Nombre original de la historia: "Call Me Home", escrito por LyricalKris.

Traducido por Sarita Martinez.

Beteado por Marta Salazar.


El inestable oeste de los Estados Unidos, en sus primeros años de existencia, era un lugar salvaje. Unos pocos valientes decidían vivir de la tierra, haciendo sus vidas en el rancho. Incluso en los pequeños pueblos que aparecían aquí y allá, la vida no era fácil. La tierra era tan peligrosa como grande y hermosa.

Con muy pocos asentamientos, no había escasez de personas listas para aprovecharse de los que no protegían bien sus intereses. Había algunos que protegían a los inocentes cuando podían hacerlo.

Entonces estaban aquellos que no tenían aversión a prestar sus armas para cualquier lado, aquellos cuyos servicios eran disponibles para el mayor postor, fuera legal o no.

El grupo de inadaptados de James Hunter no era particular acerca de cómo obtenían sus ganancias. O al menos, eso es lo que James aclamaba. Siendo honesto, Edward sentía que la crueldad del hombre era tan grande como el río. Muy a menudo, su pequeño grupo prefería ir tras los trabajos que requerían sangre y violencia.

En la mitad de la noche, cuando estaba solo, con las estrellas y los coyotes acompañándolo, Edward Cullen no podía entender cómo su vida había llegado a ese punto. Nunca quiso ser un hombre malo, pero no podía negar que con James, hacía cosas malas.

No decía que fuera todo lo que conocía. Había sido criado mejor, educado con la Palabra del Señor, y le habían enseñado los males del pecado.

Edward había soportado demasiadas palizas de su padre y decidió que le iría mejor sirviendo a la tierra que al Dios de su padre. Aún recordaba que no podía siquiera levantar su brazo de los últimos golpes mientras huía hacia la noche.

Había tenido quince años, molesto y hambriento, cuando James lo encontró. James era todo lo que el padre de Edward detestaba, y quizás eso, junto con la promesa de comida y dinero, fue lo que lo llevó a ser un criminal más de su pequeño grupo.

Diez años después, esta vida realmente era todo lo que Edward conocía.

Aunque algunas veces podía convencer a James de hacer lo correcto, tomar un trabajo que les permitiera el uso de sus armas y habilidades para un mejor propósito.

Últimamente, había convencido a James de ayudar a la iglesia de un pequeño pueblo al que se le había arrebatado hasta el último centavo. El asentamiento era pequeño, sin tienda general ni salones; solo unas pocas casas, un orfanato, y la iglesia. Parecía que muchos de los hombres del pueblo habían enfermado y muerto el invierno pasado. La iglesia y la comida que proveían, eran la única forma que tenía la gente de sobrevivir el largo y duro invierno.

Así que, a pesar de que la iglesia no podía dar un pago monetario, Edward convenció a James de hacer un intercambio. Había pasado un tiempo desde la última vez que habían tenido una comida digna y dormido en algo que no fuera el suelo. Rezar, en estas personas que no podían defenderse, no era la marca de un hombre fuerte; y el trabajo de recuperar algo del dinero y las raciones de comida sería fácil.

Como lo predijo, el trabajo no tardó en cumplirse. En una tarde, las tiendas fueron llenadas, y la mayor parte del dinero fue regresado.

El pequeño pueblo hizo lo que pudo para celebrar a sus héroes.

Cuando la noche cayó, Edward ya estaba ebrio debido a la gran cantidad de whisky que estaban pasando a su alrededor. Estaba tratando de mantener la ligera máscara de contentamiento que encontraba, ya que nunca duraba porque la culpa volvía a él, pero el sacerdote no dejaba de hablar en su oído.

Edward trató de involucrarse lo menos posible con los fieles de la iglesia. Además, se encontraba altamente distraído por la persona que estaba a su lado.

Completamente embriagado, todo lo que Edward iba a recordar eran grandes y hermosos ojos café. Había algo en ellos que mostraba calidez, un hogar. Quería hundirse en ellos, envolverse en el confort que le prometían.

Lo demás fueron únicamente destellos de imágenes: piel pálida a la luz de la luna, el rechinar de la cama mientras se movía, un gemido, un jadeo, y entonces, la oscuridad de un profundo y pacífico sueño.

