Azula suspiró.
Según sus cálculos, no tardarían mucho en llegar a puerto. La princesa se arrebujó en su abrigo, intentando entrar en calor. Definitivamente, odiaba con todo su ser el hostil clima de esa región. Ella, procedente de un país cálido donde siempre brillaba el sol y los días de lluvia eran extraños, estaba poco acostumbrada al frío polar.
"Maldita la hora en que acepté" pensó con amargura.
Llevaba días navegando y ya no aguantaba más. El frío le cortaba los labios y la piel de sus mejillas. Tenía las manos tan crispadas por las bajas temperaturas que le costaba conjurar las llamas para entrar en calor. Azula no comprendía como esa tribu de bárbaros podía vivir en un paraje tan desolador y helado.
Y luego estaba lo del sol. Supuestamente en el polo era ahora verano, y siempre había claridad ya que el sol apenas se ocultaba en el horizonte. La princesa había empezado a sentirse desorientada por las horas ininterrumpidas de claridad, además de helada.
Los primeros iglúes asomaron tras la neblina. El asentamiento era más grande de lo que Azula había imaginado. En los libros que había consultado, la Tribu del Agua del Sur apenas era mencionada. Pudo apreciar los gruesos muros de hielo que rodeaban la aldea, coronados con algunas torretas que pretendían ser atalayas de vigilancia, pero a Azula se le antojaban bastante inútiles.
El barco maniobró para acercarse a la orilla, no sin dificultad. Siguiendo las indicaciones de la princesa, el capitán mandó fondear la nave a cierta distancia de la aldea. Ya usarían los botes para acercarse.
Azula se frotó las manos y, a medida que su bote se acercaba al muelle, su nerviosismo y sus ganas de entrar en calor se acrecentaron. Deseó saber como aquellas personas combatían aquél frío glacial que le calaba hasta los huesos.
Sus hombres amarraron el bote junto a unas canoas a las que triplicaba en tamaño. Azula se apeó, mirando hacia ambos lados, atónita al ver que la comitiva de bienvenida brillaba por su ausencia.
Frunció el ceño y su cara reflejó un gesto de desaprobación. ¿Cómo se atrevía a ofenderla así? Ella era la Princesa de la Nación del Fuego, probablemente la única persona de sangre real que se había dignado a pisar semejante páramo helado desde que el mundo era mundo. Apretó los puños, enrabietada. Ignoraba por qué Sokka había elegido no ir a recibirla, pero le iba a dar su merecido en cuánto le encontrase.
"Estúpido bárbaro incivilizado."
Con un rápido gesto de su mano, ordenó a sus soldados que la siguiesen y echó a andar hacia el poblado. Éste estaba compuesto principalmente por iglúes y tiendas de piel a dos aguas, colocadas caóticamente y sin un mínimo orden establecido.
Los integrantes de la Tribu del Agua del sur vestían abrigos de pieles de color azul, y estaban entregados a sus quehaceres cuotidianos, pero los dejaron de repente al ver pasar a Azula seguida de sus soldados. Los niños dejaron de jugar, los hombres de afilar lanzas y las mujeres de zurcir pieles. Todos la miraban con una mezcla de curiosidad, disgusto e incluso miedo.
Los ignoró.
Azula siguió caminando, hasta que llegó a una tienda mucho más grande que las demás. Esperó afuera durante unos segundos, pensando en todas y cada una de las cosas que le diría a Sokka cuando lo viese.
Respiró hondo y, dejando a su escolta en el exterior, entró en la tienda apartando las pesadas pieles de mala manera. Había una especie de pequeña antesala, donde al parecer se dejaban las pieles de abrigo y los enseres de caza. La princesa se adentró hasta la siguiente estancia, de mayor tamaño.
El suelo era de madera, que actuaba de aislante contra el frío y estaba cubierto por pieles. Para sorpresa de Azula, en esa segunda sala la temperatura era mucho más agradable. En el centro de la tienda había un agujero en el suelo, donde hacían fuego para cocinar.
