Ese día el equipo de futbol de la escuela había ganado el campeonato, un logro que, en mi opinión, no suponía un esfuerzo inmenso, ya que por aquel momento el futbol no era demasiado popular en mi país y la competencia era, por tanto, prácticamente inexistente. Solo un equipo de un pueblo de nombre impronunciable que trataba de imitar las absurdas series de televisión con sangrantes resultados. Además de las bobadas del equipo contrario, teníamos un as en la manga que los separaba años luz de nosotros: Ken Ichijouji. Cada vez que aparece de la nada y roba un balón, a tan alta velocidad que lo único que siente la víctima es una corriente de aire, o hace una de esos amargos tan espectaculares sin apenas despeinarse, todas las chicas de su club de fans estallamos en gritos. Aunque he de decir con orgullo que yo tengo unos pulmones prodigiosos que he ido ejercitando para hacerme oír sobre esas pavas.
Tras el partido, mi amiga Yoko tuvo la extravagante idea de invitar a los chicos a una fiesta. ¡A todo el equipo de futbol! Sinceramente, no sé en qué demonios estaba pensando. Los chicos solo quieren una cosa, y cuando la tienen, huyen como cobardes. Bueno, todos excepto mi querido Ken, pero él no iba a asistir a estas chiquilladas, por supuesto.
La madre de Yoko ya había colocado estrellitas colgantes y guirnaldas cuando entramos a la casa. Pobre, en su ingenuidad pensaba que íbamos a tener una fiesta exclusivamente femenina, que estaríamos despiertas toda la noche bajo nuestras sábanas de unicornios y los chicos solo estarían tímidamente presentes en nuestros chismes.
Llegaron en tropa a los diez segundos de marcharse la madre de Yoko, con su alegría desenfrenada y sus extrañas miradas de complicidad. Yo estaba segura de que los muy desgraciados planeaban desvirgar a mis amigas para celebrar su victoria. Y las tontas ignoraban mis sugerencias, pues para ellas era una chica chapada a la antigua, con grandes y redondas gafas y falda de abuela. Cierto que mis ropas eran bastante recatadas y tenía una visión romántica del amor, basado en la confianza y el respeto mutuo, ¿pero antigua? ¡Si tenía el pelo morado!
Enfurruñada, decidí que lo mejor que podía hacer en ese momento era vigilar los brownies que había preparado la madre de Yoko para evitar que no les metieran ninguna sustancia indeseable.
-¡Aparta, todavía no los he servido! –le dije a un chico que acercaba una de sus mugrientas manos al delicioso postre italiano. Tuvo que hacerlo a regañadientes.
Tengo una particular debilidad por los brownies. Los que hace la madre de Yoko siempre tienen la misma cantidad de bizcocho y chocolate deshecho, lo cual los hace una delicia a mi paladar. Para conseguir que el sabor sea irresistible es necesario que estén calentitos y cubiertos por encima con helado de vainilla. Mmm, se me hace la boca agua solo de pensarlo.
Más adorable que aquello fue lo que vi con el rabillo del ojo. ¡Ken Ichijoiuji se había sumado a la fiesta! Probablemente lo había traído el equipo de futbol, quienes le habrían puesto una pistola en la cabeza para obligarlo. ¡Y estaba hablando con una chica! ¡Solo le faltaba sonreír! De pronto se me ocurrió una brillante idea relacionada con los brownies, así que decidí ponerme rápidamente manos a la obra.
El chico de antes, que al parecer creía que me faltaba un tornillo, cogió uno de los cuadraditos de chocolate cuando vio que me daba la vuelta. Pobre iluso, no se había dado cuenta de que había colocado un espejo en una parte estratégica de la cocina para tenerlos bien vigilados. Me di la vuelta girando sobre mis talones y le espeté con un grito:
-¡Pero no te he dicho que los dejaras en paz!
La luz de la cocina se reflejaba en mis gafas, otorgándome ese aspecto tan temible de algunos personajes de los animes, porque el chico saltó y se pegó contra la pared.
-¡Jo, Yolei, cómo eres!