Las otras chicas en el orfanato pensaban que tenía mucha suerte.

Todas habían visto a los extranjeros tan pronto llegaron al pueblo, cuando el padre Weber pidió su ayuda. Los niños se amontonaron en las ventanas, susurrándose entre sí. Todos sabían de los hombres que se habían llevado el dinero. Se suponía que estos hombres lo iban a recuperar, aunque el consenso general era que se veían casi tan malos como los mismísimos ladrones.

Los niños más grandes chismorrearon, todos demasiado jóvenes para ser considerados adultos, pero lo suficientemente grandes para entender que tenían que pagarles a los hombres de alguna manera.

Bella trató de ignorar todo, trabajando en sus deberes, hasta que el Padre vino por ella.

La ecuación era muy simple: El pueblo tenía demasiadas bocas que alimentar, y muy poco para alimentarlas y mantener a las personas para que sobrevivieran. Había un exceso de viudas y huérfanos, y una gran escasez de todo lo demás.

El padre Weber, el líder del pueblo y proveedor de la gente, había hecho lo que podía donde podía. La primavera pasada, había dado a dos de los huérfanos a un granjero que prometió mandar carne y huevos. En cambio, los chicos tenían comida en sus estómagos, un techo sobre sus cabezas, y algo de cambio en sus bolsillos que podían utilizar cuando fueran mayores. El otoño anterior, un vendedor les había dado suficiente vidrio para reparar las ventanas rotas del pueblo, pidiendo a cambio la mano de una de las chicas en matrimonio. Similarmente, un ranchero de un lugar no muy lejano había necesitado una esposa que cuidara a sus dos hijos, y otra chica se fue.

Después de ser bañada en aguas perfumadas mientras las monjas la sentaban, cepillando su cabello hasta que quedó suave y brillante, el padre Weber explicó pacientemente la mejor vida que iba a tener. No podía esperar proveer para tantos que no tenían nada que ofrecer. Como la mayoría en el orfanato, Bella no tenía nada de valor. Sus padres habían muerto a causa de la enfermedad que cayó sobre el pueblo. Lo poco que tenían se había ido a la iglesia para ayudar a alimentar a todos.

No era la mayor de las chicas, pero en esto, era la más deseada. No estaba marcada como Emily. Tampoco era un bien dañado como Lauren, que había perdido su virtud en manos de un vaquero que iba de paso, a quien el padre Weber había dejado dormir en el granero. Y Angela, claro, era la hija del padre Weber y además prometida de Ben Cheney.

El hombre al que iba a ser dada era apuesto, como lo habían notado las otras chicas. Muy apuesto.

Los chicos pensaban en las aventuras a las que ella podría ir. Suertuda, decían.

Ahora, Bella yacía quieta en la cama, intentando calmar su temblor mientras el sol finalmente se asomaba por la ventana de la habitación. Estaba desnuda, su adolorido cuerpo acomodado contra el de él, su brazo firme sobre su cintura. Había llorado y dejado de llorar toda la noche, y en estos momentos apretaba sus dientes, diciéndose que dejara de ser una tonta.

Su futuro descansaba enfrente de ella, un espacio en blanco que no podía conocer, al menos no hasta que el hombre despertara y hablara con ella.

Si es que estaba interesado en hablar.

Bella tembló, perversamente agradecida de la calidez del hombre, aunque técnicamente hablando, era él lo que ella temía.

Como si hubiera escuchado sus pensamientos, él se estiró, moviéndose contra ella. Sintió su dureza contra su muslo y cerró los ojos con fuerza, en lo que se obligaba a calmarse.

El hombre a su lado, Edward, gruñó, levantando su cabeza y parpadeando, haciendo una mueca a la luz del amanecer. Cuando sus ojos se enfocaron en ella, esperó fervientemente que no se notara que había estado llorando. Hizo su mejor intento de sonreírle, aunque estaba segura de que el resultado no dejó de ser un débil intento.

—Ah, demonios —murmuró, alejándose de ella al acostarse boca arriba.

