— Prólogo —

Han pasado muchos años desde que tomé por última vez la pluma con la que dejé una huella imborrable de las extraordinarias aventuras que viví con mi honorable amigo Sherlock Holmes. Tiempos han venido mejores y peores, mas pese a que no me arrepiento de cómo han transcurrido las estaciones viéndome envejecer, he de reconocer que jamás viví tamañas emociones como en aquellos años en que conviví con mi amigo. Cierro los ojos y puedo ver claramente frente a mí sus ojos fríos y metálicos, entornados, a la búsqueda de cualquier ínfimo detalle que pudiera esclarecer la nebulosa que conformaban los entramados devenires de sus casos. Me parece poder observar su piel acerada y clara, tensa, fría, y su cuerpo ágil preparado para la batalla, listo para una gran aventura en la que, por supuesto, ha de poner su brillante cerebro al servicio de la Justicia. Pero vuelvo a abrir los párpados y entonces soy consciente de que aquello pasó y que únicamente queda en mí un dulce recuerdo que quisiera plasmar en tinta si mi memoria no falla y tengo tiempo suficiente.

Mi primer recuerdo de nuestra época dorada data de la última mitad del siglo XIX. No había terminado aún el mes de Marzo y algunos días el viento arreciaba de tal manera que aún no habíamos podido guardar las ropas de abrigo. Por aquella época yo había comenzado mi relación con la señorita Mary Morstan, la cual con el paso de los años se convertiría en mi señora, Mary Watson. Mis quehaceres en el 's, mi recién estrenada consulta privada y mi noviazgo con Mary ocupaban gran parte de mi tiempo por entonces. Aún cuando solía arreglármelas para pasar unas pocas horas por las habitaciones de Baker Street en un intento de que Holmes me relatara sus últimas noticias sobre sus casos, es cierto que apenas podía atenderle como es debido y, mucho menos, acompañarle cuando era necesario. Solamente en un par de ocasiones a lo largo de un año había podido rehacer mi agenda de modo que fuera posible realizar alguna que otra aventura juntos.

Pues bien, mi memoria se retrotrae a un cálido pero ventoso día de primavera en que, por mera casualidad, andaba yo de visita en Baker Street. Ese día había tenido una pequeña inundación en la consulta por lo que había tenido que pasar por llamar a unos técnicos con lo que ya había perdido la tarde, así que había decidido visitar a mi amigo Holmes. Y allí estaba, sentado junto al fuego, calmando mi sed con un suave té de la India mientras él, de pie, se quejaba de lo poco útil que resultaba el material de detección de pistas que utilizaba la policía.

—Tonterías, Watson. Tonterías. No es más que una panda de malogrados intentos de detectives venidos a menos que se contentan con utilizar aparatos que no sirven para nada. Dígame, ¿cree usted útil la raspadura de un pedazo de barro procedente de un suelo en el que previamente han caminado decenas de policías? ¿Acaso cree que sirve de algo que un policía halle, con un microscopio con el que no podría distinguir la huella de un elefante de la de un ratón, algo que le haga discernir la realidad de la ficción? No, Watson, estamos ante un claro caso de impericia administrativa. Un ejemplo de cómo la Justicia ha ido decayendo y el mundo del hampa campa a sus anchas mientras nosotros nos contentamos con ir recogiendo sus inútiles pistas a pasos de tortuga.

—Creo que exagera, Holmes—rezongué yo. —Es cierto que la policía de Londres adolece de efectividad y carece de las suficientes herramientas como para suplir este importante defecto, pero ganas de trabajar no les falta a ninguno de los que compone el cuerpo. Así que creo que debería mostrar un poco más de fe en ellos.

Holmes se sonrió amargamente.

—Usted siempre tan defendiendo pleitos pobres, Watson. Quizás piense que los casos se resuelven solos, o peor aún, que ellos siempre me tendrán. Pero no es así, y necesitan darse cuenta de ello.

—Pero usted siempre acaba ayudándoles.

—Sí, pero no tengo tiempo para ello realmente. Mire allí—señaló una importante pila de papeles en una esquina de la salita, amontonados guardando polvo. —Esos son mis casos, Watson. Casos que he ido recopilando durante las últimas semanas y a los que no puedo hacer frente por falta de tiempo. Son los casos más pequeños, los más sencillos, pero no por ello carecen de interés. ¿Cree justo que semejantes rompecabezas en miniatura deben ser relegados al olvido solo porque debo estar presente en todos y cada uno de los trabajos de la policía como detective consultor? —Me levanté y me acerqué a la pequeña torre de papel. Cogí de allí unos pocos expedientes y, limpiándolos de polvo con el canto de la mano, los ojeé levemente. —¿De verdad que es piensa que es justo que esos papeles guarden polvo y se amarilleen con el tiempo sólo porque los detectives de Scotland Yard son tan necios que necesitan continuamente ser llevados de la mano? —prosiguió, airado.