Por alguna razón, me sorprendí de que Davis Motomiya se acordara de mi nombre. No es muy espabilado el chico. Ya en el jardín de infancia supe la clase de persona que era cuando me robó mis lápices de colores y me pegó con una flauta de madera. Luego yo le vacié un cubo de pintura en la cabeza. Que tuviera unos intensos deseos de vengarme no quita el hecho de que actuara justamente. Además, era una pobre niña que no le había hecho mal a nadie, maldita sea. Después de este incidente podría haber tomado una actitud menos prejuiciosa hacia Davis, lo admito, pero me parece indudable que el niño sigue en sus cuatro años. Solo que ahora cree que por estar en el equipo de futbol va a tener a todas las chicas rendidas a sus pies. Odio ver como se hace el interesante delante de ellas, pavoneándose con el balón, probablemente el único talento que tendría junto al de atarse las cordoneras de los zapatos.
Me he quedado muy a gusto soltando esta parrafada, por cierto.
-Que yo sepa, esta no es tu casa –me reprochó con tono infantil, y de pronto me sentí como si ambos volviéramos al jardín de infancia.
-Esta es la casa de mis amigas, y yo me encargo de la comida –expliqué con voz autoritaria y tratando de no perder la paciencia.
-Seguro que te los zamparás todos, eres una comilona –siguió atacando el muy insensato.
-¿Comilona yo? –Me indigné. Era bien cierto que tenía una gran sensibilidad culinaria, pero nunca me ponía a comer como una energúmena, cosa que, por cierto, solía hacer él constantemente. Y, por supuesto, no me los iba a comer todos, le daría uno a mi querido Ken-. ¡Mira quién habla!
El abrió la boca para replicar, pero se quedó sin argumentos. Algo bueno de discutir con Davis es que es muy fácil ganarle, pues el chico, como ya he dicho, es tontito del bote. Salió de la cocina con aire de derrota y fue a bailar a la pista con una de las chicas. ¡Qué gracia me hacía al bailar! Movía el cuerpo sin el más mínimo sentido del ritmo, sin percatarse de que hacía el más completo ridículo. No pude evitar reír a carcajadas, y cuando él se percató de que me estaba fijando en él, me sacó de la lengua, cual niño de cinco años, y se alejó de la pista de baile con la cara enrojecida por la verguenza.
Metí todos los brownies de nuevo al horno y saqué una tarrina gigante de helado del frigorífico (las chicas siempre tenemos una, porque el helado es el mejor amigo de la depresión femenina). Cuando estuvieron bien calentitos, los saqué del horno, uno a uno, y los fui sirviendo en un plato junto a su respectiva bola de helado.
-¡Ey, los brownies ya están listos! –avisé después de poner un par de platos en una bandeja: uno para mí, y otro para el buenorro de Ken.
Como había previsto, Ken no se había sumado a aquella avalancha de personas hambrientas, quedándose sentado en el sofá, ¡y solo! Supe que era mi oportunidad. Me lancé como una bala, estando a punto de tropezarme con una maldita silla que alguien había dejado en medio de la pista de baile (¿es qué planeaban hacer un estriptis?), pero, por fortuna, Ken no se percató de aquel hecho. Al fin me senté junto a él, su cortina de pelo negro tapando su hermoso rostro.
-Hola, Ken, me preguntaba si querías un brownie de chocolate.
No solo me temblaba la voz en ese momento, también la mano que sostenía el plato. ¿Cómo podía animarle con tanta efusividad en el campo de futbol y ahora quedarme trabada al ofrecerle comida?
Ken se dio la vuelta, lentamente, y miró el plato. Y luego a mí. Y luego al plato. Y luego a mí otra vez.
Mi cara debía ser un tomate parlante con gafas en ese momento.
-No –respondió secamente.
Sentí como si una nube hubiera empezado a descargar fuertes precipitaciones sobre mí, pero no me rendí; yo era intrépida e inteligente, era diferente a todas las demás chicas que le habían pedido salir, y tenía que hacérselo saber de alguna forma.
-¿Qué te parece la fiesta? –Pregunté con valor.
-Bien.
-Oye, hoy en el partido lo has hecho genial –le comenté. ¿Cómo es que no había pensado antes en comenzar por ahí?
-Gracias.
-Es increíble cómo haces esos amargos tan espectaculares –continué, casi gritando para evitar que mi voz temblara.
-Amago –me corrigió Ken.
La tormenta lanzó un rayo que me dejó tiesa. Mi mente se quedó en blanco, completamente vacía. Trataba de que apareciera algo, de que una luz se encendiera en mi cabeza. Pero lo único que surgió en el triste blancor fue un pomelo con expresión de profunda frustración. Sentí miedo y me levanté del asiento, arrepintiéndome en el acto. Pero no podía volver a sentarme. Le parecería tonta.