Bella frunció el ceño, su estómago retorciéndose. ¿Estaba insatisfecho con ella? Recordaba la forma en que sus ojos habían admirado su cuerpo cuando estuvieron de pie frente al fuego, cuando el padre Weber hacía su oferta. La expresión en los ojos de Edward entonces había hecho que su rostro ardiera. Su estómago se había llenado de mariposas y toda su piel se había sentido viva. Atenta. Era una sensación peculiar que ella no conocía, y había inclinado su cabeza, tímida y algo avergonzada pero complacida de que la encontrara atractiva. Pensándolo bien, era posible que no estuviera tan satisfecho ahora que la veía a la luz del día. Bella nunca se había encontrado particularmente atractiva, aunque tampoco pensaba que era fea. Pero esta mañana, sí se sentía pegajosa. Sucia.

Y ciertamente no se sentía tan fresca y prístina como las monjas la habían dejado el día anterior.

Edward volteó a verla de nuevo, abriendo sus ojos con lentitud, como si su presencia fuera solo un truco de la luz.

—Cristo Todopoderoso —gimió, con una mano sobre sus ojos. Gruñó mientras se sentaba, moviendo sus piernas sobre el lado de la cama—. Solo eres una niña.

Con el ceño fruncido, Bella se sentó, con su espalda contra la pared, y tomó más de la sábana, cubriendo su cuerpo. Mordió su labio, confundida. ¿Cuál era su rol aquí? ¿Cómo iba a saberlo? Edward se dirigió a ella, y parecía que sentía una culpa extraordinaria. Sus ojos verdes que la habían cautivado la noche anterior se veían de alguna forma más pesados en la luz de la mañana. Profundos, con un dolor desconocido. —¿Cuántos años tienes? —preguntó con gentileza.

Tuvo que tragar saliva, sin encontrar su voz por unos momentos antes de poder hablar. — Dieciséis.

Él cerró los ojos fuertemente, respirando por su nariz.

—P-Pero, tendré diecisiete pronto. En solo un mes —se defendió.

Cuando volvió a abrir los ojos, se acercó a ella. Antes de poder evitarlo, Bella se encogió, alejándose de su toque. Rápidamente se corrigió, tratando de mantener su respiración acompasada aunque su corazón latía sin control.

Había razonado que no era su culpa que la hubiera lastimado anoche. No sabía mucho de ese tipo de relaciones entre un hombre y una mujer, pero sabía que el dolor era natural. Sabía que no había sido demasiado rudo con ella. Su tacto era suave. No como el del hombre que había tomado a Lauren.

Bella había sido la que los encontró. Había visto la forma en que el hombre sujetaba a la chica rubia, aprisionando fuertemente su cabeza contra el suelo sucio mientras su cuerpo entraba al de ella.

Con Edward no había sido así. Y además, era su deber.

Edward alzó sus manos. —Lo siento tanto —dijo suavemente—. No te tocaré. —Hizo una mueca—. Al menos, no de nuevo.

—N-No. Está bien. No quise hacer esa cara. Solo me sorprendiste, eso es todo —respondió ella con rapidez. Retorció la sábana nerviosamente entre sus dedos.

Agachando su cabeza, Edward frotó sus ojos.

—¡Oh! —exclamó Bella, dándose cuenta que debía sentirse mal por lo de la noche anterior. Sus besos habían sabido a licor—. D-Déjame traerte a-a-algo de agua —tartamudeó. Hizo una cara al sentir el dolor entre sus piernas al salir de la cama, poniéndose su vestido rápidamente.

—No tienes que…

—Sé cómo ser útil —repuso con velocidad—. Solo dame una oportunidad. Es que no estoy acostumbrada a…

Él levantó sus manos, y Bella dejó de hablar, viéndolo con cautela.

—Pequeña, lo que sea que te haya hecho pensar que debes servirme así, está mal. Frunció el ceño. —Es mi deber, señor. Es decir… Edward. —Volvió a fruncir el ceño.

¿Debería llamarlo por su nombre? Recordaba que su madre llamaba a su padre por su nombre, ¿pero a él le gustaría?

—¿Tu deber? —Frotó sus ojos otra vez y se puso sus pantalones—. No es tu deber. No me debes nada. Si es algo, debería ser al revés.

De nuevo estaba confundida. Podía sentir las lágrimas en sus ojos mientras la frustración aparecía alrededor de sus nervios. —Por favor. Si me dices qué esperas de mí, sé que puedo ser una buena esposa. —Estaba orgullosa de la forma en que mantuvo su voz firme, incluso si solo era un susurro.

