madre y el hijo con el nombre de James era una simple cuestión de sentido común y un buen negocio. Alice se estremeció al imaginar lo que sería seguir la casada con un hombre que, como toda Inglaterra sabía, la siguió acostándose con su ex mujer, Julie. Además de con otras. ¿Cómo puedo estar tan orgullosa de su matrimonio cuando todos los periódicos sensacionalistas del Reino Unido proclamaban lo vergonzoso que era? Alice no lo sabía Lo que sí sabía que era, desde luego, no había ni un libro de libras escondidas en la casa de James en Hertfordshire o en el apartamento de Knigthsbridge, porque en ese caso Victoria no tuvo tenido ese «tomar prestado» dinero de su hija. Lo cierto era que Alice sospechaba que James le había cerrado a Victoria el grifo tiempo atrás.

Alice no pudo evitar la punzada de tristeza que la asaltó al pensar, y no por primera vez, en cómo habría sido su vida si Victoria hubiera sido una madre normal. Si a Victoria le hubiera preocupado alguien que no fuera ella misma. Aunque no se podía quejar. La numerosa prole de James siempre la había tratado muy bien. Y también la propia Julie. Y lo cierto era que el despreocupado y cariñoso James era el único padre que había conocido. Su padre biológico había salido corriendo en cuando Victoria le dijo a los diecisiete años que estaba embarazada. Alice siempre había estado agradecida por el modo en que el clan Witherdale, especialmente James, la había acogido. Pero lo cierto era que al final no era una Witherdale como los demás.

Siempre había sido muy consciente de esa diferencia. Siempre había sentido aquella línea invisible pero imposible de ignorar, que marcaba la diferencia entre ella y los demás. Siempre había estado fuera mirándolos desde lejos, fingiendo, por mucho que pasaran las

navidades juntos. Los Witherdale eran la única familia que tenía, pero eso no la convertía en su familia. Lo único que tenía era, para su pesar, a Victoria.

Alice lamentó una vez más no haber ido a la universidad. No haber estudiado una carrera. Pero a los dieciséis años era muy guapa, había heredado la capacidad de engatusadora de su madre y tenía un cuerpo para respaldarla. Estaba convencida de poder abrir el camino en el mundo y lo había hecho de un modo u otro. Había tenido más trabajos de los que podrían contar, pero ninguno de ellos. Siempre se había dicho que lo prefería así. Sin ataduras. Nada que la detuviera si quería mudarse. Había sido musa y modelo de diseñador de moda, había tenido su propia tienda de ropa durante un año o dos, y era poco menos que un trabajo ocasional de modelo en vez. Siempre tuvo que luchar, pero pagaba el alquiler y las facturas, ya veces incluso la sobraba un poco. Aunque no cincuenta mil libras por supuesto.

El estómago le dio un vuelco y se apretó el puño contra el vientre para calmar el dolor. ¿Qué puedo hacer? ¿Declararse en bancarrota?

¿Qué hacer para arrestar a su madre por usurpación de identidad? Por muy enfadada y solidaria que esté, no se que escogiendo ninguna de las opciones. La primera era humillante e injusta. La otra, impensable.

«Basta», pensó entonces. Su naturaleza sensata y práctica la llevó a renunciar a la autocompasión. «Ya basta de lamentos, Alice. Esta noche tienes una oportunidad única. Utilízala ».

Tomó una copa de champán de la bandeja de un camarero que pasó por allí, le dio un sorbo, estiró los hombros y decidió ignorar el temblor de las manos. Ella era Alice Brandon, era fuerte, había tenido ese ser durante toda su vida. No se venía abajo ante la adversidad, ni ante una adversidad de cincuenta mil libras. Ella no conocía la derrota. Como dijo siempre James cuando se tomaba una copa, la derrota no era más que la oportunidad de triunfar en la próxima ocasión. Y lo mejor de no tener las opciones era su única opción era triunfar.

-Entonces -murmuró entre dientes-, adelante.

La razón para seguir adelante con un juego podría ser desesperado, pero no alteraba el hecho de que se podía leer bien. No podía ser de otra manera, pensó con ironía. Lo llevaba en los genes.

