El preludio de un mundo diferente

Y cuando la dama oscuridad se creyó vencedora de aquella triste batalla llamada Noche, algo sucedió. Miradas inquietas desviaron su atención hacia el horizonte al tiempo en que un colosal rugido todo lo removía. Tremulosas llamaradas hicieron del silencio su hogar, y con su intenso brillo el cielo iluminaron. Señores de la guerra, también llamados Shinobi, emergieron de las sombras con no otro deseo más que el de proteger su hogar. Aceros vibraron mientras el viento ondeaba, y sus gritos todo lo consumieron. Entretanto Muerte, aquella inquieta señora que todo lo ansiaba, observó con expectación los ríos de sangre que bajo sus pies se formaban. Los guerreros de la penumbra vendieron sus vidas, y se entregaron al ocaso de morir por un ideal. Pero aquel enemigo al cual se enfrentaban no entendía el significado del «heroísmo», y era por ello que toda esperanza sesgaba sin piedad. Sus ojos, de color rojo, relataron las historias más siniestras recordadas por la humanidad al tiempo en que sus garras causaban estragos sin parangón. Sus nueve colas ondearon al viento cuan bandera haciendo de la destrucción el nuevo himno que las generaciones futuras cantarían. Su poder, cuya existencia jamás encontraría rival digno, imposible resultaba de detener. Kyūbino Yōko, el todopoderoso Zorro de Nueve Colas, había decidido atacar Konohagakure no Sato, y nadie sabía la razón que tras esto se escondía… Y, mientras todo aquello acontecía, los más bravos guerreros de la villa libraban otra clase de batalla. Minato Namikaze, el Yondaime Hokage, y su esposa, Kushina Uzumaki, se enfrentaban a un reto todavía más complicado que el librado por sus hermanos de fuego. La bestia de nueve colas, en realidad, había estado sellada en el interior de la Kunoichi de cabellos rojos y, ahora, su misión era la de pasar aquella maldición a su recién nacido hijo. Acompañada de los tres Sannin de la villa luchó con la fiereza de un león pero nada se pudo hacer; aquellos que habían sido coronados como los guerreros más fuertes de toda la aldea tuvieron que retirarse en pos de salvar su querido hogar y, mientras esto sucedía, ella perdía la vida. Un enemigo invisible, y del cual no se sabía nada, les arrebató todo aquello cuanto tenían; ya no podrían ver a su hijo crecer.

Y, mientras todo aquello sucedía, una leyenda era labrada: la del mayor traidor jamás conocido por la villa oculta entre las hojas. Aquel hombre en quien tan ciegamente habían creído no luchó por los ideales que había jurado proteger, y es que de su fuerza nada se supo en aquella noche. Tras abandonar el frío cadáver de su amada esposa, marchó al encuentro de la bestia. Sus ojos, carcomidos por las lágrimas, brillaron con la rabia de quien el perdón es incapaz de otorgar. Fue entonces cuando, contra todo pronóstico, se acercó al Kyūbi para, con toda la tranquilidad del mundo, charlar con él. Todos contemplaron como el creador del Rasengan se posaba sobre la cabeza del Zorro mientras este continuaba con su destrucción sin que nadie se percatase de que, en realidad, lo que veían no era la realidad. No más de unos pocos comprendieron la verdad tras sus gestos así como, por muy doloroso que pudiese resultar, lo que debían hacer. Ante los ojos del mundo Minato Namikaze se convirtió en un cobarde que trató de salvar su vida al tiempo en que Jiraiya, Tsunade y Orochimaru hacían de sus nombres un mito aun más grande. Fueron estos tres quienes, tras emplear todo su poder en ello, vencieron al Zorro de Nueve Colas. El discípulo del Gama-Sannin pereció durante todos aquellos sucesos mientras una extraña sombra blanca se formaba sobre su espalda. Los tres Sannin, por su parte, a sus más poderosas invocaciones llamaron en pos de terminar con todo aquello. La suma de sus ataques al demonio no venció pero sí que lograron, junto a la inestimable ayuda del Sandaime, ahuyentarla. Su espíritu, golpeado por la poderosa unión de Konohagakure no Sato, encerrado fue en el héroe al cual todos aclamarían: Naruto. Aquel niño, hijo de todos, vendió su alma al diablo para así salvar a sus vecinos. El Hebi-Sannin todo lo explicó: El Kyūbi no Yōko era demasiado poderoso para ser sellado una vez era liberado y era por ello que habían unido su alma a la del niño. Ahora era él quien los protegía del demonio, ahora era él quien evitaba que la muerte contra todos se cebase. Naruto, el guardián de Konohagakure no Sato, nacido había.

