Argumento:

El mundo cotidiano de Isabella se volvió del revés cuando la contrataron para planificar el baile con el que se inauguraría la nueva sede de la empresa del magnate Edward Cullen. Atónita por la invitación, de repente se encontró bailando en brazos de su delicioso jefe, luciendo un vestido deslumbrante y sintiéndose como una princesa. Pero era inevitable que sonaran las doce campanadas e Isabella sabía que el lunes por la mañana todo volvería a la normalidad. Hasta entonces, estaba dispuesta a disfrutar al máximo de cada segundo.

DISC.- LOS PERSONAJES SON DE STP. MEYER Y LA HISTORIA DE OTRA GRAN ESCRITORA... LUEGO LES DIGO... Esta historia me encanto y espero que a ustedes tambien...

Capítulo 1

EL ANTIGUO satén de color ostra tenía una textura maravillosa: suave, no resbaladiza como las imitaciones modernas, tersa y pesada. Cualquiera que viera el vestido de cóctel ansiaría tocarlo; eso fue lo que hizo Bella, explorándolo con los dedos y acariciando la banda que formaba un lazo justo bajo la línea del pecho. No era un simple vestido. Era un trozo de historia, una obra de arte.

Lo colgó cuidadosamente en una percha tapizada con tejido floral y luego la puso en una de las barras laterales del tenderete. Lo siguiente que sacó de la caja era muy distinto pero igual de fabuloso: una falda larga negra, de los años setenta, de suave terciopelo.

–Nunca acabaremos de montar el puesto si no te apresuras –se quejó Rosalie.

Bella miró a su mejor amiga y futura socia. Ese día parecía recién salida de un anuncio de lavadoras de los años cincuenta. Llevaba un vestido de lunares rojo y blanco, con falda de vuelo y el cabello Rubio ondulado para formar un tupé sobre la frente y recogido en una cola de caballo. Ésta se agitaba mientras colocaba guantes, bolsos de noche bordados con pedrería y zapatos en la mesa cubierta de terciopelo que servía de expositor de El ropero de Rosalie, el puesto de ropa de época por excelencia.

En comparación, Bella tenía un aspecto de lo más normal. Como muchos otros vendedores, había preferido el calor y la comodidad al estilo. Llevaba vaqueros y unas viejas zapatillas de deporte. Rosalie se había reído del enorme forro polar de color verde botella que le había robado a uno de sus hermanos mayores. Sin duda no era el epítome de la moda, pero tampoco llamaba la atención. Era normalita en todos los sentidos.

–¡Hola, Chocolate!

Bella suspiró y alzó la cabeza. El hombre a quien todos llamaban «Dodgy Dave» en el mercado de Greenwich le sonreía.

–Anímate, cielo. ¡Podría no pasar nunca! –gritó él con su alegría habitual.

Demasiado tarde. Ya había ocurrido. Hacía exactamente seis semanas y dos días. Pero no iba a hablarle a Dodgy Dave de su corazón partido. Era mejor seguirle la corriente. Agitó la mano y sonrió. Dave alzó un pulgar y siguió empujando su carretilla de «antigüedades » hacia su puesto.

Era cierto que tenía algo que se salía de lo común: su pelo. Pero en realidad no era ninguna ventaja. La gente amable decía que era Cafe. Los más imaginativos habían llegado a llamarlo caoba. Pero era color Castaño con reflejos rojizos, sin más.

–¿No seguirás pensando en el inútil de Jacob? –Rosalie chasqueó los dedos ante su rostro.

«Gracias, Rosalie», pensó ella. Durante unos minutos se había perdido en la textura y color de las maravillosas prendas, pero el comentario de Rosalie la devolvió al mundo real.

–Hace poco más de un mes que rompimos. Una chica tiene derecho a lamerse las heridas, ¿no te parece?

–No sé por qué no lo dejaste tú, después de lo del kebab. Yo lo habría hecho –rezongó Rosalie.