Se pasó la mano libre por la cadera para recolocar el vestido, ajustado a las curvas tonificadas que había heredado de su madre. Era un vestido sin tirantes, corto y negro como el pecado, y la pretendida ser recatada aunque mostrara todos los detalles de lo que ella sabía que era su mejor arma.

Su cuerpo.

Cerca de ella, un hombre mayor con gesto sombrío y los siglos de edad, los grabados en los huesos y su correcta esposa la miraban como si hubiera sido cometido por un imperdonable error de etiqueta. Todo era posible, por supuesto, pero Alice sabía que era un perfil bajo en la fiesta de Bella. No estaba acostumbrado un verso en un palacio.

La pareja apartó la mirada de ella con terror aparente y Alice contuvo una risotada. Dejaba el comportamiento escandaloso para el resto de la familia Witherdale. La sensación de que sus hermanastros, reunidos todos bajo aquel elegante techo, estaban por la labor. Lo cierto era que para la familia Witherdale era una tradición provocar escándalo allí donde iban,

Su hermanastra Bree había roto hacía poco su muy publicitado compromiso, nada menos que en el altar y frente a las cámaras. Alice dio por hecho que se había tratado de un truco de su hermana pequeña, cada vez más desesperada por recuperar la decreciente atención de la prensa. Bree era igual que su madre, que sin duda estaría en ese instante entre la gente agitando su rubia melena como una mujer de la mitad de su edad, inevitablemente vestida de forma escandalosa. Por su parte, ella tenía que mostrarse lo suficientemente recatada como para captar la atención del tipo de hombre que le convenía... y lo suficientemente poco recatada como para asegurarse de que éste no la apartara. Cuando el hombre de gesto adusto le dirigió una segunda mirada de deseo por encima del hombro de su mujer, Alice sonrió satisfecha. El juego estaba en marcha.

Se paseó por los extremos del salón, tomó fuerzas con otra copa de champán y escudriñó las posibilidades. Había que descartar a los hombres que iban con pareja colgada del brazo, e incluso a los que tenían mujeres cerca. No tenía ganas ni tiempo para competir con nadie y, además, no le interesaba el marido de otra.

Aunque se hubiera rebajado y estuviera siguiendo los pasos de su madre al convertirse en una cazafortunas, todavía tenía algunos valores. Se cuidó de evitar cruzarse con los miembros de la familia Witherdale, especialmente con Victoria e Bree, mientras se movía entre la gente. No quería tampoco cruzarse con la gente que más le importaba, como Bella o Benjamin, el mayor de los hermanos Witherdale y lo más cercano a un hermano mayor que conocía.

No quería que ninguno de ellos le preguntara cómo estaba, porque tal vez soltara sin querer la verdad en toda su fealdad y eso no la ayudaría a mantener la actitud necesaria para cazar marido.

Aunque en realidad no sabía qué actitud había que tener para una cosa así, pensó escondiéndose detrás de otra columna para evitar lo que a sus ojos parecía un grupo de sacerdotes despectivos. Aunque seguramente serían banqueros.

Y entonces le vio.

Estaba acechando, esa era la palabra, entre las sombras de la columna de al lado. Alice solo veía su autoritario perfil. Era... magnífico. Esa era también la palabra. Se detuvo un instante y deslizó la mirada sobre él. Tenía los hombros anchos y fuertes, y el torso parecía hecho de acero bajo un traje que tendría que haber sido elegante pero que en su figura esbelta y fuerte era... otra cosa. Algo que hablaba de poder y de rudeza. Tenía los pies separados y las manos metidas en los bolsillos de los pantalones. Alice tuvo la impresión de que había algo de beligerante en su gesto, algo profundamente peligroso.

Se le erizó todo el vello del cuerpo.

Había algo en él que la dejaba sin aliento y que no le permitía apartar la vista. Tal vez fuera su claro y abundante cabello, demasiado largo para el traje tan clásico que llevaba. Tal vez fuera el modo en que miraba hacia el salón de baile, como si no encontrara nada que captara su interés. Tal vez fuera la fuerte mandíbula y la boca apretada, que Alice percibió de pronto como una especie de desafío aunque no entendía por qué.

