Ninguno de los personajes en esta historia me pertenece.
Aviso: Incesto (aunque si están acá supongo que lo saben). Las descripciones de personajes y lugares son las del libro pero me baso en los hechos de la serie.
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Efecto mariposa
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Observó la extensión de tierra que se perdía en el horizonte, donde las nubes eran más oscuras y reinaba la penumbra. El resto era un manto blanco que cubría el suelo y que contrastaba contra el gris del cielo; el frío calaba los huesos, mataba a los animales, a las plantas y a los aldeanos más débiles, congelaba las aguas, enfermaba a los soldados… Incluso el Bosque de Dioses había muerto. El panorama había sido el mismo durante seis meses. Seis meses desde la tarde en que ella y Jon compartieron una sonrisa cómplice ante la conclusión de la broma más larga del mundo.
«Se acerca el invierno». Por generaciones, la Casa Stark había repetido aquel lema como una profecía vacía, pero finalmente se cumplió. Y ahora todos debían pagarlo con sus vidas.
Mantuvo la mirada fija en el horizonte, de espaldas a la fortaleza —la cual había dejado tan atrás que no parecía más que una casa pequeña en la lejanía— incluso cuando oyó el galope del caballo que se acercaba. No necesitó voltear para saber de quién se trataba. En aquel punto de Invernalia, junto a la roca que marcaba la bifurcación de caminos, no había pasado nadie en mucho tiempo, y con la muerte asechando Poniente era probable que nunca volviera a pasar un ser vivo por allí. Era deprimente, aquella masa oscura en la que el mundo se había transformado; Sansa lloraría si no fuera porque ya no quedaba nada en su interior para quebrar, solo sentía un hueco infinito en el pecho y una aceptación agotadora.
—No deberías estar aquí sola —dijo Jon cuando llegó a su lado, bajando del caballo.
Sansa se encogió de hombros. Él sabía perfectamente que solo ellos transitaban ese camino.
—No hay nadie que pueda lastimarme —respondió, lanzándole una mirada. Jon anudó las riendas de su caballo junto al de Sansa.
—Aun así, tienes que tener cuidado.
Sansa le tendió una mano y él la tomó sin dudar. Con los dedos enlazados iniciaron su caminata habitual, pegados el uno al otro. Era una costumbre que habían desarrollado poco después de que la guerra se desatara para todos, cuando sus mentes y sus almas comenzaron a sucumbir ante la desesperación y ambos llegaron al borde del abismo, donde no quedaba más que caer y morir o aferrarse al rayo de luz más cercano que pudieran encontrar. Así que se aferraron el uno al otro.
Eran todo lo que tenían, al fin y al cabo. Toda la familia que les quedaba…
Cuando Arya regresó al norte, cuando descubrieron que seguía viva y que se había vuelto más fuerte y valiente de lo que solía ser (Sansa no quería pensar en los horrores que su hermana menor habría tenido que experimentar a cambio de estas virtudes) la dicha fue enorme para todos. Bien recibida, porque llevaban años sin tener buenas noticias, Jon y Sansa por igual, lo que había empeorado con el inicio de la guerra. La llegada de Arya a Invernalia fue como un respiro de aire fresco, un vaso de agua en el desierto, una cobija en el más frío invierno. Pero así de pronto como había llegado, igual de rápido se había ido.
Al oír las noticias que involucraban al nuevo Rey de los Siete Reinos, Arya no había podido quedarse quieta y había decidido marcharse para participar de la guerra a su manera, como un lobo solitario, con planes propios que el resto de la manada desconocía, muy a pesar de las protestas que tanto Sansa como Jon habían emitido.
Arya no les escuchó, acostumbrada a hacer las cosas a su modo, y de la noche a la mañana se había ido. Nadie la vio, nadie supo cómo lo hizo.