Bella suspiró, arrepintiéndose de haberle contado a Rosalie la desastrosa velada. Se había arreglado e incluso había estrenado vestido para ir a cenar con Jacob, pero lo que él tenía en mente era probar un nuevo juego de ordenador y comer un grasiento kebab*en casa. Mientras montaba la consola con los compañeros de piso de ella, le había lanzado el kebab envuelto en papel. Había caído en su regazo y manchado de grasa su vestido. Jacob ni siquiera se dio cuenta de que había pasado veinte minutos en el cuarto de baño, enfurruñada.

Se había dicho que Jacob lo había intentado. Él no tenía por qué saber que había esperado una cena romántica, en vez de otra noche en casa con los chicos. Nunca se había quejado antes.

No había esperado que llegara en limusina y la tratara como a una princesa. Pero habría estado bien que la tratara como a una chica para variar.

–No me extraña que tengas tan mala suerte con los hombres –dijo Rosalie, sacando un abrigo de ante con cuello de piel–. Deberías tatuarte «Bienvenido» en el estómago; prácticamente invitas a los tipos a que te pisoteen.

Bella estiró el cuello y miró una de las entradas al mercado. Eran casi las once de un jueves, no era el día más ajetreado de la semana, pero alguien aparecería antes o después y, con suerte, la libraría de la tortura de Rosalie.

–No invito a los hombres a pisotearme –protestó con voz queda, pero desafiante. Rosalie era experta en mantener a los hombres a raya.

–Claro que sí – Rosalie ladeó la cabeza.

No servía de nada discutir. Rosalie era vivaz y atrevida: el brillo de sus ojos y su contoneo al andar paraban el tráfico. Bella lo sabía porque había visto cómo ese contoneo causaba un choque entre dos coches. Rosalie no entendía lo que significaba carecer de todo interés para los hombres.

Aunque a Rosalie le cayera mal, Jacob era un encanto. Demasiado aficionado a los juegos de ordenador y parco en detalles, pero le gustaba. Había creído que podía llegar a enamorarse de él. Sin embargo, él echaba de menos a su ex novia y acabó volviendo con ella. Bella se dedicó a comer chocolate y a sentirse rechazada y estúpida.

–A veces, en una relación hay que hacer concesiones –dijo, deseando que alguno de los otros vendedores habituales se acercara a charlar.

Bella era realista. Los hombres no iban a dar un frenazo al verla andar por la acera, ni a jurarle amor eterno ni a entregarle sus sueños en bandeja de plata. Pero tal vez encontrara a un hombre agradable con quien asentarse.

Seguía teniendo sus sueños, pero el príncipe azul podía quedarse en su castillo. Ella sería feliz con un hombre normal que quisiera una mujer normal con la que compartir su vida.

Pero eso era imposible explicárselo a Rosalie , que esperaba y exigía devoción constante de los hombres de su vida.

–Eh –un brazo rodeó sus hombros y captó el perfume de lavanda de Rosalie–. No olvides que, aunque las relaciones suponen hacer concesiones, no eres tú quien ha de hacerlas todas, ¿vale?

Eso sonaba bien en teoría, pero ningún hombre iba a caer a sus pies al verla. A falta de belleza, hacía falta personalidad para dar una buena primera impresión. Bella no carecía de ella, pero era algo tímida y necesitaba tiempo para relajarse con gente a la que no conocía. No muchos tipos estaban dispuestos a sentarse y escuchar a una chica si no era bonita. Era un círculo vicioso.

Pero había descubierto que contaba con un arma a la hora de interactuar con los miembros del sexo opuesto. Alrededor de los catorce años se dio cuenta de que era invisible para el género masculino. Los chicos estaban dominados por sus hormonas y babeando por chicas que tenían atractivos más obvios que ella. Así que Bella se había convertido en uno de ellos. O casi.