Los dorados ojos de Azula recorrieron la estancia, examinando cada detalle con atención. Había extraños abalorios colgando de las paredes, que despertaron la curiosidad de Azula, pero ni rastro del embajador de la Tribu. La princesa chasqueó la lengua, su mal humor incrementándose.
Se deshizo de su abrigo, arrojándolo al suelo con rabia. No sabía por qué, pero empezaba a tener calor. No podía tolerar semejante desconsideración por parte de ese interfecto. Después de que fuera él quien había insistido para que ella viajase hasta el polo sur para seguir con las negociaciones que tenían pendientes.
Azula se toqueteó un mechón de pelo con impaciencia. Le supuso un gran esfuerzo de autocontrol no salir de esa tienducha y gritarle al primer nativo que saliese a su paso. Pero conociendo a Sokka, seguro que había pasado de ir a recibirla para lograr molestarla, y el hecho de hacer pública su furia le supondría una victoria sobre ella. Y Azula no pensaba otorgarle semejante gusto.
Debía ser muy cuidadosa a la hora de tratar con ese hombre. Podría no aparentarlo, pero era un diplomático aplicado y no daba su brazo a torcer fácilmente. Azula y él llevaban meses parlamentando la apertura de unos puertos en una importante ruta de comercio. Pero en las reuniones del resto de diplomáticos de las cuatro naciones se le empezó a dar menos importancia a tal asunto, ya que no era más que un tira y afloja entre la nación de Azula y la Tribu de Sokka. O más concretamente, entre ellos dos.
Además, todas sus discusiones políticas acababan siendo un intercambio de ofensas ingeniosas por parte de ambos.
Fue entonces cuando él le propuso visitar su hogar y zanjar el asunto de una vez por todas, al margen del resto de diplomáticos. A pesar de lo mucho que le desagradaba la idea, Azula se obligó a aceptar su propuesta. Y eso la trajo hasta su situación actual. Sola en un ambiente hostil y denostada públicamente.
Intentando guardar la calma, la princesa anduvo hacia donde colgaba una especie de máscara ornamental con una decoración muy llamativa. Prefería no pensar en lo que quería hacerle a Sokka una vez le tuviese delante e intentar calmarse. Alargó la mano para tocar los extraños colgantes que pendían de ella…
–Yo de ti no tocaría eso, Princesa. Es una máscara ceremonial.
Azula dio un respingo al escuchar su voz, ya que no esperaba que hubiese nadie más en la tienda. Sokka apareció tras una pesada cortina, envuelto en una manta hecha a base de pieles y descalzo. Parecía que se hubiese acabado de levantar de la cama, cosa que enfureció a la princesa.
–¡Tú!– exclamó Azula.
–Bienvenida Princesa– dijo Sokka haciendo una reverencia. –Espero que hayas tenido un buen viaje hasta aquí.
Él sonreía con esa sonrisa socarrona de siempre, aquella que lograba sacarla de sus casillas. La odiaba porque realmente, y aunque no lo admitiría nunca, le parecía bastante atractiva. Había algo en el donaire de ése bárbaro que lo hacía muy interesante, y no precisamente desde el punto de vista político.
Su pelo castaño estaba recogido en una coleta, que parecía ser un distintivo de los hombres de su tribu. Además, lucía una perilla que acentuaba sus rasgos faciales.
Azula sintió que le hervía la sangre cuando él clavó sus ojos azules en ella, mirándola con curiosidad.
Decir que Azula estaba molesta era quedarse corto.
–¡¿Cómo te atreves?!– le increpó.
Sokka alzó una ceja extrañado, sin saber a qué se debía tan repentino arrebato de ira. Su silencio no hizo más que acrecentar el enfado de Azula.
–¿Esta es la clase de hospitalidad que ofrece tu Tribu?– inquirió señalándole con el dedo y elevando su tono de voz. –Me traes hasta este maldito páramo inhóspito, me haces viajar durante semanas, no me das un recibimiento digno… ¡Ni siquiera envías a un guía a buscarme cuando sabías perfectamente que iba a llegar hoy!