A medio camino de ponerse su camisa, la espalda de Edward se puso rígida. —¿Una buena qué?

—Una buena esposa.

Él parpadeó estúpidamente antes de reír un poco. —Oh, cariño. No quieres ser mi esposa. Créeme.

Bella miró el suelo, sujetando sus manos enfrente de ella, tratando de entender lo que estaba pasando. —Pero soy tu esposa.

—¿Qué?

—¿N-No lo recuerdas?

La miró sin expresión en el rostro.

—Sr. Cullen. Edward. Ya estamos casados.

Al amanecer, Edward se puso en cuclillas junto al río, llenando su cantimplora, pero en realidad sólo tenía la mirada perdida en algún punto fijo.

No experimentaba tanta culpa desde que había cometido su primer delito.

Hacía tiempo que creía que se había acostumbrado al hecho de que cuando pensara en su mamá y papá, sabía que estaría avergonzado del hombre en el que se había convertido. No le habían inculcado ser así.

Pero esta última vez… ¡Maldición! Si no se sintiera más inferior que un vientre de una serpiente de cascabel y tres veces tan vil como el veneno que todavía tenía encima… Había tomado la inocencia de una niña y ni siquiera tuvo la cortesía de recordarlo.

Sus entrañas se revolvieron asquerosamente, rememorando la forma en que ella se apartó de su toque. Aunque él no se atrevía a preguntar, no podía imaginar cómo pudo haber sido tan caballeroso con ella. ¡Dios mío, no era más que una niña! Poco más que una niña, difícilmente. Él debió hacerle daño, probablemente más de lo absolutamente necesario.

La idea le hizo fruncir el ceño. Nada de eso era necesario. No debería haber ocurrido, nunca. Y él podía prometer no tocarla de nuevo aunque quisiera, pero eso no mejoraría las cosas. Ella estaba corrompida ahora. Sus bienes dañados. E incluso si no los hubiera dañado, no encontraría a muchos que la quisieran cuando ella había sido poseída por otra persona. Por lo menos, no la querrían como una novia.

Eso enfureció a Edward, al pensar que ella tendría que esconderse en alguna casa de citas, pintando su cara bonita con mucho rubor. Pensó en todos los hombres que conocía que visitaban esos lugares. Vio sus manos grandes y carnosas en todo su pequeño y frágil cuerpo. La idea le enfureció. Apretó los puños y él estaba junto al río, con ganas de partir en dos a alguien, cualquier persona que le hiciera daño.

Sus hombros cayeron al meditar en aquella noche una vez más: el único que la había herido era él.

Respiró el aire limpio y fresco de la mañana, profundamente. Era un buen lío en el que estaba, eso era seguro.

Habían pasado dos días desde que se había encontrado enganchado.

Fue rápidamente descubriendo que su mujercita era terca como todos en el exterior. Una vez que había descubierto lo que pasaba, con lo cual había estado de acuerdo con lo que el predicador estaba diciendo sin ni siquiera escuchar lo que decía, se apresuró a asegurar a la chica —Bella—, que iba a arreglarlo. Sin duda, el sacerdote entendería que sería un marido pésimo.

Bella no parecía preocuparse por eso. Ella finalizó diciendo que no sería ninguna molestia. No estaba para quejarse, y ella no era una chica citadina acostumbrada a cosas finas. Él trató de argumentar que merecía esas cosas, pero que no tendría nada de eso.

No te la quitarás de encima. Una chica tal vez de un año más vieja que Bella le había dicho que su esposa insistió en ir a asegurarse de que su caballo estuviera listo. Ella se identificó más tarde como Angela, y la forma refinada en la que habló hizo que Edward pensara que estaba bien educada. Quizá adoraba al sacerdote sobre los demás por una razón u otra. La señorita Bella nunca come su parte de las raciones, pero da la mayor parte de su comida a los pequeños. Ella sabe que si tienes que cuidarla, todas sus raciones serían repartidas entre nosotros, y todos tendríamos más.

Así fue como se encontró a sí mismo dejando ese pequeño pueblo con Bella abrazando fuertemente su cintura.