No había sido difícil. Nunca había dominado las técnicas femeninas que obnubilaban la mente de los adolescentes y los volvían locos. Así que se hizo colega suya y los chicos llegaron a conocerla. Y cuando sus divas los dejaban, le pedían que saliera con ellos. No había sido un plan premeditado, pero se convirtió en un patrón que ella no hizo nada por romper. Todos sus ex novios alababan su carácter sereno y directo.

–Es muy fácil estar contigo –le decían, riéndose de cómo habían corrido de un lado a otro para complacer los caprichos de sus anteriores novias, hasta acabar agotados.

Ella podía ser su amiga. Y la amistad era una base sólida para algo más permanente. Las chicas guapas estaban bien a corto plazo, pero a la larga entraban en juego otras cualidades. Bella ofrecía lealtad, sinceridad y apoyo a manos llenas.

Miró a Rosalie. Era cierto que Jacob había resultado no ser su hombre; tenía que mirar hacia el futuro y concentrarse en su trabajo.

–Créeme, Rosalie, no estoy ensimismada con nada que no sea esta ropa.

–¡Así me gusta! –Rosalie le dio una palmada en la espalda–. Pero no puedes soñar despierta con cada prenda –le quitó la falda y la colgó–. No es bueno enamorarse de estas cosas. Son fabulosas, sí, pero cuando llegue alguien dispuesto a pagar por ellas, les diré adiós con una sonrisa en la cara.

Bella asintió. Sabía que Rosalie tenía razón. Pero no podía hacer ningún mal coquetear con cada prenda, enamorarse de ella.

–Tenemos un negocio que dirigir –afirmó Rosalie, entornando los ojos.

–Técnicamente, hasta que alquilemos una tienda y seamos socias, tú tienes un negocio. Entretanto, yo sólo estoy escabulléndome de mi trabajo «serio», como lo llama mi padre.

Rosalie rezongó con desdén y Bella sonrió. Eso era lo que adoraba de su amiga. Sólo ella consideraría que vender ropa de segunda mano en los mercados del sureste de Londres era un trabajo serio, y que la consultoría informática de Bella era una pérdida de tiempo.

De hecho, su trabajo serio le estaba siendo muy útil en ese momento. Le permitía establecer su propio horario y estar libre para ayudar a Rosalie; además, algunas de las empresas a las que solucionaba problemas informáticos pagaban muy bien. Iba a invertir todos sus ahorros en su sueño: El ropero de Rosalie de ladrillo, con almacén y oficina. Un lugar en el que Gladys y Glynis, las dos maniquíes que Rosalie había rescatado de un contenedor, estarían secas, calientes y a salvo de ser derribadas por los vientos otoñales.

En ese momento llegó una ráfaga de aire frío. Aunque estaba en un corredor con tejado de uralita y rodeado de tiendas, el mercado de Greenwich era al aire libre y el viento no dejaba de azotarlo. Bella se ajustó la bufanda y Rosalie se cerró el abrigo. Enfrentarse a los elementos era parte de la vida de los mercadillos, aunque uno vendiera pieles y satén; Bella no estaba preparada para lo que ocurrió seguidamente.

Rosalie había estado en la liquidación de una herencia el día anterior y había vuelto con prendas asombrosas; obviamente los herederos no apreciaban su valor. Mucha gente rechazaba la ropa usada y no veía la belleza inherente de las prendas. Éstas acababan en la basura o como trapos.

El vestido de cóctel de satén y la falda de terciopelo eran sólo parte del botín. Bella alzó una capa de tafetán azul y se quedó helada al ver lo que había debajo: un par de zapatos perfectos.

Había estado estudiando la historia de la moda y sabía lo bastante para fechar las sandalias a principios de los cincuenta. Eran de ante negro y apenas estaban usadas. Elegantes y sencillas, excepto por una pequeña hebilla de diamantes en el lateral. Pero lo especial eran los tacones. Eran transparentes. Pero no de plástico barato, sino duros y sólidos, y reflejaban la luz como el cristal. Bella alzó uno con reverencia y se lo enseñó a Rosalie. Su amiga asintió.

