Sinopsis: Los Pevensie habían sido demasiado inocentes creyendo que su vida regresaría a la normalidad así como así: el principio de un verano en un lugar que recuerdan muy bien les enseñará esa lección. Y mientras Lucy y Edmund regresan a Narnia para derrotar a un antiguo y mortífero mal, Peter y Susan no pueden más que lamentarse por no poder acompañarles. ¿O quizás…
…las puertas de Narnia se abrirán para ellos una última vez?
Disclaimer: Las Crónicas de Narnia y todos sus personajes pertenecen a C.S. Lewis. Yo sólo se los tomo prestados sin ningún tipo de ánimo de lucro.
¡Hola! Bueno, este era el único fandom del que me faltaba escribir un fic (bueno, y del de Harry Potter, pero eso está en camino XD). Me leí los libros de Narnia hace un par de añitos (y durante estos años he repetido XD) y me encantan. Sin embargo, debo decir que mi pecado culpable es preferir el modo de narrar y el enfoque de las películas. No puedo evitarlo: el cine es una de mis pasiones XD.
Nada más por ahora. Espero que disfrutéis de la lectura (es probable que no, la verdad XD).
-- HIELO Y FUEGO --
Prólogo. Brumas grises. Cerca de Narnia
La llama de la antorcha se estremeció cuando una corriente fría y húmeda la zarandeó bruscamente. Una mano pequeña y callosa cubrió el fuego en la dirección del aire para evitar que éste se extinguiera. Después se apresuró a descender las escaleras medio derrumbadas y cubiertas de escombros que apenas podían distinguirse en las densas sombras.
El individuo trató de recordar el camino, pero era bastante difícil. Derecha, todo recto, izquierda, tercera escalera a la derecha, torcer a la izquierda en la sala de las pinturas, esquivar los dos bloques negros desprendidos... Confió todas sus esperanzas de volver en el conocimiento que tuvieran los otros sobre aquel siniestro lugar.
Observó bajo la leve iluminación los gravados de las paredes. Un fauno con bufanda y paraguas daba paso a la escena de un niño sentado en el trineo de una altísima mujer. Parecía que los muros contaran un vetusto cuento para mandar a los pequeños centauros traviesos a la cama. Sin embargo, él sabía que nada estaba más lejos de la realidad. Era historia: las Crónicas de Narnia marcadas en piedra.
Y allí estaban los Cuatro Reyes del Pasado. Regios e intocables como dioses, sentados en sus tronos de mármol y oro en su palacio de Cail Paravel. Lucy la Valiente, con la pócima de vida atada a la cadera. Edmund el Justo, con un rostro sonriente que ocultaba a un excepcional estratega. Susan la Benévola, con la cabeza enmarcada por una corona de flores de oro. Y por último Peter el Magnífico, rodeado por una aureola dorada que le elevaba sobre todos los demás.
El enano dibujó una mueca de desagrado y escupió en el rostro del Sumo Monarca antes de seguir adelante, sumergiéndose en las cavernosas tinieblas.
Se reunió con dos sujetos más en la penumbra de una gran estancia. Sus rostros yacían ocultos en el anonimato que proporcionaba la escasa iluminación. El enano sólo pudo discernir un enorme bloque de piedra partido en dos antes de que le hablaran.
–¿Por qué tanta tardanza? Quizás deberíamos haber buscado a alguien más competente para manejar esta situación -espetó una voz susurrante y apresurada.
–Los seguidores del Décimo patrullan la zona -se excusó el recién llegado de forma mordaz, alzando la antorcha para observar su alrededor con curiosidad-. Me ha sido difícil esquivarlos sin ser visto.
–Ya no importa -intervino una tercera voz, calmada y etérea-. Estar aquí es el primer paso de toda una jugada a nuestro favor.
El enano notó por vez primera el frío que sentía, lo cual no dejaba de ser extraño. Era bien sabido que a medida que uno se adentraba en las profundidades de la tierra el calor va aumentando, pero sin embargo allí reinaba un frío glacial, más agudo que en cualquier invierno que hubiera vivido.
Sus ojos, pequeños y oscuros, se posaron en algo que resplandecía levemente en un punto concreto de la estancia. Una expresión boquiabierta se dibujó en sus toscos rasgos al contemplar un muro de hielo levantado entre dos pilares naturales, sostenidos en base a un precario equilibrio. No era un hielo blanco como el de los carámbanos que pendían de los árboles en las mañanas de invierno. Era un hielo azul resplandeciente, como hecho por las manos de un artista no terrenal.
Quizás eran alucinaciones generadas por la confusión, pero hubiera asegurado que un rostro yacía tras aquella superficie, desdibujado y frágil, tan perfecto como si estubiera tallado en marfil.
Un miedo atroz hizo mella en él, acompañado de una total fascinación tan intensa que le llevó a caer de rodillas, sosteniendo a duras penas la antorcha con una mano temblorosa.
–No puede ser... Es imposible que sea ella... -musitó.