–Confío en tu capacidad de adaptación al medio, Princesa Azula– explicó tranquilamente el guerrero. –Siendo quién eres, supuse que sabrías llegar sola. Y supuse bien, puesto que estás aquí sana y salva.
Dicho esto, Sokka le dio la espalda para sentarse cómodamente en el amplio asiento que había en una esquina de su tienda.
Azula apretó los puños, tratando de respirar hondo y mantener la poca calma que le quedaba ante semejante despliegue de desfachatez por parte de su anfitrión. Odiaba dejarse dominar por las emociones. Ella siempre actuaba con calma, calculando su siguiente movimiento. Pero ese joven de la Tribu del Agua tenía una capacidad innata para sacarla de sus casillas, y eso le nublaba el juicio.
Él la miraba fijamente desde su asiento y la princesa no podía dejar de pensar que se estaba recochineando de ella de manera descarada. Eso era intolerable.
–¡No me vengas con esas maldito pretencioso!– Azula hubiese iniciado una nueva retahíla de insultos y maldiciones dirigidas a Sokka, pero las palabras murieron en sus labios. Se había quedado completamente paralizada.
Sokka había abierto la manta de pieles que tenía cruzada sobre el pecho. Y no llevaba nada bajo ella.
Por primera vez en su vida, la princesa de la Nación del Fuego era incapaz de articular palabra.
El embajador de la Tribu del Agua la miraba con una media sonrisa, disfrutando de la reacción que producía en ella la visión de su cuerpo desnudo. Las mejillas de la princesa adquirieron un tono rojizo, sus ojos como platos, y Sokka estaba seguro de que Azula pugnaba por no mirarle. Se acomodó en el asiento, la mano bajo su mentón y los ojos fijos en ella.
Oh, como iba a disfrutar con esto.
Azula estaba escandalizada. Intentó apartar la vista de él, lo intentó con todas sus fuerzas, pero estaba paralizada. Su mente aún estaba en shock, asimilando la desvergüenza de Sokka. No podía creer que tuviese el descaro de desnudarse ante ella, así, sin más.
Finalmente, Azula pestañeó varias veces, pensando que se trataba de una broma pesada y que cuando volviese a mirarle de nuevo él estaría completamente vestido. Pero no, ahí seguía en toda su gloriosa desnudez. La princesa de la Nación del Fuego no podía creer lo que estaba pasando, ni sabía qué pretendía ese descarado. Si quería dejarla boquiabierta y atónita lo había logrado con creces.
La visión de su atractivo cuerpo desnudo tampoco se lo ponía fácil. Azula mentiría si dijese que nunca se había fijado en él durante los encuentros esporádicos que mantenían como embajadores. Las reuniones eran a menudo aburridas, y más de una vez sus ojos se posaban inevitablemente en su vistosa anatomía. En sus brazos, sus anchos hombros, su cuello… incluso su trasero, cuando él no se percataba. Alguna vez, Azula había imaginado como sería agarrárselo con una mano.
Cuando las tensiones entre sus bandos y sus países se habían relajado, Azula sentía otro tipo de tensión cuando estaba con él. Una tensión que ella se esforzaba sobrehumanamente en tratar de ignorar.
Tras lo que a ella se le estimaron horas, Azula consiguió hablar:
–¡P-pervetido!– balbució enojada.
Sokka arqueó las cejas, fingiendo sorpresa ante la acusación de la princesa.
–¿Tienes algún problema con mi manera de estar por casa?– inquirió él.
–¡Estás desnudo– gritó ella.
El joven se encogió de hombros, como si el hecho de pasearse por su casa tal y como había llegado al mundo fuese de lo más normal.
–Así me siento mucho más cómodo– dijo con toda tranquilidad.
Azula no podía dar crédito a lo que veía ni a lo que oía. Obviamente, ninguna persona normal iba desnuda por su casa… al menos no delante de sus anfitriones. La princesa frunció el ceño, enfadada. Estaba segura que esto no era más que otra de sus tretas para burlarse de ella e incomodarla. Pues bien, ella también sabía jugar a ese juego y no pensaba otorgarle la victoria.