Habían pasado dos días desde entonces, y fiel a su palabra, Bella no se había quejado ni un poco. Había sido el epítome de la sumisa, sin decir una palabra, aunque era obvio que estaba dolorida de estar tanto tiempo en la silla. No importa que él hubiera tratado de protestar, la chica insistió en hacer su comida y desayuno cuando él se levantó.

Ella era torpe, buscando su camino a través de lo que ella pensaba que era su deber. Se quedaron detrás de los otros hombres que cabalgaban. Su burla era demasiado cruel para sus oídos inocentes, y además, no le gustaba la forma en la que la miraban.

Edward pasó sus manos por su cabello, teniendo en cuenta sus opciones.

Bueno, para bien o para mal, tenía una esposa, y él iba a tener que encontrar la manera de mantenerla a salvo.

Mejor empezar con lo obvio. Ella probablemente ya habría despertado. Miró el agua, preguntándose si el pez caería esta mañana. Tal vez un buen desayuno de pescado fresco sería mejor que lo habitual…

Su pensamiento se interrumpió cuando escuchó un grito proveniente de la tienda de campaña. Un grito femenino.

Él corrió.

Parecía que no dejaba de cometer error tras error. Nunca debió de haber dejado sola a su dulce esposa.

El espectáculo que presenció estaría estampado en su mente para siempre.

Felix y James la sostenían entre ellos, dominándola mientras se retorcía salvajemente, gritando. Ellos la tenían de lado, Felix fijando su cabeza contra el suelo con una mano mientras tomaba sus muñecas con la otra. James estaba a su espalda, deslizando su vestido por sus hombros. Edward podía oír el tejido rasgarse. Ella gritaba para que se detuvieran, gritando "no" y maldiciéndolos con un lenguaje que le habría hecho sonrojar si no estuviera tan completamente enfurecido.

Edward los iba a matar.

~Bella POV~

Hacía todo lo que podía para mantener sus emociones bajo control los últimos dos días. Deseaba que Edward al menos le dijera lo que esperaba de ella. La riñó cuando trató de cocinar para él, aunque parecía agradecido por la comida una vez que consiguió hacerla. Se disculpaba mil veces en una hora poniendo por pretexto cualquier argumento: que el viaje era muy largo, el sol calentaba demasiado, el aire nocturno era muy frío.

Él era un enigma, ese marido suyo. Había algo tan amable de él; y sin embargo, era lo más cercano a un pariente de estos rufianes.

En el orfanato, estaba acostumbrada a tratar de pasar desapercibida. Ella hacía sus tareas, ayudada por los niños más pequeños, y por lo general no trataba de ser un problema. Las monjas no tenían suficiente tiempo y algunos de los más pequeños necesitaban más atención. Así que estaba un poco perpleja cuando él le preguntaba continuamente cómo estaba; o mientras cabalgaban, le preguntaba sobre su familia, sus intereses. Una vez que empezaba a hablar, se encontraba con que no podía parar. Ella apoyó la mejilla contra su espalda, aspirando su grato olor a cuero mientras hablaban.

Parecía que ella le agradaba. Él se reía entre dientes adecuadamente y escuchaba con atención. Había momentos cuando ella pensaba que él tal vez querría besarla, o al menos acariciarla con una intención cariñosa. La noche anterior, cuando la ayudó a desmontar del caballo, su cuerpo se había deslizado sobre el de él. Cuando estuvo sobre sus pies, sus manos seguían enganchadas en su pecho. Ella pudo sentir el rápido golpeteo debajo de su palma.

Cuando estuvieron cara a cara, presionados uno contra el otro, parecía que todo el aire hubiera desaparecido del mundo. Repentinamente fue imposible no pensar en la forma en que sus manos se sentían sobre el cuerpo de ella.

Había esperado que la llevara rápidamente, reclamara el territorio que ahora era de él, pero no lo hizo. Esa noche, sus manos la recorrieron con gratas caricias, y sus labios la besaron suavemente.

Hizo que Bella sintiera cosas que ni siquiera sabía cómo nombrarlas.

Así, mientras reconocía que sí, estaba asustada de sus avances y abrumada por la rapidez con la que había cambiado su vida, parte de ella estaba curiosa. Ella no sabía si eso era natural, sintió sus mejillas acalorarse ante la idea. Era su deber, después de todo.

