La mañana era fría, gris y lluviosa, como se espera a finales de Agosto. Es de esos días que se te antoja estar echado en la cama, envuelto en cobijas como un tamal y ver una película en Netflix. Pero eso sería para otro día y en otra ocasión.

Larissa se apresuró a tomar lo que quedaba de su café, depositó el termo en el porta vasos e impacientemente, pitó el claxon del auto. No era algo que ella hiciera a menudo, por lo general lo hacía cuando estaba fuera de sus casillas y desesperada.

Por el espejo retrovisor, pudo ver como tres de sus hermanas salían en fila india, bromeando sobre algo que, muy probablemente, ella no estaba enterada y encaminándose al pequeño carro.

La primera en subir fue Leyla. Justo después de abrir la puerta del asiento copiloto, aventó su mochila como un fardo, se trepó en el asiento y cerró de un portazo. Larissa contó hasta diez, apretando el volante y respirando profundamente.

Le había dicho mil y un veces a su hermana que estaba prohibido azotar las puertas de esa forma, y mucho menos la de su propio auto, cosa que estaba pasando olímpicamente por alto.

Leyla se limitó a mirarla fijamente mientras se abrochaba el cinturón y se recargaba contra el sillón, al tiempo que acomodaba su cabello

negro.

– ¿Así te vas a ir? – preguntó Larissa, arrugando la nariz. Leyla traía puesto unos shorts deportivos, sus confiables Converse color mora y una playera púrpura tan holgada que dejaba al descubierto uno de los tirantes de su sostén.

La chica se encogió de hombros y respondió:

– Vamos a un instituto cualquiera, no a ver al Papa.

Larissa suspiró de forma cansada mientras se pasaba una mano por su rubia cabellera. Esa niña nunca iba a cambiar.

En cuanto escuchó como las puertas traseras se cerraban (de forma moderada), Larissa se volteó.

Del lado de la ventana izquierda, Lilian se encontraba recargada, con un aire serio y pensativo. Llevaba su cabello largo y castaño suelto, y traía puesto un vestido rosa pálido que le llegaba a las rodillas, y calzaba unos tacones tintos.

Del otro extremo del asiento, la pecosa y pelirroja de Lourdes estaba enfrascada en un libro de Harry Potter por enésima vez. Llevaba una blusa de manga corta amarilla, una falda gris con lunares de colores y volantes rosas, y unas botas marrones.

– ¿Y Lucy? – preguntó Larissa frunciendo el entrecejo. Lourdes bajó su libro por un momento, y con un sonrisa burlona, respondió:

– La muy despistada se puso los zapatos disparejos y no se dio cuenta hasta que íbamos saliendo.

Larissa sólo atinó a decir "ah", mientras reprimía una risita y retornaba su vista al frente.

Lucía era la menor de las quintillizas, así como la más despistada y olvidadiza.

En una ocasión, estuvo a punto de dejar su celular en la mesa de un supermercado, pero por suerte, un chico lo suficientemente honesto que las había visto a ella y a sus hermanas merodeando por ahí, las alcanzó y le devolvió el teléfono.

Claro que ese día se llevó una buena reprimenda, pero lo despistada nunca se le quitó.

Y hablando del rey de Roma, un portazo distante se escuchó a la lejanía, seguido de unas pisadas rápidas y torpes, hasta que se escuchó el abrir y cerrar de una puerta trasera del auto, las quejas de Lourdes y el sonido apagado de cuando alguien se tira en un sillón.

Entre los gritos nerviosos de disculpa de su melliza menor, Larissa encendió los motores y puso en marcha el auto. Procurando no quitar los ojos del camino, con una mano tomó el iPod de la guantera, y hábilmente se lo aventó a Lilian en las piernas, que se sobresaltó.

– ¡Ey, hoy era mi turno! – protestó Leyla.

– Lo siento Bellota, hoy no estoy de ánimos para escuchar ruiditos electrónicos ni de licuadora.

– Te escuché – murmuró Lourdes sin despegar sus ojos del bendito libro.

Dejando pasar la provocación, Leyla simplemente fulminó con la mirada a su hermana y se quedó callada el resto del camino, con la melodía de Nereidas tocando en los altavoces.

Desde que se había teñido el cabello de negro, Larissa no paraba de molestarla con ese sobrenombre del personaje de Las Chicas Superpoderosas, que además de los ojos verdes y el cabello, Leyla resultó tener la misma personalidad gruñona y hosca de la niña, y era por eso que toda su ropa verde se la había regalado a Lucy.

En un acto de reflejo, la deportista fijó su mirada en el espejo retrovisor y se encontró con la mirada perdida de Lucy.

Su cabello rizado iba algo más desordenado que de costumbre, sostenía sus gafas como si temiese que estas se fueran a caer.

Leyla sonrió, pues con ese aspecto y su obsesión por el verde, le recordaba a un amigo de su otra escuela, y si alguien que no las conociera la miraba a ella y a Ken juntos, probablemente hubiesen pensado que eran hermanos.

Finalmente, llevaron al instituto antes de lo previsto, y Larissa se encargó de buscar un estacionamiento.

En cuanto las cuatro bajaron, las cinco se dirigieron al enorme edificio mientras Larissa iba dos pasos al frente que el resto de las chicas y daba indicaciones.

– No vayan a correr, pongan atención por donde caminan y por favor, comportense – dijo mientras cruzaban el patio e iban entrando pasillo principal. – Sé que papá no pudo acompañarnos, pero esa no es excusa para ir por la vida como trogloditas, y en ningún momento se separen de mi.

Se conformó con el "si" desganado de las demás y caminó hasta una puerta que tenía una placa; "Salón de Delegados" era lo que estaba escrito.

Larissa tocó la puerta, y unos segundos después, un chico rubio y en traje abrió.

– Hola, ¿puedo ayudarte en algo? – dijo educadamente.

– Si, vengo para lo de las inscripciones – contestó Larissa sencillamente.

– Ya veo, ¿eres una de las nuevas?

La rubia estuvo a punto de responder, hasta que notó el singular en el vocabulario del chico. Se dio media vuelta, pero con lo único que se encontró fue con el largo y vacío pasillo de casilleros.

"Hijas de su... "