Fuera culpa de la rica sensibilidad de esa región de su cuerpo o no, bajo el toque de sus propios labios, los de Kurama se le antojaban más suaves que el pétalo de la más delicada de las rosas.
Frente a otro, el youkai probablemente hubiera sentido la necesidad irrefrenable de poner unos buenos kilómetros de distancia entre él y su compañero, huyendo de la vergüenza causada por su torpeza y su inexperiencia, alejándose de lo obvio de su debilidad aun cuando el control de la situación parecía ser suyo.
Frágiles cual pétalo verdadero, los labios del pelirrojo habían sido rasgados por sus dientes, apenas iniciado el contacto. Había sido demasiado brusco, demasiado atarantado, abalanzándose sobre él sin más aviso previo que arrebatarle el libro que acaparaba su atención de las manos.
Kurama no se había quejado. Había cerrado los ojos, sus párpados cayendo con suavidad sobre sus orbes verdes, como si supiera que una sola mirada malinterpretada podría amedrentar al demonio de fuego y no quisiera siquiera arriesgarse a ello.
Sintiéndose expuesto, pero exquisitamente comprendido, Hiei había lamido las pequeñas heridas a modo de disculpa. Manteniendo los ojos abiertos apreció como, debido a su gesto, una suave sonrisa adornaba las facciones finas del único cuerpo humano que no le causaba repulsión alguna.
Conformaban una mezcla extraña, la dulzura de su boca y lo metálico de su sangre, sobre todo la dulzura que de manera casi intrínseca en su mente se relacionaba con algo que sentía ajeno y que era tan poco común en su vida.
Sonrió al apartarse, privando a su de ahora en más amante de esa vista sorprendente al esconder el rostro entre la base de su cuello y su hombro. Una mano se enredó con sutileza entre sus cabellos entonces, invitándole a acomodarse mejor.
De ahora en más, la dulzura sería algo suyo. Llenaría ese hueco en su pecho cuya vacuidad había generado siempre una ráfaga vertiginosa y traicionera en su interior.
Tenía la certeza de ello.
Aunque, por supuesto, no la compartiría con nadie ni acorralado de muerte.