La princesa hizo acopio de toda la poca paciencia que le quedaba y se cruzó de brazos en actitud desafiante.
Sokka esbozó una sonrisa, divertido. Se levantó de su asiento y anduvo hacia ella, situándose a pocos pasos de distancia, provocando que Azula hiciese grandes esfuerzos para evitar mirar más abajo de su ombligo. Pero eso le representaba otro gran problema, y es que tenía que mirarle a los ojos. A esos maravillosos ojos de penetrante mirada azul.
–¿No quieres ponerte cómoda tu también?– inquirió Sokka con un tono sugerente.
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Azula le dio una sonora bofetada en la mejilla, y le fulminó con la mirada. Se merecía otras tantas por su desfachatez, pero Azula no quería perder los nervios de nuevo.
Sokka se acarició la zona dolorida con desdén.
–Lo tomaré como un no. Pero eso sí, deberías quitarte las botas– señaló él tras mirarla de arriba abajo. –Me has llenado de nieve el suelo, y se estropea con facilidad. Además, es de mala educación entrar en nuestras casas llevándolas puestas, Princesa.
–Y tú también deberías saber que presentarse ante mí de esta manera es suficiente motivo para que seas pasto de mis llamas– amenazó Azula.
Sokka alzó ambos brazos, pidiendo paz.
–De todas maneras tenemos cosas más importantes que discutir que como voy yo por mi casa. ¿O me equivoco?
Azula murmuró alguna maldición por lo bajo, "bárbaro apestoso" según creyó oír Sokka, pero lentamente, empezó a desabrocharse las botas.
–Estás en lo cierto– respondió Azula entre dientes, mientras se quitaba las botas de mala manera y las lanzaba a un lado. –Cuanto antes lo zanjemos, mejor para ambos.
Había decidido quitarse las botas porque cuanto antes acabase con ése energúmeno, mejor para todos. Antes habría solucionado el problema de las rutas marítimas, y antes estaría de regreso a casa, lejos de aquél pueblo de locos. Y lejos de él.
Para su sorpresa, el suelo de la estancia, a excepción de la zona que sus botas habían encharcado al derretirse la nieve, estaba a una temperatura cálida. Las pieles eran mullidas y la sensación de sentir sus pies desnudos sobre ellas era bastante agradable.
–¿Y bien?– empezó Azula poniendo sus brazos en jarras. –¿Por dónde quieres que empecemos?
Sokka se sonrió, y tuvo que morderse la lengua para no responderle lo que de verdad le pasaba por la cabeza en esos momentos.
–Me gustaría empezar por los piratas– dijo con tono resabido.
–¿Piratas?– preguntó Azula, alzando una ceja. –¿De qué piratas me estás hablando?
–De los que atacaron los asentamientos de la Bahía del Camaleón hace tan solo unos días.
Dicho esto, Sokka empezó a dar vueltas alrededor de Azula, observándola atentamente.
–No sé a qué te refieres– respondió Azula, mirándole de reojo y con el ceño fruncido.
Cuando él se paseaba junto a ella, Azula se esforzaba en mirar cualquier detalle del cuerpo de Sokka que le impidiese mirar hacia abajo: los brazaletes tribales que llevaba ceñidos a su brazo, el collar de su cuello o su perilla. Pero nada de eso contribuía para nada a calmar su nerviosismo. Al contrario, no hacían más que agravarlo. La tentación de mirarle empezaba a ser demasiado difícil de resistir.
–Oh, por supuesto que sabes a qué me refiero– continuó Sokka. –Esos piratas estaban compinchados con algunos de vuestros barcos mercantes, Princesa Azula.
–¡Cómo te atreves!– siseó ella furiosa.
Aquello era una acusación tremendamente severa, y la princesa no estaba dispuesta a tolerar semejante injuria.
–Hundieron dos de mis barcos, Princesa– dijo él con tono resentido.