Tras su partida, Sansa y Jon permanecieron en la habitación de Arya, sentados en silencio, sumidos en la tristeza. Quizá Arya fuera la verdadera hermana de Sansa, pero también había sido la persona favorita de Jon, la que lo había querido y tratado como familia sin importar qué.
Y así, volvieron a ser solo ellos dos en un reino que se caía a pedazos.
Sansa pensaba en todas estas cosas cuando caminaban juntos. Sin duda, Jon debía pensar en lo mismo, pero con la carga de tener que elaborar planes y estrategias y la angustiante espera de que la Madre de Dragones enviara la carta que por fin pondría al norte en marcha, si es que el invierno no los mataba a todos primero. Esas caminatas, esos momentos donde podían acompañarse en su silencio, liberarse por un instante de las presiones, les hacía sentir que algo en el mundo todavía era correcto. Las necesitaban.
¿Quién hubiera creído que serían ellos dos los que terminarían así?
Se detuvieron a un par de metros del lugar donde aguardaban sus caballos, como era costumbre, y Jon la rodeó con sus brazos; Sansa devolvió al abrazo soltando un suspiro, su vista fija en el horizonte, imaginando los horrores que debían estar ocurriendo en ese momento y preguntándose qué habría sido de Arya, qué estaría pasando en Desembarco del Rey. Su hermana no había dicho nada, pero el brillo de determinación en su mirada mostró a gritos que había una historia personal detrás de su deseo por llegar al Rey que era más fuerte que su anhelo por participar de la guerra.
La situación del rey Gendry era una lástima. No cabía duda para las personas que entendían lo que significaba estar al mando que él hubiera sido un gran Rey, en especial porque sabía lo que era vivir en la miseria y comprendía las necesidades de su pueblo. Sin embargo, fue un mal momento para su llegada al poder. Luego de todo lo que el muchacho había vivido, fue reconocido como un Baratheon y puesto en el trono para intentar reparar una sociedad dividida por la intervención de la Madre de Dragones y las luchas internas entre las Casas, al mismo tiempo que los Caminantes Blancos marchaban adelante desde el muro. Su falta de experiencia, su reciente aparición, su sangre bastarda y su decisión de apoyar a la mujer Targaryen generaron un levantamiento que no hizo más que complicar las cosas.
Sansa no tenía idea de cómo Arya había conocido al rey Gendry, si es que lo conocía en realidad, pero ignoraba todas las cosas que su hermana había hecho durante ese tiempo. Y ya nunca lo iba a saber.
Tras la partida de Arya, Sansa había descubierto por medio de una carta que Brandon también estaba vivo, o que lo estuvo al momento de enviar el papel. En el contenido de la carta Brandon revelaba las cosas que había hecho y visto, lo que le había sucedido, lo que había aprendido y, lo más importante, la verdad que Eddard les había ocultado durante tantos años. Brandon no iba a regresar, como su carta aseguraba, y Sansa ignoraba si esto se debía a un deber mayor o a que, simplemente, su hermano ya no tenía mucho tiempo de vida. Le dolía pensar que Brandon quizá había utilizado sus últimas fuerzas para hacerle saber a alguien, quien fuera que siguiera vivo en la Casa Stark, que él había hecho su parte y que, al menos, lo había intentado. Sansa sostuvo la carta contra su pecho por horas mientras lloraba desconsolada, descargando su pena y arrepentimiento, lamentando el tiempo que había malgastado y que jamás iba a recuperar. Quemó la carta sin decirle nada a Jon. No podía decirle, no en esa situación. Jon podría desestabilizarse si se enteraba de alguna de esas cosas, y ¿qué chance les quedaba si el Rey en el Norte perdía el rumbo en plena guerra?
Eran muchas las cosas que los preocupaban, y era solo durante esas caminatas que podían permitirse despejar sus mentes, al menos por unos minutos. Jon le besó la frente y se apartó.
—Regresemos.
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La carta de la Madre de Dragones no tardó en llegar.