Suspiré. Yo sabía que en el fondo algo de razón tenía, pero me negaba para mis adentros a aceptar que el departamento de policía era tan negado como para no sobrevivir sin Holmes. Quizás sentía miedo al pensar que si algún día mi más querido amigo dejaba de trabajar nos veríamos abocados a un sinfín de crímenes perpetrados por los más horribles delincuentes. ¿Era quizás el propio Holmes el verdadero Scotland Yard? Sentí un escalofrío al pensar en cuán indispensable se había convertido mi amigo para todos nosotros. Era inminentemente necesario, por tanto, y a la vista de las circunstancias de estrés que rodeaban a Holmes idear algún plan que sirviera para eliminar su monopolio intelectual y poder, a la vez, quitarle peso de encima de modo que pudiera dedicar su tiempo a esos ininteligibles casos que tanto le gustaban.

—Quizás debería ver todo esto desde un prisma diferente—dije, a la par que daba un sorbo de mi taza de té. —Creo que a lo mejor no sería mala idea buscar algo de ayuda.

Holmes giró sus pies lentamente y me miró extrañado. —Usted solo no puede lidiar con Scotland Yard y su consultoría privada a la vez. Lo ha reconocido, Holmes—apunté, defendiendo mi incipiente idea. —Si usted buscara a alguien que le ayudara con todo esto, creo que se vería más capacitado para afrontar los casos que realmente le importan.

—No. —Fue su escueta respuesta. Avanzó un par de pasos hasta la chimenea y sacó suavemente su tabaco de la babucha. Cuando no estaba de acuerdo conmigo acostumbraba a retirar la mirada, como un animal ofendido a la espera de un giro de los acontecimientos.

—Vamos, Holmes. Sabe que tengo razón. —Mi amigo seguía pendiente de llenar su pipa y fijaba su mirada en la pequeña cajita de metal llena de tabaco. —Creo que alguien joven que se ocupe de los pequeños casos que menos interés tienen para usted sería algo muy útil.

—Para eso está usted—atajó él, con cierto tono de despecho.

—Nada me gustaría más, querido amigo, pero ni el destino me ha otorgado una mente tan brillante como la suya, ni poseo el tiempo necesario para dedicar a su trabajo. Lo más coherente sería poner un anuncio en el periódico buscando a alguien joven, fuerte e inteligente.

Holmes bufó de manera ostensible.

—Si encuentro a alguien que se ajuste a mis necesidades sería un milagro, Watson. —Sus fríos ojos de acero me atravesaron.

—Si no busca primero, no lo sabrá nunca. De cualquier modo, ¿eso quiere decir que se lo pensará? —pregunté esperanzado.

Holmes sopesó la idea unos segundos. Se mesó las sienes y finalmente suspiró.

—Supongo que no tengo elección. Si no lo hago yo, usted buscará alguien por mí. Alguien blando, sentimental y torpe. Poco útil para resolver casos.

— ¿Alguien como yo? —sonreí ante la pequeña crítica.

— Ya sabe a qué me refiero—gruñó él. —Necesitaría alguien como yo. Cerebral, frío, rápido.

—Necesita alguien contario a usted, diría yo. —Ajusté mis palabras de modo que pudiera convencerle. —Alguien que sepa mantenerle con los pies en la Tierra. Alguien que le haga recordar que es humano y no una máquina de pensar. Pero no se preocupe, algo podrá encontrar, y si no es así, prometo que no volveré a tratar más el asunto.

Él bufó, escéptico. Sonreí, dejando mi platillo en la pequeña mesa de roble que se hallaba a mis pies.

—Es hora de marcharme—añadí, consultando la hora en mi reloj de cadena. —Se hace tarde. Ha sido un placer venir a verle, Holmes. Espero que para la próxima vez que venga, tenga noticias interesantes respecto al tema que hemos tratado.

—Si cree que encontraré a alguien lo suficientemente útil para este trabajo, espera usted demasiado, Watson—dijo él, con los ojos perdidos más allá de la ventana.

Sonreí para mis adentros y me alejé de él camino del pasillo. Allí, recogí mi sombrero del perchero y vislumbré por última vez aquel día la delgada silueta de mi amigo, pensativo, de pie junto al ventanal.