Azula chasqueó la lengua.
–Eso será porque tus hombres rinden sus barcos fácilmente– respondió ella con altivez.
Sokka sonrió. No esperaba menos de Azula. Sabía que a la princesa le encantaba jugar duro.
–Nunca he dicho que pelear con Maestros Fuego fuese fácil. Y esos piratas contaban con la colaboración de unos cuantos– explicó él. –Es una curiosa alianza, ¿no crees?
Azula desvió la vista hacia el lado contrario de la estancia, y le dio ligeramente la espalda.
Sokka supo entonces que había acertado. Sabía que ella estaba al corriente de lo que había sucedido en la Bahía del Camaleón, si es que no había estado directamente involucrada. Toda la flota de su nación estaba controlada por ella, y nadie respiraba sin que Azula lo supiese.
–Sé lo de los acuerdos secretos– empezó Sokka, volviendo a rondarla para mayor nerviosismo de ella. –Tus hombres han contratado piratas para que saboteen nuestras principales rutas de comercio y hundan nuestros barcos.
El embajador buscó la ambarina mirada de Azula;
–Esa no es una buena manera para iniciar nuestras negociaciones, Princesa.
Ella no dijo nada, pero aguantó su mirada con firmeza. Sokka le dedicó una atractiva sonrisa.
–¿Crees que por estar en el otro lado del mundo no iba a enterarme? No deberías subestimarme así, Princesa, antes no lo hacías– dijo él, refiriéndose a los enfrentamientos que ambos habían mantenido cuando no eran más que adolescentes, años atrás.
–Eres tu el que me subestima– siseó amenazadora.
Sokka acercó su boca al oído de ella. Azula sintió que el vello de la nuca se le erizaba al notar el aliento de él rozando la piel desnuda de su cuello.
–¿Eso crees?– susurró suavemente en su oído.
Azula casi creyó sentir como sus labios rozaban su oreja. Casi.
Sintió como un escalofrío le recorría la espalda y su corazón se aceleraba. ¿Cuándo se había acercado tanto a ella? Intentó apartarse de él, pero su cuerpo no le respondía. Se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Esto era absurdo. Se estaba dejando intimidar por un salvaje desnudo. ¡No era propio de ella!
Por su parte, Sokka estaba disfrutando del espectáculo. Sabía que era él quién controlaba la situación, y le producía una inmensa satisfacción tener esa ventaja sobre ella. Además, ahora que la tenía tan cerca se había dado cuenta de lo bien que olía y de las ganas que tenía de tocarla. De enredar sus dedos en su lustroso cabello negro. También él era consciente de que la tensión que reinaba en el ambiente no era sólo política.
Sokka sabía que estaba jugando con fuego… y que podría quemarse. Pero había fantaseado con eso en más de una ocasión, y era consciente de que si no aprovechaba esa oportunidad ella no volvería a concederle otra. Alargó su mano y acarició la mejilla de la princesa con la punta de sus dedos. Vio como ella se humedecía los labios, insegura.
–¿Puedo besarte ya?
Azula tragó saliva, sorprendida por momentos, pero cerró la distancia entre ambos y apretó su boca contra la suya. Estaba decidida a borrar de su cara esa sonrisa pomposa, y si ello conllevaba tener que besarle como si no existiese el mañana, pues que así sea.
Fue un beso salvaje y desesperado. Sus labios empezaron a moverse juntos y sus lenguas pugnaban por ganar la batalla en la que de repente se habían visto enzarzadas. Sokka puso una mano en la cintura de la princesa, atrayéndola hacia si. Ella no opuso resistencia. Se rendía ante sus más bajos instintos y ante la atracción física que ése bárbaro ejercía sobre ella.
Azula no supo cuánto tiempo estuvieron besándose, sólo que cuando se separaron estaba casi sin respiración. Él siguió besándola en el cuello, mordisqueando y lamiendo en los lugares que él sabía que serían más sensibles.
