En lo alto de los montes jonios se hallaba un templo majestuoso, alzado entre el Sol y las nubes. Dentro del mismo se encontraba un clan, que tenía como objetivo mantener el equilibrio entre la luz y la oscuridad, el día y la noche, el bien y el mal. El clan Kinkou. Todos ellos estaban meditando, desde maestros y aprendices hasta monjes y sabios. El sepulcral silencio era interrumpido solamente por el resonar de las cascadas adyacentes al templo.
El maestro Kuroken caminaba entre sus meditativos discípulos, observando su paz y tranquilidad con una sonrisa. Kuroken era el más viejo de los sabios y por ende, el maestro absoluto del clan. Siendo así, suyo el deber de enseñar a sus predecesores todas las artes y valores del clan.
La guerra contra Noxus había pasado ya hace semanas, saliendo empatados de ella. Perdieron invalorables vidas y grandes personas como su hija y su hermano, pero, sus muertes no fueron en vano, todo fue por la seguridad e integridad del clan, de la familia.
Ante la sorpresa de todos, comenzó a llover. Estaban en plena época del Sol y era totalmente imposible que lloviera. La lluvia crecía y con ella lo hacían los truenos y relámpagos. Asustados, se resguardaron dentro del templo a la espera de que cualquier cosa pasara. Entre el estremecedor ruido de la inesperada tormenta se escuchó un golpe en la puerta principal.
Kuroken, tranquilo y sin temor, se dirigió a la puerta y la abrió con absoluta calma, como si la lluvia no estuviera. Todos miraban con curiosidad. Tras la puerta se hallaba un joven de pelo azul oscuro. Estaba empapado, con las ropas rasgadas e incontables heridas en su cuerpo.
-Ayuda, por favor- pidió con la voz rota y seca. Tras hablar, cayó inconsciente.
-Llévenlo a la enfermería y trátenlo, ¡Aprisa!- dijo Kuroken.
Sin objeciones, llevaron al joven a la enfermería donde sería tratado.
Akali, vigilaba al joven recién rescatado. Veía ensimismada su cabello azul, sus duras facciones y su piel morena. Le habían encargado cuidar del joven, para ella eso no era problema. El problema era que el joven la atrapaba, sin hablar, sin producir ningún sonido.
La cara el joven se arrugaba en señal de estar sufriendo un agudo dolor. Visiones de muertes y guerra pasaron dolorosamente por su cabeza. Despertó agitado levantándose, quedando sentado en la cama. La sabana que lo cubría cayó ante el estremecimiento, dejando ver su bien formado torso, cubierto de recientes heridas y grandes cicatrices. Se tapaba la cara ante el dolor de los recuerdos mientras Akali quedaba estupefacta.
-Tranquilo, tranquilo, estás a salvo- Dijo mientras le acariciaba el brazo, tratando de calmarlo. Siguió acariciándole y calmándole durante unos minutos.
-¿Donde? ¿Dónde estoy?- Preguntó ya más calmado.
-Estás en los montes jonios, en el templo del clan Kuroken- Contestó Akali.
El joven miró Akali aún con su mano tapándole la cara. Sus ojos rubíes se cruzaron con los cafés de ella, permaneciendo así durante unos segundos. Se veían. No se veían sus cuerpos de manera normal, se veían sus almas, como si sus ojos fueran las puertas que daban ella. Se levantó, mostrando en todo su esplendor su gran cuerpo, siendo tapado únicamente por unos pantalones. Zed, agachaba la cabeza en busca de cruzar miradas con Akali, ella quedó sin habla ante el titán que se le imponía ante ella. Nunca antes se había sentido atraída por un hombre de esa manera, pero, eso no iba a hacerla flaquear o dudar en ningún momento. Con mucho valor, se dispuso a dar el primer paso.
-Mi nombre es Akali, soy la nieta del maestro Kuroken- Dijo nerviosa pero sin mostrarlo.
-Yo me llamo Zed, soy un miembro del clan- Cortó su frase pensando en lo que iba a decir. Miro a otro lado con tristeza y optó por callar, buscando una prenda superior que ponerse.
-¿Qué pasa?- Preguntó sin obtener respuesta.
-Tengo que hablar con tu maestro, por favor- Dijo seriamente
-Está bien no te preocupes, cuando estés seguro, puedes hablar conmigo- Dijo con una sonrisa antes de irse a buscar a su abuelo.