–Fabulosos, ¿verdad? Juro que si tuviera el pie más pequeño, me los habría quedado.

–Según la etiqueta, son un cinco y medio, tú calzas un seis. ¿Seguro que no los quieres?

–Es tallaje americano –Rosalie movió la cabeza–. Para nosotros equivale a un cuatro.

Un cuatro. Increíble. Era cosa del destino.

Eran justo lo que una chica de veintiocho años debería utilizar a diario; no zapatillas de lona o los zapatos de plataforma que prefería Rosalie.

–Son míos –susurró Bella. ¿Cuánto quieres por ellos?

Rosalie negó con la cabeza. Su cola de caballo se agitó con violencia.

–Pagué cincuenta libras por la caja entera, venderé su contenido por cinco veces más. Son tuyos.

–¿En serio?

–En serio –le guiñó un ojo–. Conozco esa mirada. Es la de una chica que se ha enamorado hasta la médula. Venga, pruébatelos.

Bella se sentó en la silla plegable que había tras la mesa y se quitó las deportivas y los calcetines. Ni siquiera notó el frío mientras introducía el pie en el zapato derecho, rezando porque Rosalie tuviera razón en lo de la talla.

Le quedaba perfecto. Se amoldaba a su pie como si hubiera sido hecho para ella. Cuando se puso el otro y alzó los vaqueros para mirarse, soltó un gritito. Los zapatos daban a sus delgados tobillos un aspecto de lo más sexy.

–¿De qué están hechos los tacones? –preguntó.

–De plexiglás. Es un tipo de polímero. Estaba muy de moda en los cincuenta, y no sólo para zapatos. Creo que tengo unos pendientes de plexiglás de color oro entre mis tesoros –señaló el expositor de madera y cristal lleno de joyería–. Pero lo más interesante son los bolsos.

–¿Bolsos? –Bella la miró atónita–. ¿De esto?

–Sí, son como cajitas con asas. Los hay de muchas formas y colores. Son artículos de coleccionista, porque pocos han sobrevivido. En buenas condiciones, valen cientos de libras.

–¡Caramba!

Rosalie volvió a concentrarse en montar el puesto y Bella miró sus pies y giró los tobillos. No era una chica que soliera emocionarse con cosas tan femeninas y frívolas como unos zapatos, pero casi le dolió volver a ponerse los calcetines y las zapatillas deportivas.

Edward Cullen estaba ante la ventana que ocupaba un lateral de su oficina. A unos doscientos veinte metros sobre el nivel del mar, tenía ante sí una de las vistas más espectaculares de Londres. Era como si la ciudad se hubiera postrado a sus pies. Miró el agua plateada que brillaba en los muelles, bajo un cielo neblinoso.

Debería sentirse como un rey.

Y así era la mayoría de los días. Dirigía su propia compañía de software antes de cumplir los treinta y cinco. Una empresa que había creado con sólo un préstamo que no podía permitirse y una idea que lo había despertado en mitad de la noche.

Y allí estaba. El edificio, en el centro de Canary Wharf, se veía desde todo Londres. Los chicos que lo habían maltratado y se habían burlado de él en la escuela podían ver a diario la prueba del espectacular error que habían cometido al despreciarlo.

Mejor aún, cuando iban a trabajar y encendían su ordenador, probablemente utilizaban su innovador software. Cuando trasladó Soluciones NewMoon a esas oficinas, había sonreído cada vez que miraba por la ventana.

Sin embargo, últimamente… a veces sentía… Movió la cabeza, eran tonterías.

–¿Señor Cullen? –se oyó por el interfono.

–¿Sí? –no movió la cabeza. Siempre hablaba bajo, pero el timbre de su voz era de ésos que resonaban. Sin duda Jane lo había oído

–Sé que pidió que no lo molestaran, señor Cullen, pero ha surgido algo urgente.