La princesa no pudo evitar gemir suavemente al sentir el roce de su boca contra su piel. Con manos expertas, Sokka empezó a desabrocharle la armadura. Quería tocar cada centímetro de su piel, y las cuantiosas ropas que ella llevaba se convirtieron en un molesto obstáculo que él se afanaba en superar.
Ella le ayudó a quitársela, cuando sus besos le daban tregua, hasta que sólo los finos ropajes de seda que llevaba debajo separaban sus cuerpos. Sintió como las manos de él se deslizaban sobre sus pechos y descendían hacia sus caderas, e instintivamente, Azula se apretó contra él. Posó la mano en la nuca de Sokka y ensortijó sus dedos en los mechones marrones que se despendían de su coleta.
Acercando los labios a su oído, le susurró:
–¿Hace cuánto que deseabas hacer esto?
Sokka sonrió contra la piel de su cuello, y tras lamerla con lascivia respondió;
–Déjame que te lo demuestre.
Dicho esto, el joven embajador empezó a deslizar ambas manos por debajo de la camisa de seda de Azula, llegando a acariciar con sus dedos la base de los pechos de ella, penetrando por cada rincón de su cuerpo. De repente, Azula le sujetó ambas muñecas y le apartó de sí con un empujón. Sokka perdió el equilibrio y cayó de espaldas al suelo. Se sorprendió al principio ante la reacción de la princesa, pero bajó la guardia de inmediato al contemplar la atractiva sonrisa que ella le dedicaba.
Sin dejar de sonreír, y con un gesto provocativo, Azula se despojó de la camisa y de los pantalones, para deleite de Sokka. La seda roja resbaló por sus curvas hasta caer al suelo. Sokka la miró con deseo; tenía un cuerpo precioso, de constitución delgada, y unos pechos bien proporcionados, cuyos rosados pezones se habían erguido ante el contacto con el aire frío.
Azula se acercó a él lentamente, llevando únicamente una pequeña prenda de seda negra ceñida a las caderas y se sentó a horcajadas encima suyo, provocando con el roce entre sus cuerpos, que él gimiese con anticipación. Sus manos reptaron describiendo caminos sinuosos por la piel de Azula, repasando sus femeninas formas.
–Es una lástima que escondas esto bajo una armadura todo el tiempo– ronroneó Sokka, mientras le acariciaba los pechos y lamía sus erguidos pezones. Ella sonrió ante su comentario y se lanzó a besarle en la boca de nuevo.
"Si no lo escondiese tu no tendrías tantas ganas de verlo" pensó ella.
Era incluso mejor a como la había imaginado en sus fantasías. Llevaba más tiempo del que quería admitir haciéndolo. Había descubierto, durante sus encuentros en territorios neutrales, la atracción que ella despertaba en él. Tanto que su pasatiempo preferido durante las tediosas reuniones diplomáticas era imaginarla desnuda. Azula poseía una belleza exótica: su cabello negro, aquellos singulares ojos dorados y esos labios carnosos que ella siempre resaltaba con un toque de carmín, le habían hechizado.
Pero lo que más le gustaba a Sokka es que aparentemente ella ignoraba el poder que ejercía sobre él.
Se había arriesgado mucho orquestando todo esto para atraerla, pero visto el resultado, había valido la pena. Eso no hacía más que probar que la atracción que ambos sentían era bilateral y que sólo tenían que darse un pequeño empujón para dejarse llevar por ella. Sokka había decidido ir directamente al grano, sin rodeos.
Se abrazó a ella, profundizando el beso. El vaivén de las caderas de Azula y el roce que este producía en su entrepierna le estaban volviendo loco. El impulso de tenderla en el suelo y hacerle todas aquellas cosas con las que había fantaseado era cada vez más difícil de resistir.
Azula saboreó su boca con deleite. Tenía un sabor dulce realmente embriagador, como las primeras frutas del verano que crecían en su país. Y besaba maravillosamente bien. No podía creer que su colérica irrupción en casa de Sokka hubiese acabado así. Ella, encima de él, desnudos y besándose hambrientos, ambos presos del deseo que sentían el uno por el otro. La princesa sonrió contra la boca de Sokka. Definitivamente le gustaba el cariz que su reunión había tomado.