Anduve taciturnamente por el pasillo de la casa mientras los avioncitos de papel de los chicos volaban sobre mi cabeza. Uno de ellos fue a parar a mi nariz, pero me importó un pimiento. Todo eso estaba en un segundo plano, pues el arrepentimiento estaba matándome por dentro como el moho al queso.
Necesitaba hablar con alguien, así que fui a la habitación donde se encontraban mis amigas (bueno, Yoko y el resto), las cuales estaban comentando entre risitas las significativas miradas fugaces que habían presenciado aquella tarde. Algunas de ellas estaban poniéndose vestidos provocativos para impresionar a los chicos. Pobres insensatas. Cuando me vieron y les conté mis penas, no reaccionaron como hubiera querido; se mostraron realistas en exceso.
-Es que, Yolei, has ido a por Ken, no a por un chico cualquiera –me consoló Yoko-. Ese chico es inalcanzable.
-Gracias por tu apoyo, querida amiga –gruñí.
-Solo estoy diciéndote la verdad para que luego no te desilusiones.
Me tomé bastante mal sus palabras, pero razonando un poco llegué a la conclusión de que tenía mucha razón. Mi amiga solo se preocupaba por mí.
De repente Davis entro a la habitación. Gritos y Risitas inundaron la habitación.
-Oh, lo siento, no sabía que estábais aquí –dijo rojo de la vergüenza… o de la lujuria, creo yo.
-Sí, claro –reí-. Estoy segura de que sabías a lo que venías.
-¿A qué? –inquirió, haciéndose el inocente.
Y ni corta ni perezosa, porque a ese tipo de gente hay que decirle las cosas a la cara, me puse delante de él y le solté lo siguiente:
-Oh, no finjas que has llegado aquí por casualidad, sé cuáles son tus intenciones, Daisuke Motomiya. ¡Has venido aquí para arrebatarnos nuestra virginidad, depravado!
-¡No! –Exclamó, dolido y avergonzado… aunque para mí esa vergüenza solo significaba que sabía que le había descubierto-. Además, jamás haría eso contigo, fea.
-¡Y tú eres un enano! –ataqué, y debo decir que fue un ataque bien justificado, pues el chico era medio palmo más bajo que yo-. Pero no tengo tiempo para discusiones, ¡largo!
-Yo tampoco tengo ganas de hablar contigo –respondió-. Además, no sé qué coño estoy haciendo aquí.
Cuando se largó, las chicas comenzaron a comparar sus atributos, tratando de averiguar quién de ellas había sido la que más había hecho sonrojar a Davis. Yo estaba indignada. ¿Fea? Me miré a un espejo y me gustó lo que vi. Era una chica inteligente y con personalidad, no como las otras. Que Davis dijera que yo era fea solo podía interpretarse como algo bueno, pues él era el centro de todos los males, incluido el mal gusto. Ya lo dice el dicho, "No le des perlas a los cerdos".
Quizás el chico no era tan despreciable después de todo; cuando discutía con él veía más claramente cuáles eran mis propias virtudes al compararme con él, y aquella conversación había conseguido que recuperara repentinamente la confianza en mí misma. ¿Y si lo intentaba otra vez? ¿Y si le decía a Ken, de una vez por todas, que saliera conmigo? Aquella idea me pareció tan loca y tan atrayente que no pude dominar mis impulsos; me lancé de nuevo por el pasillo, esquivando alegremente los avioncitos de papel, destrozando en mis manos aquellos que trataban de impedirme llegar a mi objetivo. Ahora estaba de pie, junto a la ventana, lo que me recordó a un sueño que había tenido. En él Ken estaba mirando a la luna mientras sorbía un poco de champagne. Entonces, al verme bajando las escaleras, abría mucho los ojos y la boca, porque era así como la muchacha más hermosa del mundo. Yo no me sentía cohibida en el sueño; me desplazaba con elegancia, sonriendo al impresionado chico, y entonces todo parecía tan perfecto como un anuncio de perfumes.
-Ken, quiero decirte algo –dije con decisión al pararme a sus espaldas, porque el recuerdo del sueño me había dado nuevas energías-. Me gustas desde hace años y no puedo seguir ignorando estos sentimientos. Me harías muy feliz si decidieras, a partir de hoy, ser mi novio.
Pero entonces una mamarracha apareció de la nada y se lanzó de un salto al regazo de mi príncipe. Solo pude observar, entre confundida y consternada, cómo le comía la boca mientras sujetaba con las manos temblorosas los brownies recién horneados.