Akali avisó a Kuroken que el joven ya despertó y quería verlo. Cuando Kuroken llegó, se encontró con el joven de pie, vistiéndose con los ropajes que le habían prestado.
-¿Querías algo hijo?- Preguntó el anciano con amabilidad.
-Quería darle las gracias por la hospitalidad y la ropa, no puedo pagárselo pero le estaré agradecido- Dijo en respuesta el joven, haciendo una reverencia.
-No hay de qué muchacho- Dijo riendo y acariciando su gran barba blanca- Aquí ofrecemos ayuda a quienes la necesitan.
-Eso parece, pero usted no sabe quién soy, de ser así, me hubiera dejado allí tirado- Dijo con la mirada baja.
-Entonces dime, ¿quién eres?- Preguntó el anciano sin dejar de sonreír.
-Mi nombre es Zed, miembro del clan Yami- Respondió con los ojos cerrados esperando algún ataque proveniente del viejo. Escuchó una risa y miró al anciano reír.
-Vaya, ¿quién lo diría?- Rio el anciano.
-Me iré ahora mismo, disculpe las molestias- Dijo Zed, más cuando intentaba irse, Kinkou le agarró del brazo.
-Jovencito, tú no iras a ninguna parte, te quedaras aquí hasta que sanes completamente- Dijo con los ojos cerrados cordialmente, sorprendiéndolo
-Pero-
-No hay peros que valgan, ya hablaremos en su debido momento, ahora descansa- Interrumpió con amabilidad para irse con tranquilidad de la habitación.
Zed no cabía en sí del desconcierto. Se preguntaba por qué el anciano no lo asesinaba allí mismo. Cualquier jonio lo haría. El clan Yami ganó muchos enemigos por culpa de su maestro. Ese anciano, Kuroken, ha sido el único que ha comprendido a Zed, viendo más allá de lo que su procedencia le otorga. Pensaba en el por qué y no hallaba la respuesta, pero, se sentía feliz.
Tras días de reposo, Zed se encontraba totalmente en forma. El joven se recuperó bastante rápido para sorpresa de todos. Él era el centro de atención, todos los días se hablaba del extraño peli azul y de cómo había llegado hasta aquí o por qué estaba en ese estado.
El clan entero se encontraba en el comedor, cenando. Siendo observador por una figura en las sombras, la cual pensaba en si esto era lo que era una verdadera familia. Esto que veía, era cariño y amistad, algo que nunca tuvo la oportunidad de sentir.
Kuroken se levantó de su silla, admirando a todos sus alumnos comiendo y hablando. Dio tres ligeros tintineos con su copa, y de pronto, todos callaron.
-Como todos ya sabréis, hace unos días, un joven llegó malherido a nuestra puerta. Tras meditarlo, he tomado una decisión respecto a este acontecimiento. El joven, será adoptado por nuestro clan, pasando a ser un miembro más- Todos quedaron sin habla ante las palabras de su maestro. Nadie había sido adoptado por el clan sin antes pasar por rudas pruebas.- Pasa, muchacho, y preséntate.
Zed entró en la sala, siendo objetivo de cientos de miradas. No se sentía nervioso, pero, ser observado por docenas de personas no tranquiliza a nadie.
-Mi nombre es Zed, espero que podamos confraternizar y que me acepten en su clan- Se presentó con una reverencia, demostrando una gran educación ante todos.
Tras presentarse, cogió una de las bandejas en las que la comida estaba servida y se sentó en una mesa solitaria. Comía tranquilamente mientras casi todos volvían a la normalidad.
Rápidamente, una figura verde se sentó a su lado, inquietándolo un poco.
-Hola de nuevo- Dijo Akali sonriente.
-Hola, Akali- Saludó sin ser demasiado frió ni muy cálido.
-¿Eres hombre pocas palabras eh? No importa, me gusta el silencio- Dijo aun sonriendo. Y así quedaron, en un cómodo silencio en cual disfrutaban su comida.
La mayoría del clan conversaba acerca del recién llegado y su relación con Akali. Kinkou observaba feliz a su extrovertida nieta con el joven, pensando en todas las posibilidades.
Tras comer, Zed fue a su cuarto. Era acogedor, más de lo que antes había tenido. Una cama, baño propio, varios armarios llenos de ropa. Se sentía feliz de que el anciano le hubiera acogido tan cálidamente, pero, sentía culpa, culpa por ser tratado así sabiendo lo que su clan hizo. Optó por descansar, dormir en paz, era algo que necesitaba, desde hace mucho.