Los labios de él descendieron por sus clavículas, depositando pequeños besos y mordiscos aquí y allá. Azula sentía escalofríos que le recorrían la espalda, y que la respiración se le aceleraba, su excitación patente en los movimientos erráticos de sus caderas contra las de Sokka. La princesa jadeó al notar la erección de él contra su muslo.
La mano de Sokka trepó por su espalda, acariciándola suavemente con las yemas de sus dedos, y apartando su negra melena a un lado, la agarró por la nuca. En un rápido movimiento que pilló totalmente desprevenida a Azula, Sokka invirtió sus posiciones, situándose encima de ella; el cuerpo de él presionando el suyo contra el mullido suelo de la tienda.
A Azula le gustó que él tomase la iniciativa. Arqueó su cuerpo contra el de él y abrió más sus piernas para permitirle situarse entre ellas. Azula era muy dada a juguetear durante los preliminares, pero ahora no podía si no rendirse ante esa urgencia, esa desesperación incontrolable que Sokka había despertado en ella. Había algo salvaje en él, algo que la atraía firme e irremediablemente, y que encendía su pasión Los jadeos entrecortados de Sokka eran señal inequívoca de que él también quería dejarse de preámbulos.
Su mano libre descendió por el abdomen de ella en una lenta caricia, hasta llegar a su entrepierna, y la deslizó entre sus muslos. La princesa movió sus caderas contra ella y jadeó. Sokka la sintió húmeda a través de la suave tela. Ninguno de los dos podía esperar más.
Arrancó de un tirón la seda negra que cubría las caderas de Azula, y sujetó con firmeza bajo su brazo una de las piernas de ella. Su agarre limitaba los movimientos de la princesa, pero eso no parecía preocuparle en esos momentos. Mordiéndola en el cuello apasionadamente, la penetró.
Un gemido salvaje escapó de los labios de Azula al sentirle dentro de ella. Tardó un poco en acostumbrarse a esa sensación, algo incómoda al principio, pero que terminó resultándole muy placentera. Buscó desesperadamente la boca de Sokka, deseando besarle.
Él empezó a moverse lentamente, y aumentó progresivamente el ritmo de sus embestidas cuando sintió que ella respondía a sus movimientos con sus caderas. Juntos, lograron hallar un ritmo que les satisfacía, y se entregaron apasionadamente al acto.
Se besaban, mordían y gemían como animales. Azula deslizaba sus manos por la espalda de él, repasando su musculatura y clavando sus uñas en ella cuando el placer la desbordaba. Sus piernas rodeaban la cintura de Sokka, y Azula las subía todo lo arriba que podía para sentirle aún más adentro.
Sokka estaba embriagado por la fragancia de Azula, sentía su cálido aliento y su cuerpo temblar bajo el suyo. Besaba sus rosados y húmedos labios, pellizcándolos con sus dientes, hasta que se quedaba sin aliento. Enredaba sus dedos en las hebras de sus cabellos. Saboreaba su blanca piel, perlada de sudor.
Sus jadeos y gemidos aumentaban su deseo por ella. El saber que era él quién provocaba todas esas reacciones en ella le producía un inmenso placer. Sintió como Azula agarraba fuertemente con la mano una de sus nalgas y su liviano cuerpo se arqueaba contra el de él en un repentino espasmo de deleite. Con un grito ahogado, la princesa alcanzó el clímax.
Sokka siguió embistiéndola hasta quedarse saciado de ella. Se desplomó sobre el pecho sudoroso de la princesa, respirando de manera entrecortada. Sintió como las temblorosas manos de ella le abrazaban, posiblemente en busca del calor que su cuerpo le brindaba. Sokka sonrió y se alzó para reclamar sus labios de nuevo, besándola con lentitud.