–Entra a contármelo –dijo él, volviendo la cabeza hacia el interfono.

Se quedó quieto, mirando la puerta. No estaba acostumbrado a esperar. No era impaciente, en absoluto, pero la gente estaba dispuesta a saltar hasta la luna por Edward Cullen, aunque él no pidiera nada similar.

Tras un tímido golpe en la puerta, Jane asomó la cabeza. Le hizo un gesto para que entrara y ella se detuvo tan cerca del umbral como pudo. Había tenido problemas para encontrar a una nueva asistente personal desde que Angela lo dejó para tener hijos y concentrarse en ser madre. Le había ofrecido duplicarle el sueldo, pero Angela había rechazado la oferta, maldita fuera.

Angela no le había tenido miedo. Pero Jane, como sus tres predecesoras, saltaba cada vez que él abría la boca. No le molestaba que sus empleados lo respetaran, ni que lo consideraran distante. No era el tipo de jefe que hablaba de niños y mascotas y no esperaban eso de él. Esperaban que estuviera al mando, pagara sus sueldos y extras por beneficios. Sabían que estaba entregado a la empresa, que trabajaba duro y que recompensaba la lealtad. Su vida personal era privada. Él no se inmiscuía en la vida de sus empleados y ellos le devolvían el favor.

Jane se agarró las manos como si quisiera echar a correr e intentara anclarse. Edward suspiró para sí.

–Los japoneses han llamado porque han tenido un retraso en el aeropuerto. Han preguntado si podríamos aplazar la reunión hasta las tres.

–Bien. Organízalo, por favor.

Ella asintió y salió rápidamente.

Él volvió a su escritorio. Antes de sentarse acarició la caja de joyas, cuadrada, plana y vacía, que había junto al teléfono. Hasta hacía muy poco tiempo había habido una mujer en su vida que no temblaba de miedo al verlo. Para nada.

Jessica Stanley. Una favorita de la alta sociedad y mariposa social profesional.

La mujer que cualquier hombre de Londres ansiaba tener en sus brazos. Durante un tiempo había sido suya. Su triunfo, su conquista.

Le había hecho saltar por varios aros antes de acceder a salir con él regularmente. No le había importado porque era parte del juego, del sacrificio para ganar el premio. Todo aquello que merecía la pena exigía un sacrificio. Cuando por fin había accedido a cenar con él, había disfrutado con las miradas de envidia del resto de los hombres mientras cruzaban el restaurante.

Pero dos meses después, las exigencias y los juegos seguían. Había empezado a preguntarse si merecía la pena tanto esfuerzo por una mujer.

Obtuvo la respuesta la noche que le dio la caja. Otras mujeres habrían exclamado y se habrían emocionado al ver el exclusivo logo de la cajita. Jessica, para su honra, había alzado una ceja y había esbozado una sonrisa sexy. Una sonrisa que decía que sabía que se lo merecía y valía cada quilate que contenía la caja, y más.

Había alzado la tapa y mirado su contenido. Era un colgante de diamante. Sencillo, elegante e increíblemente caro.

–Es precioso, Edward –había dicho con un mohín–. Pero, ¿no te acuerdas? Quería el diamante rosa, no uno blanco y aburrido. Serás un cielo y lo arreglarás, ¿verdad?

En ese momento Edward había sabido, con certeza, que no sería un cielo para Jessica nunca más. No había montado ninguna escena. Habían ido a cenar y le había explicado claramente su postura antes de que Jessica se largara.

Por fin tenía su pequeño imperio y suponía que necesitaba una mujer a su lado, alguien con quien compartir su riqueza. Mientras ascendía siempre había imaginado que sería alguien como Jessica. Sin embargo…

Fue hacia la ventana; la vista empezaba a aburrirlo. Por suerte, eso pronto cambiaría.

