- Hijikata…-

Su nombre resbaló de los labios de la joven demonio. Estática, solo se dedicaba a mirar el cielo nocturno. Los pétalos de cerezo revoloteaban a su alrededor, y creyó sentir la mano de su amado queriendo alzarle el rostro cuando uno de ellos resbaló en su mejilla, la cual era surcada, ahora, por un hilo de las lágrimas que resbalaban por su mentón tembloroso.

Cerró los ojos y un gemido escapó de sus labios. Se había ido. Realmente se había ido. Estaba sola. No notaba sus propias manos acariciando el rostro y el cabello del hombre cuya cabeza reposaba en sus rodillas. Poco le importaba el cuerpo del demonio que había solo a algunos centímetros de ella. No. Lo único que ocupaba la mente de ella eran un par de ojos violáceos intensos, expresivos, penetrantes.

Inhaló con brusquedad inconsciente, pues necesitaba oxígeno su cuerpo, pero entre los sollozos no lograba hacerlo con regularidad. ¿Qué haría a partir de allí? ¿Qué haría? No… no lo sabía. Él se había ido, Kondo, Saitou, Yamazaki, Sannan, Okita, Shimpachi, Harada, Heisuke. Todos. El Shinsengumi se había ido por completo, dejándola a ella más que devastada. Destruida.

Pero había cumplido su promesa ¿Verdad? Esa promesa que había hecho a todos ellos, uno a uno a medida que se iban alejando para cumplir con el camino de toda la tierra, con el camino del verdadero guerrero. Lo había cuidado en nombre de todos ellos, le había cuidado y dado incluso de su propia sangre cuando así él lo necesitó. Había estado con él hasta el último momento. Había permitido que su amado muriese como un verdadero hombre, como un verdadero guerrero, y al mismo tiempo, como un verdadero demonio. Apretó la mandíbula, sin entender porque, hacía algunos minutos, había sentido tanto coraje al escuchar a Kazama nombrarlo como demonio. Él era mucho más que cualquier demonio o rasetzu. Él era su primer amor, él había sido el primero, y sentía que sería el único y el último, porque no, no olvidaría nunca a Hijikata.

El sonido a la distancia de un cañón siendo disparado fue lo que la sacó de sus pensamientos. Cierto. Aún estaban en una guerra. Pero… pero para ella, ya nada tenía sentido. Nada. Ni el nuevo, ni tampoco el antiguo gobierno valían la pena. El Shinsengumi ya no estaba y… él tampoco.

Armándose de valor, bajó con lentitud la mirada, para encontrarse con su rostro, pacífico, noble, apuesto frente a ella. Sollozó de nuevo y volvió a secar las lágrimas que habían caído sobre una de las mejillas del rostro que observaba casi en actitud de veneración. Se inclinó hasta que sintió una suavidad fría en sus labios, y presionó con gentileza, habiendo atrapado el labio inferior ajeno con delicadeza. Era su despedida y una marca, un recuerdo de que siempre lo recordaría, que siempre le pertenecería. Sintió que lloraba, estaba llorando apenas pudiendo contener los espasmos y chillidos, pero no abrió los ojos hasta que no estuvo de pié y de espaldas a él. No pudo secar esas últimas lágrimas que habían mojado el rostro inerte, no pudo volver a verlo, no pudo voltear a verlo mientras se alejaba a paso torpe y apresurado de allí, no pudo armarse de valor para poder enterrarlo. No. Siendo la mujer cobarde que era, se marchó, dejándolo allí, solo, muerto, enfriándose, olvidándolo…

¿Olvidándolo? No. Chizuru no olvidaría jamás a Hijikata, pues sabía que, cada vez que viese un cerezo en flor, tal vez nunca tan magnífico como el que también dejaba atrás, rezando en su fuero interno porque el árbol le sirviese de suficiente honor al espadachín, le recordaría a él, al demonio Hakuouki.

Y la castaña se perdió en el bosque, llorando a mares, solo con la determinativa de huir mientras el dolor se lo permitiese, mientras fuese lo suficientemente fuerte como para motivarla, pero lo suficientemente tolerable para no dejarse llevar por él.