Eso entre Severus y Remus siempre fue odio. Se buscaban entre las sombras del castillo para desquitar en el otro el odio que sentían por un tercero. Remus era capaz de sentirlo impregnado en cada caricia, pero nunca supo por quién era que su ahora colega sentía ese odio, y nunca se lo preguntó tampoco. Quizás ni el propio Severus lo sabía. Probablemente, se odiaba a sí mismo, o a todo en general, o a Remus, por desviarle los principios.

En cambio, Remus lo tenía perfectamente claro. La primera vez, tres años atrás, era odio a Sirius, por haberlos traicionado. No podía soportar estar entre las paredes de Hogwarts, conciente de que absolutamente todo había sido mentira. Y la segunda vez, ahora, también era a Sirius a quien odiaba, en esta oportunidad por haberse arriesgado, por haber muerto, por no haberlo llevado con él. Su ausencia dolía en cada respiro. Y se odiaba a sí mismo, por no tener el valor de pararse frente al velo y simplemente dejarse caer.

Y se odian mutuamente, menos de lo que llegaron a odiarse alguna vez, pero siguen haciéndolo, sobre todo al ver que el otro provoca cosas que no debería provocar. Porque no es normal que Severus sienta infinito placer al acariciar con su lengua cada una de las cicatrices de Remus, al sentir las diferentes texturas y temperaturas existentes en la piel del hombre lobo. Y tampoco es normal que Remus encuentre satisfacción al escuchar su nombre en los gemidos de alguien que no es Sirius, al escuchar en su voz un nombre que no es el de Sirius. Y, a pesar de todo, se buscan cada noche, porque siempre habrá alguien más a quien odiar.