–Siempre podrá regresar a este mundo mientras haya alguien que le sea fiel y siga recordando la gloriosa centuria que Narnia vivió bajo su dominio -aseguró la voz impasible, perteneciente a un inidentificable ser femenino.
El enano titubeó antes de hablar. De pronto le pareció que todo lo que iban a hacer resultaba atroz y que aquellos actos podían desencadenar en una catástrofe totalmente irreversible. Sin embargo, algo atemorizado, siguió a los otros dos hasta el centro del círculo trazado de forma rudimentaria en el suelo arenoso.
–Oh, autentica Emperatriz de las Islas Solitarias, Conquistadora del Erial del Farol y Dueña del Sol del Sur. Escucha la llamada de tus humildes servidores, oh, verdadera Reina de Narnia, vuelve a nosotros desde la profunda prisión en la que te confinó la acción de un traidor antes de la Edad de Oro -recitó solemnemente la voz de mujer-. ¡Vuelve!
En los segundos que siguieron a aquel cántico, pareció que nada había cambiado. El enano siguió observando con aprensión el rostro oculto tras un translúcido manto de hielo. Hasta que éste parpadeó.
Unos ojos claros como ufanos diamantes barrieron la oscura estancia. De las suaves pestañas pendían diminutas agujas de hielo, dándole un aspecto místico. Sin embargo, nada fue tan impactante como oírla articular.
–El letargo ha resultado largo como la oscuridad anterior al mundo -susurró la sutil voz femenina-. Exijo saber quién me ha sacado de él y con qué propósito.
–Mi señora, somos seguidores de su Majestad. Nuestros abuelos combatieron de vuestro lado en la batalla que os enfrentó al ejército del Sumo Monarca -repuso el ser femenino oculto tras la capucha-. Venimos a vos a para ofreceros la oportunidad de regresar... y tomar de nuevo Narnia.
El perfecto rostro desdibujado de Jadis pareció sonreír con regodeo con la mera mención a aquella idea. Sin embargo, seguía mostrando una férrea expresión, como esculpida en pura roca.
–Bien. Aslan olvidó una parte de la Magia Insondable. O quizás le parecía tan improbable e inverosímil que yo accediera a ella que ni siquiera se preocupó de ello -aseguró la voz, reverberando en un cercano eco-. No obstante, puedo ponerla en práctica con una pequeña condición.
Los tres encapuchados escucharon, atentos, tratando de no perderse un sólo detalle de las condiciones de la bruja.
–Sólo una sangre muy específica puede romper los barrotes de mi prisión. Sólo un ser cumple ahora mismo los requisitos para traerme de vuelta a Narnia. Y con el sacrificio de dicha sangre volveré a la vida... para siempre -susurró de nuevo, como en un huidizo murmullo.
Jadis sonrió, saboreando profundamente la sensación de estar cerca de la libertad. El mero pensamiento de que su ser inmortal obtuviera el poder para volverse corpóreo latía en su orgulloso y avaricioso corazón.
–Traedme al segundo Hijo de Adán y Narnia será de nuevo mía -ordenó.
–¡Eh, Ed! -exclamó una voz cerca de su oído-. ¡Despierta!
El aludido se despertó en sobresalto y miró a su alrededor, girando la cabeza bruscamente. Su corazón latía violentamente a la altura de la nuez y un sudor frío cubría su frente, aunque desconocía totalmente la razón. Se incorporó sobre el duro y polvoriento asiento y trató de parecer normal.
–¿Q-qué quieres? -le sugirió a su hermano, frotándose los ojos con saña.
–Sólo preguntarte si querías algo de comer -se encogió de hombros el mayor, señalando a la señora que paseaba un carrito lleno de aperitivos por el pasillo.
–No, gracias -se excusó Edmund, arreglándose el cuello de la camisa.
Peter agradeció a la mujer su atención y cerró la puerta de cristal del compartimiento del tren, dejándose caer posteriormente al lado de Lucy, que permanecía enfrascada en un libro de fantasía que había cogido prestado de una compañera de clase. El mayor de los Pevensie observó a través de la ventanilla cómo dejaban atrás un pequeño lago y se adentraban en una zona de chopos.
El traqueteo del tren parecía molestarles a todos excepto a Edmund, el único que había conseguido dormirse. Lucy gruñía por lo bajo cada vez que un bache en el recorrido le removía el libro de las manos y entonces lo aferraba con más fuerza hasta que le palidecían los dedos. Peter trataba vanamente de cerrar los ojos y descansar, pero siempre había una inoportuna sacudida que se lo impedía. De Susan mejor no hablar: estaba de bastante malhumor todo el rato, quizás por la idea de alejarse de Londres, aunque no podía negarse que en el fondo sentía una profunda ilusión por el lugar al que se dirigían.
Hacía pocas horas que habían terminado la última clase del curso en el colegio de Londres. Y, aún sin saber muy bien por qué, los cuatro hermanos se dirigían a la casa de campo del profesor Kirke, dispuestos a pasar el verano lejos del insoportable bullicio y del aire enrarecido de la gran ciudad. El anciano había sido inmensamente generoso y les había invitado a ir a su casa por vacaciones, alegando que no tenía muchas oportunidades de verse rodeado de niños que le envolvieran con su ingenua alegría.