Fuera lo que fuera aquel hombre, pensó experimentando un escalofrío de adrenalina, era un buen candidato. Se dirigió hacia él, satisfecha al comprobar que cuanto más se acercaba, más impresionante le parecía. Había una quietud vigilante en él. No le sorprendió que se girara hacia ella y le lanzara una oscura mirada, aunque estaba todavía a varios metros. Alice tuvo la impresión de que había percibido que se acercaba desde el principio, desde el momento que le puso los ojos encima. Como si fuera consciente de todo lo que sucedía a su alrededor.

Durante un instante ella solo vio aquella mirada. Tenía los ojos grises y fríos, los más lejanos que había visto nunca y los más

oscuros. Parecía mirar a través de ella como si fuera transparente. Como si estuviera hecha de cristal. Como si pudiera ver su desesperación, sus sueños, sus planes y sus esperanzas con una única mirada.

Alice parpadeó... y entonces vio las cicatrices.

Un conjunto de brutales cicatrices le cruzaba el lado izquierdo de la cara desde la sien hasta la barbilla. El ojo se había librado. Alice contuvo el aliento, pero siguió avanzando. Era como si una fuerza la impulsara. Como si aquel hombre la hubiera atrapado y se estuviera dirigiendo hacia lo inevitable.

Era una lástima, pensó, porque la parte de su rostro que no estaba dañada por las cicatrices resultaba increíblemente atractiva. Se fijó en los pómulos, en la dura línea de la mandíbula. En la boca intacta, dura, masculina y atractiva. Más que atractiva. Magnética.

Pero otra parte de ella, la parte práctica forjada por su fría madre, le susurró que era mejor que tuviera cicatrices. Como si así fuera un objetivo más fácil. Como si le convirtiera en alguien tan desesperado como estaba ella.

Se odió a sí misma por pensar así. Profundamente. Pero siguió avanzando.

Los ojos del hombre se volvieron más fríos cuando se acercó más, y la miraron con intimidación y frialdad cuando estuvo frente a él. Estaba quieto y callado y exudaba dominio de sí mismo. Alice se dijo que eran los nervios lo que le había secado la boca, y le dio un sorbo al champán para humedecerla. Y para darse fuerzas. La mujer que había en ella se alegró de que él fuera dos centímetros y medio más alto que ella, que iba sobre sus tacones asesinos de diez centímetros. Y a su parte mercenaria le gustó que transpirara riqueza. Era como si lo llevara escrito en la frente. Quedaba claro en la elegante sencillez de la ropa que llevaba puesta. Alice llevaba ese tipo de ropa cuando era modelo, alta costura que no podría comprarse ni en sueños pero que sabía reconocer nada más verla.

-Parece que te has perdido -se dijo él con una voz grave y todas las luces poco amigable.

O al menos tan remota como su mirada. E igual de poco incitadora. Por suerte, Alicia no fue la única vez que se desanimó con facilidad.

-La fiesta está detrás de ti -añadió.

Su voz parecía envolverla como una mano grande y fuerte. Alice ladeó la cabeza ligeramente y el derecho. Los ojos del hombre

se oscureció todavía más y apretó con más fuerza los labios.

Supo entonces con una luz aterradora para su paz mental que nada fácil con ese hombre. Y lo que era más importante, supo que un hombre así no se dejaría impresionar por una mujer como ella. Pero se sacudió el pensamiento en cuanto se pasó por la cabeza. Decidió tomárselo como un desafío. No era la época en que echaban atrás. Prefiero lanzarse primero y pensar después. No tiene sentido cambiar de plan, pero tampoco tiene una impresión falsa. Era era como. A quien le gustara bien, ya quién no, que se fuera.

La mayoría se iba, o la cargaban deudas exorbitantes a su nombre. Pero se dijo que lo había vivido la había hecho más fuerte.

Tenía la sensación de que tenía un hombre que quería ser.

-¿Qué te ha pasado en la cara? -se preguntó con naturalidad. Y esperó a ver qué hace él.

Jasper Hale, que odiaba ir vestido de forma tan incómoda con el único propósito de demostrar ante sus primos de Santina que era Su Excelencia el octavo Conde de Whitlock, se quedó mirando fijamente a la mujer que tenía delante. Sentía lo más parecido a un shock que había experimentado en mucho, mucho tiempo.

Seguramente no había oído bien.

Pero ella alzó sus perfectas cejas sobre los ojos azules, celeste y lo miró como esperando respuesta, lo que quería decir que lo había oído perfectamente.