Sin embargo, las dos noches que habíamos estado juntos desde la boda, él en ningún momento intentó ponerle un dedo encima. La primera noche habían dormido en un motel. La había dejado en la cama y él se tumbó en el suelo, ocasionando que permaneciera despierta casi toda la noche, pensando en el qué pasaría si… y cuándo es que iba a subir en la cama con ella. Nunca lo hizo.

Ayer por la noche instalaron su campamento un poco lejos de los otros dos hombres con los que viajaban. Edward dijo que estaban a mitad de camino hacia donde quiera que fueran. Le había cedido su saco de dormir y él se acurrucó contra sí mismo.

Sí, una parte de ella estaba agradecida. El dolor de las relaciones maritales con un extraño, no era algo por lo que ella estuviera ansiosa por volver a experimentar. Pero ella era su esposa. Todavía se preocupaba de que la encontrara desagradable, aunque había explicado una y otra vez que nunca tuvo que aprovecharse de ella, y que sería un pésimo marido.

Pero él era el único marido que iba a tener.

Así que esa mañana, cuando se despertó con las manos pegadas a su cuerpo, su corazón dio un primer vuelco, y ella se tensó. Entonces sintió un atisbo de alivio porque, a pesar de que había prometido que encontraría una manera de cuidarla, Bella temía ser descartada.

Con la misma rapidez, sin embargo, su miedo se duplicó.

Sus manos eran ásperas. Demasiado duras. Fuertes. Lo suficientemente duras para causarle moretones.

Y había demasiadas manos.

Los ojos de Bella se abrieron de golpe y gritó cuando se encontró de frente, no a su marido, pero uno de los otros hombres: James.

Sus ojos eran fríos. Maliciosos. Lascivos y depredadores.

Y el otro, el alto: Felix. Del cual, sus miradas lascivas la habían puesto nerviosa, estaba detrás de ella.

Bella gritó. James estampó con fuerza su mano sobre su boca.

—Ahora cállate, pequeña damisela. No hay necesidad de ese ruido. Aún ni te hemos tocado. De verdad. —Le dio una fuerte nalgada.

Ella negó con la cabeza tan incesantemente que parecía suelta.

—Por favor. Mi marido…

—Tu esposo acostumbra a compartir sus conquistas con nosotros. Bueno, tampoco sería la primera vez en realidad. —La risa rasposa de Felix resonando en su oído hizo que se estremeciera—. Deja de forcejear. —Él enganchó su pierna alrededor de las de ella, apretando sus piernas pateadoras tan bien como pudo.

—Quieres complacer a tu querido esposo, ¿no? —Preguntó James.

Estaban arañándola. Ellos no la soltarían tan fácilmente. Estaba luchando, suplicando, gritando, pero no llegaba a ningún lado. Cuando James intentó besarla, ella mordió su labio. Él gritó y levantó la mano para golpearla. Bella cerró los ojos, pero el golpe nunca llegó.

—¿Qué coño piensan que están haciendo? ¡Aléjense de ella!

Bella consiguió levantar la cabeza, encontrándose con la cara normalmente pensativa de Edward retorcida de furia. Él los estaba acechando rápidamente, y cuando llegó, aventó a Felix de espaldas, alejándolo de ella con una fuerza que le había sorprendido.

—Todos hicimos el trabajo, todos nos llevamos un pedazo —gruñó James cuando Edward regresó por él.

Eso no impidió que Edward le perforara la mandíbula en un perfecto cuadro.

Cuando sus pesos se habían alejado de ella, Bella se deslizó hacia atrás en una posición sentada. Le tomó unos segundos para recuperar la cordura, pero se horrorizó.

Los hombres: James, iguales en tamaño; y Felix, mucho más grande. Estaban luchando con su marido. Había dos de ellos y sólo uno de él.

Justo cuando había llegado al punto donde quería arrojarse entre ellos, Felix consiguió que los brazos de Edward quedaran encerrados detrás en su espalda.

—¿Cuál es tu puto problema? —El hombre más grande gruñó.

—¿Mi problema? —Edward trató de zafarse del férreo control de Felix—. Era yo con quien ella estaba comprometida, no tú. Ella es mía y sólo mía, y no la tocarán.