Edmund se hubiera vuelto a dormir de buena gana, pero Peter le sacudió levemente el brazo antes de eso. El tren pronto empezó a aminorar la marcha y una nube de humo gris cubrió la cara exterior de las ventanas cuando se detuvo y los escasos pasajeros bajaron. En el exterior el sol abrasaba y soplaba un suave viento caliente, así que los chicos se apresuraron a desprenderse de las chaquetas y arremangarse las camisas. La estación, si es que se la podía llamar así, estaba exactamente igual a como la recordaban: un mero apeadero con una verja de madera carcomida.
Los cuatro niños suspiraron con bienestar, observando los árboles que se amontonaban más allá del alcance de la vía, altos como campanarios e inmutables como estatuas. Lucy se bajó los calcetines y cogió el sombrero que le tendió Susan para cubrirse del sol.
–Bueno, ahora a esperar a McCready -se encogió de hombros la mayor de las hermanas, sentándose en la escalera de madera.
–Pues entonces podemos ir sentándonos -aseguró Peter, cubriéndose los ojos de los rayos verticales de sol-. No le gusta especialmente que estemos por allí, así que se retrasará a propósito todo lo que pueda.
Sus hermanos rieron la ocurrencia para dispersarse poco después. Los ojos grises del muchacho se posaron en sus dos hermanos menores, que conversaban entre cuchicheos en una pequeña área de sombra que quedaba tras el panel de madera. Susan descubrió que los estaba mirando, así que lanzó un leve suspiro para llamar su atención.
–Ya deberías haberte acostumbrado. No son los mismos desde la última vez -murmuró, recogiéndose los rizos negros detrás de la cabeza-. Hemos dejado de formar parte de su mundo.
Peter sabía que tenía razón, pero admitirlo sólo conseguiría que todo fuera irremediablemente más real, y él no lo soportaría.
La vez que supo que no volvería al fascinante mundo de Narnia había asegurado que lo comprendía y que no le afectaba, pero lo cierto es que un fuerte vacío le aprisionaba el pecho desde entonces. Había pasado siglos en aquella realidad ajena, mucho más tiempo del que podía contar en su vida de Inglaterra. Aquella definitiva separación no dejaba de ser dolorosa.
Susan parecía sobrellevarlo mejor que él, pero sabía a ciencia cierta que era mera apariencia. En el fondo de su corazón, su hermana no era la joven coqueta y altanera que mostraba en público, sino una elegante y gentil reina que ansiaba regresar a su tierra, o al menos al mundo que le evocara las glorias de antaño.
Sacudió la cabeza y se subió los tirantes del pantalón, tratando de ocuparse en cualquier cosa. Pensar en aquello sólo conseguía exasperarle.
Cuando ya llevaban cerca de media hora allí, escucharon un familiar traqueteo. Edmund y Lucy se pusieron en pie a toda prisa y se quitaron el polvo de las ropas. Un carro tirado por un caballo gris se acercaba dando inseguros tumbos por el sendero. En escasos segundos, los cuatro hermanos se encontraron bajo la irascible mirada de la anciana McCready. No obstante, iba acompañada.
–¡Profesor! -exclamó Lucy con entusiasmo, saltando por encima de las rodillas de la mujer y lanzándose a los brazos del aludido.
Éste empezó a reír y besó la mejilla de la pequeña, que soltó un par de carcajadas al notar cómo la enmarañada barba blanca le raspaba los mofletes. Ataviado con un regio traje y con su inseparable pipa en la mano, parecía ser inmune al paso del tiempo. El hombre hizo un gesto magnificente con las manos y señaló la parte trasera del carro.
–Venga, subid, muchachos -les invitó-. Y espero que me deleitéis con vuestras últimas aventuras -añadió, guiñándoles un ojo.
–Algo ha habido, señor -rió levemente Edmund, ayudando a Susan a subir al carro-. Pero es largo de contar.
–Bueno, siempre hay algo. Quizás mientras merendamos podremos charlar con tranquilidad. Estoy seguro de que nuestra querida McCready no se negará a prepararnos unos dulces con leche y canela -aseguró el hombre, riendo afablemente.
Por la expresión del ama de llaves, daba a entender que masticaría arena antes de cumplir los caprichos de un puñado de niños, pero por supuesto no comentó nada al respecto.
Envueltos por agradables cantos de pájaros y mecidos por el apacible arrullo de los riachuelos que cruzaban el pequeño bosque, los niños sintieron que se acercaban inexorablemente hacía uno de los lugares que más habían definido lo que eran por aquel entonces.
Reyes y reinas de Narnia.
Mientras veían aparecer al fondo la casa del profesor Kirke, vieja e histórica como la recordaban, las sonrisas en sus rostro fueron intensificándose, hasta que finalmente estallaron en risas de alegría, abandonándose por unos segundos a sus impulsos infantiles y a sus ensoñaciones fantásticas.
Fuere como fuere, sentían que Narnia estaba un poco más cerca.
