Antonin Dolohov sonreía con auténtica alegría mientras observaba a su alrededor. La batalla había dejado sus huellas: la casa estaba destruida, los muebles estaban por el piso y las paredes y el suelo estaban manchados de sangre…

Pero todavía faltaba más. Había algo que no lo dejaba irse.

Miedo. No suyo, sino de alguien más. Podía sentirlo. Casi lo olfateaba.

No pudo evitar lanzar una carcajada al escuchar el grito que provenía del piso de arriba. Subió la escalera lentamente, peldaño por peldaño, sabiendo que su víctima no tenía escapatoria, disfrutando del suspenso.

Poder. En eso se resumía todo.

No importaban las marcas en el antebrazo, ni la limpieza de la sangre (a pesar de que era sangre pura). Antonin solo quería ejercer autoridad, decidir el destino de la personas. Eso lo había llevado a aliarse con Lord Voldemort.

Era cierto que había otras formas de conseguir poder: fama, oro, política, por nombrar algunas. Sin embargo, aliado a Voldemort tenía otra, más rápida que las demás: el miedo. Los mortífagos inspiraban temor, y eso lo hacía poderoso.

Solo una cosa había aprendido de su líder. Unas palabras sabias que había pronunciado aquella noche que le había jurado lealtad.

—Serás digno, Dolohov— le había dicho— Recuerda esto siempre: No hay bien ni mal, solo poder, y aquellos que son demasiado débiles para buscarlo.

A aquella máxima siempre se había atenido. Su señor lo conocía bien. Sabía de sus ansias y de sus miedos y lo había aconsejado.

Avanzó hacía la puerta. Allí estaba la mujer, agazapada en un rincón, sosteniendo temblorosamente una varita de la que ambos sabían que no saldría ningún maleficio. Ahora vendría la mejor parte. La parte que Antonin más disfrutaba.

La ultima mirada de desesperación de la víctima, aquel grito agudo que denotaba sufrimiento, un gesto implorando piedad…

Y luego silencio.

Y en ese silencio Antonin se regocijaba, mientras observaba el cuerpo inerte a sus pies; y se sentía poderoso.