Azula sentía como intensos calambres recorrían de arriba abajo la musculatura de sus piernas. Sus mejillas estaban enrojecidas y respiraba con dificultad, sumida aún en la agradable sensación posterior al orgasmo. Aún no daba crédito a lo que había ocurrido en la tienda de Sokka, pero no se arrepentía en lo más mínimo.
Sintió como él acariciaba sus cabellos de manera ausente, y la besaba en las sienes. Azula sonrió, extasiada.
–Ha sido…– logró pronunciar cuando recuperó el aliento.
–¿Maravilloso? ¿Inigualable? ¿Tu mejor experiencia?– inquirió Sokka con una sonrisa socarrona.
Azula le golpeó en el pecho de manera juguetona, y rodó sobre si misma para colocarse encima de él. Se tocó el mentón de manera pensativa, buscando el adjetivo adecuado para describirlo; la rumorología que corría entorno a las capacidades de los hombres de la tribu de Sokka no mentía, tal y como ella acababa de comprobar. Sin embargo, Azula no quería regalarle demasiado el oído al joven embajador. Ya le había revelado bastante con sus gritos de placer.
–Intenso– dijo con un siseo, inclinándose para acariciar los labios de Sokka con los suyos.
Sokka deslizó su mano por la espalda de ella de manera provocativa.
–¿Sólo eso?– preguntó él fingiendo un puchero.
La princesa le sonrió y se apartó de él, tumbándose boca arriba sobre las mullidas pieles. Para Sokka, la visión de Azula tendida en el suelo de su tienda, con su oscuro cabello alborotado, sus labios entreabiertos e hinchados y su mirada enturbiada por el reciente revolcón que habían compartido, la hacían parecer perfecta ante sus ojos. Sokka no podía evitar volver a tener ganas de ella.
–Aún tenemos mucho por parlamentar, Princesa Azula– dijo él, mientras repasaba con sus dedos la piel perlada de sudor de ella, acariciándola.
La princesa alzó una ceja con curiosidad.
–¿Ah sí?– inquirió ella, divertida.
–El asunto es muy serio, y nos urge solucionarlo diplomáticamente. Mi sala privada de reuniones está detrás de esa cortina– indicó, señalando hacia el lugar por el que había salido a recibirla. –Será un placer para mí escoltarte hasta allí.
–Ah, me temo que no estás en posición de discutirme nada– le reprendió ella con una sonrisita pícara.
La princesa se levantó perezosamente y empezó a recoger sus prendas de ropa del suelo de manera distraída.
–Pero me alegro de que hayas recapacitado y aceptado abrir las vías comerciales.
El guerrero se apoyó en su codo, sonriendo divertido ante la actitud altiva de la embajadora de la Nación del Fuego.
–¿Quién ha dicho que haya aceptado?
–Da la casualidad– ella sonrió de nuevo. –De que sólo mis aliados más cercanos tienen permitida la entrada a mi palacio.
Azula se colocó la armadura anudando con facilidad los interminables nudos y hebillas que la sostenían, mientras Sokka la observaba con curiosidad y algo descorazonado al ver que ella no quería un segundo asalto.
–Así que si el embajador de la Tribu del Agua pretende discutir conmigo algún otro asunto diplomático le sugiero que sea inteligente y visite de nuevo nuestro país...–
Azula se acercó de nuevo a él, y se arrodilló a su lado para mirarle a los ojos.
–Con los puertos comerciales operando de nuevo, estoy segura de que tendremos muchas cosas que parlamentar– susurró mientras le tocaba la perilla con aire juguetón. –¿No crees?
Sokka formuló una protesta silenciosa que fue cortada, de nuevo, por la voz de la princesa:
–Te estaré esperando.
Y sin decir más, reclamó los labios del joven, en un beso con sabor agridulce, a despedida. Sokka intentó alargarlo todo lo posible.
Azula salió se la cabaña minutos más tarde, con una media sonrisa en los labios, habiendo recuperado el orgullo que se había permitido olvidar durante unas horas. Y saboreando la idea de que, la próxima vez, sería él que estuviese atrapado en sus dominios.