—A ella le gustó. Cálmate —se burló James.

—Sí, estoy seguro de que es por eso que ella estaba forcejeando. Suéltame.

Felix lo hizo, y Edward se tambaleó hacia adelante, con la mano en la pistola de su cinturón. Él se volvió hacia los dos.

—Escuchen. Si se acercan a mi esposa, mi esposa, otra vez, yo acabaré con ambos. Los otros dos hombres se rieron.

—Ah, Eddie. Sólo nos divertíamos.

—Lárguense y aléjense de mi esposa.

—Respeto que él la quiere para sí mismo y es de entender que se halle bajo su hechizo, dulce jovencita —concedió Felix. Sus ojos vagaban por su cuerpo de nuevo. Bella volvió la cabeza y se estremeció con repugnancia—. Vamos, James. Él se cansará de ella muy pronto.

Se encaminaron hacia su propia casa de campaña.

Edward dejó escapar un suspiro antes de que se volviera hacia ella. Tenía una expresión contrita, y extendió las manos implorantes.

—¿Estás herida, hermosa?

Bella abrió la boca para contestar que estaba intacta, pero sólo un pequeño maullido salió. Ella no se dio cuenta hasta ese momento que estaba temblando demasiado y le era difícil contestar, con las manos agarrando sus ropas desgarradas procurando cerrarlas.

—Whoa. Ahora. Silencio. Está bien. —Edward estaba a su lado en un instante. Envolvió sus brazos alrededor de ella.

—¡Ah, pequeña dulzura! Te dije que sería un marido pésimo. No sé lo que estaba pensando al momento de dejarte sola por un instante. —Él la sacudió y le acarició el pelo y la espalda. Cuando ella se había calmado un poco, le tomó la cara entre las manos. Bella estaba avergonzada, tanto por los hombres que la habían tocado así y porque ella había estado lloriqueando como un bebé. Trató de apartar la mirada, pero él la llamó por su nombre tan suavemente que no podía dejar de mirarlo.

—Te lo prometo, Bella. Prometo que nadie nunca va a hacerte daño otra vez. ¿Me escuchas? Ella sacudió la cabeza minuciosamente.

Con un suspiro, él la besó en la frente con la más tierna de las mociones.

—Ni siquiera yo, hermosa. Ni siquiera yo.

El día que James y Felix atacaron a su esposa, Edward decidió que necesitaba alejarla de ellos lo más pronto posible.

Viendo que se dirigían a donde había muy buenos trabajos, James no estuvo complacido cuando Edward anunció que iba a tomar un tiempo sabático lo suficientemente largo para dejar a Bella a salvo.

—No sé por qué te preocupas por una pequeña prostituta —gruñó James, y Edward tuvo que resistir las ganas de golpearlo. De nuevo—. Rayos, ni siquiera te le has acercado desde la primera noche. Pensaba que ya habías terminado con ella —bufó—. No puede ser buena para una acostada si no la has tocado.

—No me necesitas para este trabajo —dijo Edward, hablando en voz alta para interrumpir la siguiente barbaridad que saliera de la boca de James—. Demetri, el amigo de Felix, estaba buscando trabajo. Llévalo en este, y los alcanzaré en el siguiente.

James argumentó, pero Edward no podía ser convencido. De todos modos, era bueno distanciarse de los dos hombres. Aún estaba furioso, con la ira quemando en su interior cuando pensaba en Bella, atrapada entre ellos.

Por qué había esperado algo diferente, no tenía ni idea. Las mujeres que habían estado con ellos antes, siempre eran de cierto tipo. James tenía a una harpía llamada Vicky a la que apreciaba mucho, quien había ido con ellos más de una vez. Ella era un demonio, en verdad salvaje y completamente loca. Sin sentido.

¿Cómo no podían ver que Bella era diferente? No era como las demás. Era joven y pura, y… Bueno, estaba siendo un hipócrita, ¿verdad?

Aún así ella lo miraba con confianza, sin pelear cuando le dijo que se iban.

—Te llevaré a un lugar seguro, pequeña —le prometió mientras partían—. Nunca tendrás que volver a verlos. Rayos, si te complace, tampoco tendrás que volver a verme.

En realidad no entendía por qué ella se veía tan sorprendida por lo último que dijo.