La aldea estaba situada a los pies de una colina. No muy lejos de allí se extendía una densa maraña de árboles formando un pequeño bosque que lo aldeanos procuraban evitar.

Se decía que el bosque estaba maldito, y muy pocos eran los que se atrevían a adentrarse solos en la espesura. El camino real, que recorría el reino de norte a sur, daba un rodeo en torno a la arboleda; incluso los hombres del rey se vieron superados por lo árboles y los lobos que poblaban el lugar y obligaban a los aldeanos a montar los corrales dentro de sus propias casas.

Aquella noche el cielo estaba despejado, con la luna llena y las estrellas iluminando la oscuridad del firmamento. Un solitario lobo observaba la luna subido a un peñasco, alejado de su manada. Captó un olor extraño. Se irguió, con las orejas bajas y la cola recta, olfateando el olor.

No era un animal del bosque, ni tampoco una de aquellas bestias de dos patas que ocasionalmente invadían su territorio. Aquel olor, lo que fuera, estaba cerca. El animal se encogió, inquieto, tratando de pasar inadvertido para el extraño. Su instinto le azuzaba para que se alejara lo antes posible de aquel olor acre, como de carne podrida.

Trató de dar un paso, pero se detuvo al oír el crujido de una rama. Algo cortó el aire. Aquello fue lo último que oyó.

El duende salió de entre la maleza, sorbiendo por su nariz porcina. Caminó hasta el cadáver del lobo, que yacía atravesado por una lanza oxidada. A sus espaldas se agolpaban sus compañeros, aguardando órdenes. Uno de ellos, un duende esmirriado de ojos saltones, sacó la lanza y se la ofreció a su jefe. Éste la cogió con un gruñido e hizo un gesto.

El grupo se encaminó a través de la espesura. A llegar al linde se detuvieron, observando las columnas de humo que se elevaban al cielo nocturno.

-¿Vamos ya? –graznó el segundo al mando, tensando su arco. El jefe negó con la cabeza.

-No, esperemos a que se duerman. Ella quiere que todo salga bien.

Desde una de las chozas colindantes se oía el llanto de un niño pequeño. El duende cerdo gruñó, frunciendo el entrecejo. Los duendes aguardaron agazapados en la maleza, hasta que por fin se apagaron los fogones de las chozas. El jefe se volvió hacia sus compañeros.

-Ya sabéis lo que hay que hacer.

Los demás asintieron quedamente con la cabeza. Salieron a campo abierto, rápidos y silenciosos como sombras, sosteniendo sus armas llenar de herrumbre, ansiosos. Se dispersaron entre las chozas. El duende cerdo echó un rápido vistazo por una de las ventanas, distinguiendo varias figuras de animales. De fondo le llegaban los sonoros ronquidos de una voz masculina.

Hizo una señal para que sus subordinados aguardasen, se acercó a la puerta y la empujó con increíble delicadeza, que se abrió con un leve crujido de madera casi podrida. Avanzó casi de puntillas, evitando el corral levantado en un rincón. Al fondo de la estancia, envueltas en una piojosa manta, distinguió seis figuras. Tres de ellas eran pequeñas y yacían muy juntas. El resto reposaban algo alejadas. Una de ellas era el origen de los fuertes ronquidos. La segunda respiraba fuertemente, tosiendo de vez en cuando. La última figura, la más pequeña de todas, descansaba entre las dos más grandes.

El duende cerdo se acercó a ellas, espada en mano. Sus ojos amarillos se posaron en las dos figuras mayores. Con pericia, puso una asquerosa mano en la boca del primero y le cortó el cuello antes de que tuviera tiempo de despertar. Repitió el gesto con la segunda figura.