–¿Bella? ¿Bella Swan?

Bella no había oído esa voz en muchos años. Alzó la vista hacia la mujer morena, vestida con elegancia, que le sonreía.

–¿Alice? ¡No me lo puedo creer!

Por lo visto, los calentadores de piernas a rayas, que habían sido la pasión de Alice una década antes, habían pasado a la historia. La mujer que tenía ante sí era pura sofisticación. Pero su resplandeciente sonrisa y su aura de excitación seguían presentes. Bella rodeó la mesa cubierta con terciopelo y se dieron un fuerte abrazo.

Una discreta tos a su izquierda recordó a Bella lo que había estado haciendo segundos antes.

–¡Disculpe! aquí tiene –le dio el cambio a la clienta que acababa de atender.

Rosalie apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia delante con expresión curiosa.

–¿Quién es? ¿Una hermana perdida?

–Casi –dijo Alice, sonriente–. Estuve comprometida con el hermano de Bella un par de años. No llegar a convertirme en su cuñada fue lo que más me entristeció cuando rompimos –miró a Bella–. ¿Qué haces vendiendo ropa de época y zapatos de plataforma? lo último que oí fue que tu consultoría informática iba viento en popa.

–Oh, sigo haciendo eso. Ayuda a pagar las facturas. De hecho, así conocí a Rosalie… –hizo una pausa para presentar a las dos mujeres–. Cuando Rosalie empezó a vender en Internet decidió actualizar su sistema. Yo la puse al día.

–Eso no explica que estés vendiendo camisetas de culto una fría mañana de jueves, en vez de enchufando cables de ordenador –dijo Alice.

En ese momento llegó otra clienta y le preguntó a Rosalie algo sobre bolsos de cocodrilo. Mientras hablaba con ella, le hizo un gesto con la mano a Bella para que se fuera. Ella formó un «gracias» con los labios y se alejó con Alice. Mientras paseaban y miraban los puestos, se pusieron al día de diez años de cotilleos. Le contó a Alice lo que hacía la familia y ella se interesó por su vida. Bella le hizo un resumen y acabó contándole cómo se había enamorado de la ropa de época tras hacerse amiga de Rosalie.

–Así que estamos ahorrando para poder abrir una boutique de ropa de época –concluyó.

–Eso será fabuloso –Alice le sonrió y miró hacia el cielo–. Cuando abráis, llámame. Estoy organizando una fiesta de inauguración que os situaría en el mapa, sin duda alguna.

–¿Una fiesta?

Alice metió la mano en su caro bolso de cuero, sacó una elegante tarjeta y se la dio.

–¿Eres planificadora de eventos? –a Bella no se le habría ocurrido mejor trabajo para Alice.

–¿No es increíble? ¡Cobro por divertirme! –suspiró–. La verdad es que a veces es una pesadez planificar eventos. Por eso estoy aquí hoy, buscando inspiración –miró un puesto de rebecas de punto para bebés–. ¿Llegaste a conocer a mi hermano?

Bella parpadeó. Había oído mucho sobre su hermano durante los años que Alice había salido con Seth, pero él había estado en la universidad y apenas lo había visto.

–¿Alto? –se controló para no añadir «delgaducho», porque odiaba que a ella la describieran así–. ¿Con gafas?

–¡Sí! –Alice se rió–. Así era Edd entonces. No ha encogido, pero ya no lleva gafas.

Bella sonrió. Había visto a Edd, Edward, una o dos veces. La ocasión más memorable había sido una fiesta navideña en casa de los padres de Alice. Temiendo que la eligieran para un juego de mímica, había ido a esconderse al despacho del padre de Alice. Allí había encontrado a un joven alto, de pelo cobrizo y delgado en un sillón, leyendo. Él había alzado una ceja y señalado otro sillón con la cabeza.