Jasper estaba acostumbrado a que las mujeres así lo miraran desde lejos y se dirigieran hacia él balanceando las caderas. Sabía lo irresistible que había sido en el pasado para las mujeres, solo tenía que mirar en el espejo los restos de lo que una vez había dado por sentado. Conocía aquella triste danza de memoria. Se acerca a un conjunto con sus curvas curvas marcadas bajo los vestidos como el de esa mujer ... hasta que les mostraba las cicatrices.

Algo que siempre hacia. Deliberadamente. Con crueldad incluso. Sabía muy bien que era una cara que nadie aguantaba mirar mucho tiempo, ni siquiera él mismo. Era la cara de un monstruo vestido con un traje italiano de cinco mil libras, y Jasper vivía con la amarga certeza de las cicatrices que no eran nada comparadas con el monstruo que había dentro. Cada vez lucía menos en público que su pasión era porque la consecuencia era cada vez más difícil de soportar. Siempre terminaba igual. Las más educadas clavaban la vista en algún punto

lejano y se marchaban sin dedicarle otra mirada. Las menos educadas gritaban horrorizadas, como si hubiera sido visto al mismísimo diablo, y luego se daban la vuelta y salían corriendo. Jasper no sabría decir qué reacción le molestaba más. Al menos las últimas fueron sinceras. La triste verdad era que, en cierto modo, estaba agradecida porque las cicatrices tenían un significado que no estaba calificado para mantener ningún tipo de interacción con nadie. Era mejor que lo supieran desde el principio.

Sin embargo, esa mujer, con su diminuto vestido negro que se ajusta a las perfectas curvas y el castaño cabello revuelto y corto, luego a seguir avanzando incluso después de que le mostrara la cara. Una cara llena de cicatrices que la marcaban como el monstruo que siempre había sabido que era, mucho antes de llevar a cabo la prueba en la cara.

Y luego, directamente, por las cicatrices.

Nunca le había ocurrido nada parecido en todos los años que había pasado desde el accidente. Y por sí solo eso ya resultaba interesante. El hecho de que fuera fuera tan guapa era una bonificación añadida.

-Nadie me había preguntado eso antes, nunca -se escuchó decir, como si estuviera acostumbrado a hablar con desconocidos. O con alguien que no fuera la suya propia. Y menos de forma tan directa. Es como si hubiera sido un elefante en la habitación del que nadie habla. O el hombre elefante, para ser más exactos.

La mujer miraba todavía más cerca de las cicatrices, recorriéndolas con su mirada azul. El propio Jasper solo las miraba ya excepto para comprobar que seguían allí. Tal vez ya no estuvieran rojas y en carne viva, pero desde luego sí veían con claridad. No se había difuminado, como lo había dicho ese cirujano optimista que podía pasar. En cualquier caso, prefería que siguieran allí. Había menos posibilidades de confusión si llevaba en la cara la verdad sobre sí mismo. No sabía qué pensar de que desconocía que estaba mirando las cicatrices tan intensamente. Finalmente ella dejó de observarlas y clavó la mirada en sus ojos.

Una especie de trueno resonó en su interior. Tardó un instante en darse cuenta de que era puro deseo.

-Solo hijo unas cuantas cicatrices -respondió ella en tono ligero sin dejar de sonreír.

Coqueteando. Jasper se dio cuenta con asombro de que estaba coqueteando con él.

-No eres precisamente el fantasma de la ópera, ¿sabes?

Jasper no recordó que la última vez que había sonreído en un acto social, antes incluso de que tuviera que soportar estoicamente esa cara y que no le importaba. De hecho, no recordaba la última vez que había sonreído, en general. Pero algo parecido a una sonrisa se asomó a las comisuras de los labios.

-Fue en el ejército -dijo. Observó como la mujer asimilando que la información asintió con la cabeza y entornando los ojos como si fuera tratando de catalogarle. Fuimos víctimas de una emboscada y una explosión.

Se odió a sí mismo por qué la descripción tan simple de algo que nunca debería explicarse con una sencilla frase. Como si unas escasas palabras hicieran algo de justicia al horror, al dolor. La repentina luz cegadora, el ruido ensordecedor. Sus amigos que desaparecieron al instante. Los más afortunados. Otros no lo fueron tanto. Y Jasper fue el que menos suerte tuvo, con la pesadilla de su larga agonía para luego sobrevivir.