Jon había pasado meses discutiendo estrategias con Davos, Tormund y, en más de una ocasión, con el resto de los líderes de las Casas del norte. Sansa rara vez participó de ellas. No tenía más que aportar que lo hecho en su primera reunión y no le encontraba sentido a repasar una y otra vez los mismos pasos, modificando solo ligeros detalles en la posición de las tropas. Quizá a los hombres los ayudara a distraerse, a sentirse útiles, pero para Sansa era un constante recordatorio de que estaban condenados y que toda esa gente iba a marchar a su muerte. Y ahora, desde la ventana de su habitación, veía cómo todos ellos se preparaban para partir hacia un futuro incierto.
Llamaron a la puerta; cuando giró a ver se encontró con Jon de pie en la entrada de la habitación, contemplando a Sansa con una expresión serena pero mirada atormentada. Llevaba su túnica de combate y se veía más grande de lo que realmente era debajo de la armadura y la piel que usaba de abrigo. Sansa avanzó hacia él y le acomodó la túnica a pesar de que no hacía falta.
—Así que… ya es hora.
—Sí.
Juntos avanzaron por los pasillos del que solía ser su hogar —hecho pedazos por Theon y Roose y Ramsay— hasta llegar al exterior. Había un caballo listo en la entrada, aguardando por Jon. Sansa se detuvo, decidiendo que ese era su límite, y esperó a que todo se desenvolviera a su alrededor, sin que ella pudiera hacer nada al respecto. Jon, en cambio, se acercó al caballo pero se detuvo a pocos pasos y giró para mirarla; luego regresó y la abrazó con fuerza. Era la despedida. El abrazo duró varios minutos hasta que Jon finalmente se apartó y retrocedió dos pasos. Inhaló con fuerza y volteó, avanzando hasta su caballo y montando con seguridad. Era la figura de un líder, se había convertido en alguien a quien la gente deseaba seguir.
—Regresa a casa, Jon —le dijo Sansa—. Te estaré esperando.
Él asintió y con una simple orden puso en marcha a los soldados del norte. Sansa observó como el último de sus hermanos se alejaba y perdía en la distancia, seguido por cientos de hombres.
Como una estúpida, comprendió que tenía esperanzas, porque en el fondo creía que Jon sería capaz de ganar. Él había ido a la guerra, había liderado soldados, había enfrentado a más Caminantes Blancos que todos los hombres del norte juntos y había regresado de la muerte. Davos le había contado todo esto, y Sansa no dudaba de su palabra. Pero ahora la esperanza había regresado, y, si algo había aprendido, era que la esperanza venía acompañada de sufrimiento.
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No fue capaz de comer ni dormir durante tres días.
La preocupación la mantenía en vela y le cerraba el estómago. Si seguía así, Sansa sería un cadáver antes de que los Caminantes Blancos llegaran a Invernalia. Pero no había forma de evitarlo.
Sus pensamientos se arremolinaban incansables, chocando unos contra otros en un intento por tomar jerarquía en el nivel de tormento y angustia que debían generarle (JonAryaBrandonInvernaliaPonienteTodosVamosAMorirQueInútilSoy) hasta que, harta, Sansa abandonó la cama, encendió una vela y tomó un libro del estante; uno de los pocos que le quedaban. Las hojas estaban sucias y maltratadas, pero estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa que le ayudara a despejar la mente ahora que Jon no estaba allí para brindarle su compañía. Fue entonces que alguien abrió su puerta con lentitud, causando que Sansa diera un respingo y se pusiera de pie asustada; suspiró cuando se dio cuenta que se trataba solo de Melisandre, quien se había refugiado en uno de los cuartos durante semanas antes de la partido de los soldados hacia el Muro. El alivio de Sansa duró poco, pues no tardó en captar la expresión conmocionada y las lágrimas que cubrían el hermoso rostro de la mujer.
—¿Qué sucede? —preguntó Sansa.