Habían pasado un par de horas leyendo en silencio y haciendo algún comentario, hasta que Alice los descubrió y los obligó a salir a unirse a la «diversión». Ambos hicieron una mueca; después él le sonrió y ella le devolvió la sonrisa.

No recordaba la conversación, pero sí su sonrisa y sus ojos. Eran verde esmeralda con reflejos caramelo, como los ojos de tigre de la pulsera que había heredado de su abuela. Era una pena que esos ojos tan cálidos e inteligentes hubieran estado ocultos tras unas gruesas gafas.

–Lo recuerdo –dijo–. Era agradable.

Era más que agradable, pero mayor. Ella entonces tenía dieciséis años y seguían aterrorizándola los chicos que no eran sus amigos. Sin embargo, eso no le había impedido desear que fuera Nochevieja en vez de Nochebuena, por si necesitaba unos labios que besar después de las campanadas.

–Pues ahora mismo está volviéndome loca porque su empresa está reformando un viejo edificio y quiere una inauguración «diferente». Algo exclusivo, dice –Alice resopló como si la ofendiera que alguien tuviera que decirle eso.

Habían dado la vuelta al mercado y volvían a estar junto al puesto de Rosalie. Alice tocó el lazo del vestido de cóctel de los años sesenta.

–Es exquisito –murmuró.

–Pruébatelo –sugirió Rosalie–. Tengo un trato con Anna, la dueña de esa tienda de ropa de niños. Deja que mis clientes usen sus probadores y yo le doy primera opción de compra a cualquier cosa de lamé dorado que encuentro.

Alice se mordió el labio.

–Venga, sabes que te apetece –dijo Bella–. El vestido es precioso, pero necesitas ver si te va. A veces una cosa parece perfecta en la percha pero no queda bien cuando te la pones.

–Y otras –interpuso Rosalie–, encuentras algo que se supera a sí mismo. Como si el vestido se fundiera contigo para crear… una visión.

Bella sonrió. La alegró ver que Rosalie también se rendía a la magia de su género. Alice fue con el vestido a la tienda de Anna.

–¡Ya verás! –Rosalie golpeó el brazo de Bella–. ¡Un día te pondrás un vestido y te ocurrirá a ti!

–Sí, seguro –Bella imitó uno de los resoplidos de Rosalie–. Eso no va a ocurrir nunca.

–Ya lo verás.

La única forma de tratar con Rosalie cuando se ponía así era darle la razón y cambiar de tema.

–Tienes razón en lo de que algunos vestidos parecen mágicos.

Consiguió llevar la conversación a los desfiles de moda que organizaban los vendedores de ropa de época cada año, para anunciar sus colecciones de primavera y otoño. Siempre eran un éxito y Rosalie tenía muchas anécdotas que contar. Poco después reían como un par de colegialas.

Alice salió de la tienda de Anna y se miró en el espejo que Rosalie tenía a un lado del puesto.

–¡Guau! –exclamaron Bella y Rosalie.

Le quedaba impresionante. El color pálido complementaba perfectamente el tono de su piel y el corte acentuaba sus curvas. El vestido hacía que pareciera casi traslúcida.

–Te lo dije –afirmó Rosalie–. Es su vestido.

Tal vez Rosalie tuviera razón, pero no era difícil estar fabulosa teniendo un tipo como el de Alice. Era bajita y esbelta, con curvas donde había que tenerlas. Encontrar un vestido equivalente para una mujer más angulosa que curvilínea y sin apenas pecho sería un milagro.

–Me da igual lo que cueste –dijo Alice girando ante el espejo–. Tiene que ser mío.

Rosalie sonrió a Bella. Alice fue a cambiarse. Regresó con una expresión pensativa en el rostro.

–Antes les oí hablar de los desfiles –miró de una a otra–. Tengo una proposición que hacerles. Si no me equivoco, mi idea les ayudará a conseguir esa tienda que buscan.


Es una historia muy bonita, me gusto mucho y espero que a ustedes tambien... Me lo pueden decir si les agrado...