EREN

Los he buscado con la mirada durante casi diez minutos, y se me hace demasiado extraño no encontrarlos.

No están entre la multitud de soldados, he analizado cada cara, pero no encuentro ni a Mikasa, ni a Armin. A pesar de que no somos más de cincuenta personas, me siento como si estuviera buscando una aguja en un pajar.

La ansiedad me invade al pensar en el único lugar en el que no he mirado: las carretas de los heridos. Soldados inconscientes, con miembros cercenados y casi moribundos se hacinan en ellas, con el único consuelo de no haber acabado en el estómago de un maldito titán. ¿Y si ellos están ahí?

O peor: ¿Y si no lo están?

Mientras todos se preparan para emprender el viaje hacia las murallas, yo sigo buscando.

—¡Eren! —escucho una voz muy familiar.

—Armin —Me giro para encontrarme cara a cara con mi mejor amigo, que luce cansado, con varias gotas de sudor surcándole la cara y el rostro manchado de tierra.

Sus ojos azules me escrutan por un segundo, con intranquilidad.

—Es Mikasa —dice—, ella...

* * *

Han pasado dos semanas desde la expedición, dos semanas en las que todo se ha vuelto diferente. Es increíble la rapidez con la que las cosas cambian, es... apabullante. Un día te estás despidiendo de tu hijo, y al otro, su superior te entrega sus restos mortales; un día tu madre te está dando la murga, y al otro, por fuerzas que escapan a tu control, estás llorando su muerte.

Un día caminas.

Al siguiente estás empotrado en la cama.

Con mi mente nublada por estos pensamientos, abro la puerta de la enfermería, haciendo que las bisagras chirríen. Y la miró.

—Hola —saludo, casi en un susurro. Todavía me cuesta adaptarme a la escena que tengo ante mí— ¿Cómo... Cómo te encuentras?

La Mikasa que contemplo, no es para nada la de hace catorce días.

No es la que conocía.

Su cabello está despeinado, desordenado, algunos mechones le caen por la cara. Sus ojos, caídos y vacíos, se ven opacados por unas notorias ojeras negruzcas. Pero, lo que más resalta, es la falta de la fuerza que suele, o solía, emanar. Luce... débil. Mikasa Ackerman luce débil, derrotada y sin ganas de hablar.

Ni siquiera me mira.

A penas habla desde que despertó, solamente pronuncia unas cuántos monosílabos cuando el médico le pregunta algo. Se mantiene sumida en un profundo silencio, mientras observa algún punto de la manta que cubre sus piernas.

Tomo asiento en el taburete junto a la cama, y dejo la bufanda roja, lavada y remendada, al borde de la cama.

—Ten —digo, un tanto incómodo por su mutis—. La tela estaba fatal, pero Sasha ha conseguido zurcirla y...

—Llévatela —replica, seca.

Mi boca se cierra al instante. La primera palabra que me ha dirigido, es tan fría que podría congelar la más ardiente de las piras. Si el tono empleado para hablar ya me ha dejado callado, el significado me ha dado el golpe de gracia, pues Mikasa acaba de renegar de la bufanda que lleva, o llevaba, casi siempre. Por alguna razón, no quiere aceptarla, la ha rechazado sin titubear.

—Vete —continúa, lanzándome una mirada muerta—. Quiero estar sola.

La calma en su voz es la misma de siempre, pero puedo discernir un pequeñísimo matiz de rabia contenida. Tengo la sensación de que, si intento algo más, ese punto de ira estallará.

—Mikasa...

"Hay que darle tiempo, es difícil asimilar algo como eso."

Las palabras de Armin reverberan en mi mente, haciéndome reflexionar. A todos nos cuesta asimilar que ella no puede ponerse en pie, que sus piernas están inertes. Mikasa corría más que ninguno, saltaba más alto que nadie y podía batirse con el capitán Levi, pero ahora...

Cojo la bufanda, aún sigo sin creerme que la haya rechazado con tanta contundencia. Me levanto con lentitud, esperando, quizás, a que me detenga y reclame la tela roja, por lo menos. Nada de eso sucede, y abandono la estancia, no sin antes echarle un último vistazo.

En el pasillo, estático, sostengo una vieja bufanda que antaño me perteneció, pero que ahora tiene la esencia de otra persona.

Una persona que parece haber muerto en vida.