– ¿Qué vamos a hacer con el niño? Nadie sabe que Minato es su padre, y ahora todo el mundo le odia – preguntó una voz, anciana y cansada, mientras se encendía la pipa de fumar que entre sus labios reposaba. El tercer Hokage, con gran pesar, miró a todos los allí presentes. Sus ojos, que pugnaban por no derramar nuevas lágrimas ante los hijos perdidos, brillaron con débil intensidad. Su fuerza y valor, antaño legendarios, se habían evaporado al saber del triste destino que el Namikaze había decidido soportar: su nombre, pese a ser sinónimo de héroe, sería recordado como el de un villano. Había sido su decisión en pos de proteger la integridad de la aldea. – Podríamos revelar la verdad tras su muerte, la gente lo entendería – respondió, instantes después, un hombre de cabellos negros y ojos oscuro. Sobre su espalda reposaba, orgullosamente, el símbolo del clan Uchiha pero no era su líder el que allí se encontraba o, al menos, eso parecía. Un breve cuchicheo se extendió por toda la habitación: los once representantes de los clanes de la aldea (incluyendo al viejo Hokage entre ellos) allí reunidos, así como los Sannin, no estaban seguros de cuál debía ser el camino a seguir. Los consejeros, dejados de lado, nada sabían sobre aquella reunión. – Sabes que no podemos hacerlo… La oportunidad que nos ha dejado a cambio del odio es nuestra única opción para evitar una guerra civil – expuso, entonces, el siempre sereno líder del clan Hyūga. Una vez hubo terminado de hablar todos permanecieron en silencio y es que, aunque les dolía aceptarlo, sabían que tenía razón. Jiraiya, que tenía los ojos cerrados, suspiró con profundidad mientras hacía de sus manos dos furiosos puños carcomidos por el rojo de la sangre que de su lacerada piel brotaba. Tsunade, a su lado, lo miró de forma comprensiva al tiempo en que Orochimaru permanecía en silencio. Al tercero de los grandes guerreros de la hoja nunca le había caído en gracia aquel hombre ahora muerto pero sabía del peso de su sacrificio. Por eso guardó silencio al tiempo en que respetaba el dolor de su antiguo compañero de equipo: era lo mínimo que podía hacer.

