Para el cuarto año todos en Hogwarts habían llegado a la conclusión de que Sirius Black era como un animal salvaje: daba miedo, se desbocaba, e incluso tenía la mirada de una bestia. Pero para James Potter, quien lo conocía mejor que nadie en el mundo, Sirius era más bien como un Hipogrifo: altivo, admirable, y terriblemente orgulloso.

En realidad no era que diese miedo, sino que imponía. No perdía el control, sino que su magnificencia tarde o temprano tenía que salir a flote; y su mirada… Ah, su mirada. James sabía que no había nada más hermoso que aquella mirada en el mundo entero.

Tal como un hipogrifo, él no dejaría que nadie que no se hubiera ganado su confianza le pusiera una mano encima, y al igual que con uno de ellos, James lo había mirado directamente a los ojos y después había inclinado la cabeza para él.

Sabía perfectamente que no lo había domado, pese a que el otro le hubiese devuelto la inclinación, puesto que las alas de Sirius Black nadie podía sujetarlas, pero para él era suficiente con saber que en cualquier momento le dejaría subir a su espalda para montarlo.

Aunque por las noches, cuando éste se subía sobre él y debajo de ellos la cama crujía y el aire faltaba, James se preguntaba, invariablemente, quién de los dos era el verdadero jinete en la relación.