A veces extraña Los Angeles. Sus luces, su tráfico; extraña su lugar de trabajo, la vida que llevaba -años, años atrás-, antes de que todo terminara torcido.
Más que nada, extraña estar ahí para su no-tan-pequeña-en-realidad-ya-adulta hermana. Extraña ese tiempo que no recuperarán, que no terminarán de compensar, que no se les será pagado. Extraña lo que era recordar vivir juntas. Estar juntas.
Pero ama Texas ahora, con su calor y su sequedad y sus paisajes y toda su extraña y peculiar forma de funcionar. Había olvidado que podía adaptarse a las cosas sin ser forzada; el limbo de los dos años en prisión y el que siguió a eso la familiarizó demasiado con la urgencia, demasiado con la necesidad de ser/estar/conseguir/lograr las cosas. Hacerlas funcionar. No dejar de funcionar.
En Texas respira.
El calor no la oprime, ni la ahoga el sol; la tierra es árida y las flores que dan los cactus le recuerdan a la hermana que aún tiene que ver, a la mujer que encuentra en los espejos. Las vacas le gustan más que las ovejas y prefiere todas sus ovejas a un gato, por arduo que le parezca a veces cuidarlas. Ama sus dos labradores, la casa vieja y demasiado grande para los dos, la madera fragante que la construye.
Jake cabalga y desmonta y ríe y ríe y ríe con la misma indomable bravura de antes- quizás algo más gastado, quizás algo más cansado, pero siempre él, invicto contra todo pronóstico. Ríe y sus brazos son fuertes al levantarla, su voz clara.
Y sabe que esto es felicidad, por hoy y para siempre.
(Inevitable, entendiblemente, olvida esas cosas que extraña.)