Dejando a un lado esta triste realidad, tenemos otro asunto que resolver – enunció, tratando de recomponer su compostura, el líder del clan Sarutobi. Los allí presentes asintieron mientras desechaban la idea de devolverle el puesto al tercero –pues este se había negado con rotundidad a tal posibilidad– al tiempo en que dirigían su mirada a los tres únicos individuos que podían ostentar, realmente, tal cargo: los tres Sannin. Una difícil decisión se formularía en aquella habitación. Todos, aunque luego lo negasen, tenían por primera opción al domador de sapos. El de cabellos blancos siempre había sido el preferido gracias a su actitud y es que, aun a pesar de ser un pervertido en potencia, era quien mejor encajaba con el cargo. Jiraiya, que atento estaba a la situación, intervino – Creo que a mí se me puede descartar. Soy el maestro de Minato, y todos sentirán recelo de que ocupe el puesto – pronunció mientras se cruzaba de brazos. La realidad era que detestaba la idea de colocarse esa extraña capucha sobre la cabeza, y el no poder escribir tranquilamente sus libros. Nadie rebatió sus palabras provocando que solo dos candidatos permaneciesen sobre la mesa. Orochimaru y Tsunade se miraron el uno al otro. Ambos, por unas razones u otras, podían optar a dicha posición. Uno, sabido era, deseaba aquel lugar por razones desconocidas. Siempre se había pensado que ansiaba el poder por encima de cualquier otra cosa pero había demostrado lo contrario. Tras aquella batalla en la cual salió derrotado por Jiraiya había cambiado, era como si todo aquel mal que había acumulado en su ser hubiese sido expurgado por la poderosa rabia del Gama-Sannin. El Hebi-Sannin era un gran candidato gracias a sus facultades: poderoso, lógico y muy inteligente. Era un guerrero experimentado y con gran sabiduría, un ávido devorador de conocimientos que de todo sabía un poco. Namekuji-Sannin, por otro lado, era una mujer de grandes convicciones morales. Era pura y, aunque de gran temperamento, muy fuerte. Tsunade era una dama rígida como un roble pero, al mismo tiempo, flexible como un junco; una perfecta representación del espíritu de fuego que tanto se había predicado en la aldea. – Confío en que Orochimaru hará un gran trabajo, creo que es el hombre idóneo para guiar nuestros pasos – dijo, entonces, la legendaria perdedora. Los rostros de los reunidos no pudieron evitar mostrar su sorpresa ante tales palabras. Lo de Jiraya se lo esperaban pues, a decir verdad, este siempre había mostrado su desagrado por el puesto. Tsunade, sin embargo, era diferente. Era la descendiente del clan Senju, ¿cómo podía decir aquello? Muchos no lo entendieron, pero otros tantos sí. Orochimaru era, en realidad, el mejor de los tres candidatos. – ¿Alguien se opone al nombramiento de Orochimaru como Godaime Hokage? – cuestionó el Sandaime mirando, en el proceso, uno a uno a los diferentes integrantes de aquella reunión. Nadie se atrevió a alzar su voz haciendo que aquella decisión ya no tuviese vuelta atrás. – Mañana lo haremos oficial – sentenció. Igualmente nadie se movió de su sitio pues aún quedaban muchos asuntos por tratar.

¿De verdad crees que podrás salir indemne de esto? – exclamó un asustado Danzō al tiempo en que observaba como los cuerpos de sus subordinados caían inconscientes, e incluso muertos, sobre el suelo. Jiraiya, que frente a él se encontraba, nada dijo. Su oponente, que era incapaz de moverse a causa de la paliza recibida, sabía que escapatoria no tenía. - ¡Los consejeros sabrán de esto, y de la villa te echaran! – vociferó mientras trataba de retirarse sin éxito. – Esos dos viejos ya están retirados, y suerte tienen de seguir con vida – respondió el Gama-Sannin. No fueron pronunciadas mayores palabras pues, sin mayor dilación, su mano perforó el pecho de aquel traidor que había incitado, desde las sombras, las llamas de la traición. Su sangre se desparramo sobre el suelo mientras humo brotaba del incipiente agujero que sobre su corazón se perfilaba. El aroma a carne quemada provocó el asco en la cara del peliblanco, que no hizo otra cosa más que la de incinerar el cuerpo del traidor.