No era de extrañar que ya nunca se mirara al espejo. Había demasiados fantasmas en él.

No tenía intención de dar más detalles, así que no tuvo sentido cuando engañó cuando ella no lo hizo. Pero tampoco se dio la vuelta ni se marchó.

-Me llamo Alice Brandon que ofreció la mano sin dejar de sonreír.

Como si estuviera acostumbrado a hablar todos los días con monstruos. Pero Jasper se grabó que solo podía ver la superficie. No sé lo que se ocultaba debajo.

-Soy la hermanastra de Bella. La novia.

«Alicia», se repitió mentalmente de un modo que la pareciera cercano a lo sentimental. Ella sigue allí mirándole con sus ojos azules. Desafiándole Jasper tuvo entonces la extraña sensación de que a pesar de todo, tal vez estaba vivo, igual que los demás.

-Jasper Hale, señor Whitlock -añadió con formalidad-. Primo lejano de los santos, la mano de la mano y, siguiendo un impulso que no quiso detenerse a un análisis, se la llevó a los labios.

Algo surgió entre ellos cuando sus pieles se encontraron. Algo feroz y ardiente, y durante un instante el palacio Santina desapareció, como si no tuvieran que ver con alguien de la nobleza cuna, con sus comentarios comentarios, y los acordes de la música inundaran el aire, ni que nada más que eso.

Calor Luz. Sexo.

Imposible, pensó Jasper al instante.

La soltó porque era exactamente lo contrario de lo que quería hacer. La sonrisa de Alice parecía más brillante que la luz de las lámparas de araña del techo y no permitía la vista de ella. Era demasiado bella para que la miraras así, como si fuera el hombre que tenía que haber sido. El hombre que fingía ser antes del accidente.

-Lord Whitlock -repitió ella como si estuviera sabiendo el título con su pequeña y apetecible boca-. ¿Qué significa eso, aparte del título? ¿Una mansión y un título en Oxbridge con apariciones estelares en Tatler?

Le caía bien. Era algo inesperado, pero ahí estaba. Y no sabía qué hacer con ello.

-Significa que soy conde -afirmó con lo que le parece un exceso de pompa. De pronto se siente muy cansado de sí mismo. Pero eso era lo que era. Lo que había estado durante más tiempo de lo que quería reconocer, antes incluso de aquí que el título, cuando era solo consciente de su importancia y tenía un respeto del que cuidaba su hermano mayor. Se sacudió el fantasma de Peter, séptimo conde de Whitlock y una desgracia para el título. Lamentó no poder librarse tan fácilmente del vergonzoso legado alcohólico de Pedro, de sus deudas y desastres, de la crueldad y el vicio.

-Me temo que tengo muchas responsabilidades y poco tiempo para los periódicos sensacionalistas.

-Entonces eso es un sí a lo de la mansión, la educación en Oxbridge y todo lo demás -aseguró Alicia todavía de broma, sin mostrarse acobardada por su tono grave-. Y supongo que también eres asquerosamente rico. ¿No es frecuente acompañar eso a la nobleza, como si fuera una compensación por tantos siglos de privilegio?

Jasper no lo ignoró y ella dijo que si hubiera dicho algo ingenioso.

-No sé lo que es ser asquerosamente rico -reflexionó a Jasper. Se preguntó por qué no fue ese tema desagradable, como supuso que le parecía en otras circunstancias, y sabía que la razón estaba mirando en ese momento con sus ojos demasiado azules. Quería tocarla. Quería comprobar si era real. Entre otras muchas cosas-. Pero sin duda tiene muchos siglos de riqueza sucia.

Ella volvió a decir y Jasper se dio cuenta para su propia extrañeza de que deseaba reírse también. Imposible

-Es tu día de suerte, señor Whitlock -le confesó acercándose y

dándole un golpecito en el pecho con la copa de champán.

Jasper la siente como una caricia. Ella miró y algo oscuro cruzó por su bello rostro, algo parecido a la tristeza.

-Resulta que estoy entrevistando candidatos para el puesto de marido rico, y tú cumples los requisitos.

Y de pronto todo cobró sentido.

Eso sí entendía perfectamente, pensó Jasper, y no como todo en su interior se paralizaba.