Los ojos rojos de Melisandre se clavaron en los suyos, abatidos, luego los posó en un punto inexistente y con voz distante dijo:
—Los dragones han muerto. —El corazón de Sansa se contrajo al oír esta frase, prediciendo lo que vendría a continuación; lo que había temido todo ese tiempo—. La Madre de Dragones y su gente han muerto. Davos ha muertos. Los salvajes y los norteños han muerto… —Volvió a mirar a Sansa—. Jon Snow ha muerto.
Sansa, con lágrimas recorriendo sus mejillas, cerró los ojos y llevó una mano al pecho como si ese gesto pudiera mitigar el dolor. Trató de controlarse, pero no pudo.
«Parece que sí quedaba algo para romper…», pensó una parte macabra de su mente, y el llanto se apoderó de ella.
—La muerte viene hacia aquí, —Continuó Melisandre, como si no acabara de terminar de destruir lo poco que quedaba del mundo de Sansa—, pero… existe el modo de evitarla.
—¿Para qué? —dijo Sansa entre lamentos—. Ya es suficiente. Terminemos con esto.
Melisandre avanzó hacia ella y la tomó suavemente por los hombros.
—Escúchame: podemos evitar esto. Con solo un cambio en la historia, por pequeño que sea, todo puede resultar distinto. Quizá no haya forma de detener a los Caminantes Blancos, pero podemos retrasar su llegada otros cientos de años.
Sansa negó con la cabeza, confundida.
—¿De qué hablas? —preguntó, aunque en el fondo solo quería decirle que se callara y la dejara lamentar la pérdida de todo lo que le quedaba.
—Hablo de salvar vidas, cientos de vidas. Es arriesgado, pero tendremos una chance de vivir. —Al ver que Sansa no mostraba entusiasmo ni interés, la aferró del rostro—. Podemos salvar a tu familia.
—¿Qué?
—Con la ayuda del Señor de la Luz. Ven. —Tomó a Sansa por la muñeca y la guio con prisa por los pasillos.
Sansa se lo permitió, atraída por la promesa. En otras circunstancias habría llamado a la mujer loca y la habría ignorado, pero recordaba la voz de Davos relatando con fascinación poco disimulada como Jon se había levantado de la muerte luego de ser acuchillado repetidas veces. Entraron en la habitación que Melisandre ocupaba, la cual estaba repleta de velas, libros y sahumerios, y la mujer se dirigió hacia una esquina, colocó una fuente con cenizas frente a Sansa y dijo:
—Te regresaré al pasado. —Los ojos de Sansa se abrieron de par en par pero Melisandre continuó mirándola con determinación—. Y lo cambiarás todo.
Sansa permaneció estática unos segundos, asimilando lo escuchado.
—¿Qué? Eso es imposible.
—Nada es imposible para el Señor.
Melisandre tomó una botella y derramó unas gotas sobre las cenizas; luego las encendió con un movimiento de la mano y las contempló con intensidad.
—No entiendo. ¿Por qué no vas tú?
—Necesitamos mi magia, y debo ser quien haga la conexión. —Recogió un cuchillo—. Rápido, tu mano.
Sansa tendió la mano izquierda y Melisandre realizó un tajo en la palma, derramando la sangre sobre el fuego. Sansa reprimió un quejido de dolor. La Mujer Roja comenzó a realizar movimientos con las manos sin dejar de observar el fuego; soltó una exclamación ahogada que pronto se transformó en un alarido de dolor. El rubí en su gargantilla brilló como nunca antes y la carne del cuello de Melisandre empezó a quemarse con velocidad. Parte de su pecho y la mitad de su cara se quemaron cuando Sansa comprendió que la mujer iba a dar su vida por esto. Ella era su propio sacrificio.
No tuvo tiempo de pensar en nada más cuando Melisandre se lanzó sobre ella y le clavó el cuchillo en el cuello. Sansa agonizó por unos minutos antes de morir sobre un charco de su propia sangre.
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