Desconcierto, ese misterioso señor que a todos hacía dudar de cuando en cuando, se la había jugado, realmente, a los líderes de los clanes de Konohagakure no Sato. Orochimaru, aquel de quien tanto habían desconfiado, estaba realizando una tarea digna de elogio con la aldea. Con el apoyo de sus dos nuevos consejeros, los dos Sannin, había logrado mejorar cada uno de los apartados en los cuales podía intervenir: seguridad, educación, trabajo, comercio… No había área en la cual el domador de serpientes no destacase con gran habilidad. Los problemas eran atajados con gran celeridad y, en general, el grado de aceptación de la gente era muy bueno. Sus errores del pasado parecían haber sido perdonados y ahora todos adoraban al que era su Godaime Hokage. Solo dos sobras empañaban su mandato: el primero de ellos era un secreto, y no era otro más que el de los Uchiha. El segundo de sus problemas era el que hacer con Naruto, con el "guardián". No muchos sabían de su hogar, su apariencia o su identidad pero algo tendrían que hacer, y no podían demorarse mucho más.

¿Por qué estáis haciendo esto? – exigió saber el líder del clan Uchiha, Fugaku, al tiempo en que, tanto él como sus aliados, eran rodeados por Shinobis de la hoja. En una gigantesca explanada situada en las fronteras del país del fuego rodeados se encontraban los diferentes integrantes del clan maldito. Eran, por lo menos, la mitad de toda su fuerza y, aun así, no podían hacer nada por defenderse. Orochimaru, sin inmutar ni en lo más mínimo su expresión, miró al Uchiha directamente a los ojos. De su Genjutsu miedo no era participe pues se sabía vencedor de aquel lance. – Itachi, ¿Por qué haces esto? – preguntó Fugaku sin obtener respuesta alguna. Su rostro, descompuesto por la ira, transformado en una mueca de rabia quedó. Sus manos, aferradas fuertemente a su Katana, expresaron con gran fidelidad el odio que por todos sentía. Sabía perfectamente porque estaba pasando todo aquello: los hombres y mujeres que allí se encontraban eran todos y cada uno de los conspiradores. Habían planeado atentar contra el Godaime para así hacerse con el poder. Los habían descubierto, y lo peor de todo es que había sido su hijo quien los había traicionado. Suspiró, entonces, con la intención de calmarse: si vencían nada los detendría. Sonrió, incluso, con arrogancia ante aquella idea. Eran muchos menos pero, en realidad, su poder era mayor. Los Uchiha eran un clan poderoso y temido por todos, ¿cómo podrían perder? A punto estuvo de reírse cuando, de repente, se supo muerto. Sus ojos se encontraron con los de Jiraiya, y luego con los de Tsunade. Creía posible vencer a uno de los tres Sannin mientras se hacían cargo de sus subordinados pero enfrentarse a los tres, al mismo tiempo, era una historia completamente diferente. – ¡Arderéis en el infierno, hijos de puta! – exclamó antes de lanzarse al frente con espada en ristre. Sus hermanos de clan, tras dudar brevemente, le imitaron. Era mejor intentarlo a, simplemente, morir.

El muchacho ya tiene siete años, ¿no crees que ya es hora? – cuestionó el líder del clan Aburame mientras se ajustaba sus gafas de Sol. Su voz, ronca y poderosa, resonó por toda la habitación. Orochimaru, como buen líder de la aldea, escucho con franqueza las palabras del interlocutor. Suspiró con brevedad mientras miraba a los dos otros Sannin, sus consejeros. Fue Jiraiya, su padrino, quien asintió. Sabía de la soledad de su ahijado, no quería que siguiese sufriendo tal mal. – Esta bien, ¿Habéis decidido ya quién se hará cargo de su crianza y seguridad? – respondió el Hebi-Sannin mientras miraba al concilio de los once, que no era otra cosa más que la representación de los clanes de la aldea. El silencio, entonces, se hizo dueño de la habitación. Al parecer, y tal y como había estado sucediendo durante tanto tiempo, aun no se había alcanzado una correcta resolución. Las dos familias candidatas seguían disputándose el derecho de cuidar a Naruto. – Aun no hemos conseguido decidir quién gozará de tal privilegio – explicó Shikaku Nara al tiempo en que se acariciaba su frondosa perilla. Un nuevo suspiro escapó de entre los labios del Godaime mientras movía el cuello hacia los lados. Su oscura y siniestra expresión a todos en el miedo consumió pues, a decir verdad, nunca sabían que era lo que pasaba por su mente. – Tengo una idea – susurró mientras sonreía con actitud orgullosa. Era bien sabido que el Hokage era un hombre tan sabio como arrogante, pero era una falta que se le podía perdonar. – Shisui, Hiashi… Venid conmigo – casi ordenó mientras se ponía en pie. Los dos mencionados, así como los tres Sannin, se pusieron en pie. La reunión era daba por terminada provocando que el resto de allí presentes se retirasen de la habitación. Lo que concernía a Naruto era, única y exclusivamente, decisión de los cinco que allí restaban. El resto solo daban su opinión, y nada más.