Se limpió la sangre caliente que le había salpicado la cara y parte de la armadura. Se pasó la áspera lengua por los labios, chupando el líquido escarlata, y le supo dulce. Antes de proseguir, miró a las tres pequeñas figuras que seguían durmiendo apaciblemente, sin percatarse de nada. Podría matarlos a los tres en cuestión de segundos sin dificultad alguna. Simplemente tendría que retorcerles el cuello como ellos hacían con las gallinas. Un solo gesto, un crujido, y ya nunca más volverían a abrir los ojos. Qué criaturas sorprendentemente frágiles, los pequeños humanos…

La figura pequeña se agitó y gimió. El duende se inclinó sobre ella y retiró la manta. Sus ojos, más que acostumbrados a la perpetua oscuridad de su morada, la escrutaron de arriba abajo. No era lo que buscaban, desde luego. Éste era varón. Con un gruñido, agarró a la criatura de los tobillos y la levantó por encima de su cabeza. Acto seguido, simplemente la dejó caer.

Los tres niños despertaron al oír el golpe. En la oscuridad, gritaron. Los miraban un par de ojos amarillos, situados justo donde sus padres dormían. Los ojos parpadearon y les llegó el ruido de un gruñido de cerdo.

El duende temió que los gritos alertaran a los habitantes. Corrió hacia los niños e hizo entrechocar las cabezas con todas sus fuerzas. Los cuerpos se desplomaron sobre el suelo, chorreando sangre.

El duende salió de la choza con la decepción escrita en el rostro. Se acercó a su segundo al mando. Tenía que aclarar algo antes de dar la orden.

-Acabad con todos, pero traedme a sus cachorros. El Ama me ordenó mantenerla con vida.

El duende pájaro emitió un pequeño graznido a modo de risa. Acto seguido, dio una voz.

Se desató el pánico en la aldea. Los duendes irrumpieron en las casas, asesinando a los adultos a sangre fría. Unos pocos lograron llegar hasta sus instrumentos de labranza y los empuñaron a modo de armas, tratando de defenderse. Otros echaron a correr hacia el bosque, en vano.

El duende cerdo aguardó pacientemente a que terminara la carnicería, sentado al borde del pozo. Uno de sus subordinados prendió fuego a un granero e iluminó la noche. Él los vio correr, chillar y retorcerse como animales en el matadero. Poco menos de una hora después, los duendes le trajeron el botín. Él los escrutó con sus ojillos amarillos.

Eran siete, todos ellos no mayores de dos años. Lloraban, se agitaban y gimoteaban, haciendo ruidos molestos que le taladraban el cerebro. Él se apresuró a reconocerlos.

El Ama le había descrito cuidadosamente el aspecto de su presa, y él no podía permitirse fallar. Descartó rápidamente a los varones. Quedaron tres niñas, dos de ellas con los rasgos físicos de la presa. El duende cerdo se inclinó sobre ellas y las olfateó.

El olor. Aquella inconfundible esencia que sólo la magia podía dejar. La marca de haber sido tocado por un ser poderoso. Si su presa se encontraba allí, su olor sería inconfundible.

Mas sólo captó aquel insufrible olor a recién nacido y a suciedad. Crías normales y corrientes era lo que tenía ante sí. Ninguna de ellas había sido tocada por el poder. Decepcionado, las descartó.

-Volvemos a la Montaña –ordenó, echando a andar hacia el bosque.

Los demás le siguieron, apresurados. Los soldados del rey descubrirían su obra a la mañana, y ellos querían asegurarse estar lejos de allí para cuando soltasen a los perros de presa.

Habían fallado su misión, de nuevo. El Ama se pondría furiosa, los castigaría sin piedad. Mientras azuzaba sus pequeñas patas, el duende cerdo se refugiaba en la esperanza de que, aún con todo, era demasiado pronto para afirmar una derrota.

Todavía quedaban dieciséis años de cacería. Más pronto que tarde, la presa caería en las garras de su Ama.


¡Hola holita, gentecilla! Siento la sangría, pero qué se le va a hacer, me gusta la sangre XDDD. Quizá tarde algo en actualizar esta historia, pero no voy a dejarla a medio hacer. Pero por lo pronto, servidora se va de fiestuki y a soplar velas. Bye por el momento ^^