Orochimaru, Jiraiya, Tsunade, Hiashi y Shisui del lugar se retiraron marchando, sin prisa alguna, hasta la torre del Hokage. Una vez se encontraron en su despacho tomaron asiento. El silencio se adueñó de la habitación al tiempo en que el domador de serpientes tomaba un grueso pergamino de uno de los cajones de su escritorio. Sobre la mesa lo puso, y preparado para hablar se encontró. – Ambos clanes se han ganado por méritos propios el derecho de criar al "héroe" de la aldea pero, ¿Quién será? – empezó a decir. Sus aires de arrogancia, así como lo juguetón de sus palabras, irritaron a los allí reunidos. Era consciente de que no podía andarse con juegos con aquel pequeño grupo de Shinobis por lo que, inmediatamente, se dispuso a explicar sus planes. – Vais a ser vosotros quienes cuidéis del muchacho – indicó mientras señalaba a uno de los dos líderes. El otro, obviamente, dispuesto se encontraba a discutir tal decisión. – Y será la hija de quien vosotros decidáis quien se casé con él cuando cuente con la edad necesaria para ello – expuso antes de que cualquier tipo de queja pudiese ser expuesta. Tanto el Uchiha como el Hyūga en silencio se quedaron pues eran conscientes de que, en realidad, aquella era una buena salida. Ambos clanes podrían sellar un poderoso pacto que los haría, sin duda alguna, una fuerza a tener en cuenta. Uno contaba con el privilegio de adiestrar al "guardián" de Konohagakure no Sato mientras que el otro quedaría, indudablemente, unido al mismo por casar a una de sus hijas con el mismo. Podrían, incluso, criar a sus descendientes. Los dos parecían contentos, mas no así se mostró Jiraiya. – ¡Naruto no es ningún objeto que os podáis rifar! ¡Es mi ahijado! ¡No pienso dejar que lo tratéis como un bien material! – gritó, encolerizado, mientras golpeaba la mesa con las manos. No habría sido mentir el decir que los cuatro se asustaron ante la cólera del Sannin de cabellos blancos pues, de entre ellos, ninguno podía rivalizar con su fuerza. Tsunade, sin embargo, sus manos posó sobre su espalda mientras intentaba tranquilizarlo. – Sabes que no tenemos otra opción… No puedes ser tu quien se haga cargo de él pues sabrían quién es su padre, y ellos lo cuidarán como si su propio hijo fuese… Naruto no va a ser el objeto de nadie, ¿Vale? – le dijo con tranquilidad mientras lo abrazaba por la espalda. Un leve sonrojó emergió en las mejillas del líder de los Uchiha, el más joven de los allí presente, ante tal escena aun a pesar de que sabía la relación que aquellos dos se traían desde hacía ya varios años. – Esta bien… ¡Pero cuando lo crea necesario en mi discípulo lo convertiré! – exigió, como condición, mientras se sentaba pesadamente sobre la silla que anteriormente había ocupado. Nadie le discutió aquella petición pues sabían que no había forma de cambiar su opinión.

Los vientos del cambio finalmente habían comenzado a soplar.

Nada ni nadie podía evitar que el mundo se enfrentase a su terrible destino.