Disclaimer: ni Hetalia ni sus personajes son de mi propiedad, Arthur pertenece a Alfred tal y como Tino a Berwald o Roderich a Gilbert.

Advertencias: Ninguna.


El amor no mira con los ojos, sino con el alma

Era una tarde de septiembre. Las hojas poco a poco se iban pigmentando de tonos rojos y naranja; pronto comenzarían a caer a merced del viento...una por una.

- Vamos Alfred, no te atrases –decía a su hijo una dulce mujer rubia de ojos violeta.

- ¿Qué acaso no quieres llegar a casa para comer hamburguesas? –preguntó la mujer soltando una tierna risita mientras volteaba a ver a su hijo, colocando sus manos en la cintura aparentando molestia, la cual se notaba que era fingida.

- ¡Oh yeah!, hamburgers~ –dijo animado el pequeño de ojos azul profundo, rubio y con un gracioso mechón de pelo que desafiaba toda ley de gravedad; un niño alegre que iba sujetando su pequeña mochila de la escuela, esa del escudo del " Capitán América".

La mujer sonrió complacida ante la animada respuesta que recibió, por la cual prosiguió con su andar por las calles del retorno habitacional, no sin antes percatarse de una cierta fascinación que se veía reflejada en los azules ojos de su retoño.

En la acera por la que regresaban todos los días sin excepción se formaban unas cuantas líneas; líneas que mantenían la atención del pequeño Alfred, quien para ese momento las iba saltando una a una ante la mirada divertida de su madre. O al menos hasta que pasaron por en frente de esa casa…


Esa casa en sí no tenía nada de especial, era una casa más en la calle. Pero lo que le llamaba ahora la atención del rubio se encontraba tres aquel ventanal.

Era amplio, muy grande, de suficiente altura y por ahí podía ver a un niño sentado; de cabellos rubios algo despeinados, de rasgos finos, con unas lindas aunque grandes cejas y unos...unos hermosos ojos verdes, verdes como el pasto. Esos ojos que estaban fijos en la calle.

Alfred aprovecho y sin hacer un solo ruido -no quería espantarlo con su entusiasmo- levantó su mano y lo saludó: una, dos...tres veces. Y en ninguna recibió una respuesta.

Un tanto desanimado camino hasta donde se encontraba su madre, la cual no se había percatado de las acciones de este.

- Y según mi madre yo soy un maleducado –susurró quedamente ya que ahora estaba ofendido; pero también había decidido que como él era un héroe haría que aquel "maleducado" niño lo saludara.

Con esa promesa en mente, todos los días después de la escuela platicaba animadamente con su madre y justo unos segundos antes de llegar a "esa" casa guardaba silencio, esperaba a que su madre se adelantara y saludaba con la mano al niño que todas las tardes estaba sentado frente al ventanal. Lo saludaba una, dos, tres veces y después se iba sin haber cumplido ese día. Pero al llegar a su casa siempre se decía:

- Mañana será otro día para el héroe.


Eran las dos de la tarde, de nuevo; lo sabía pues sus lecciones habían concluido, ya que su profesor particular se había retirado y él se había dirigido hasta aquel sillón frente al ventanal, para esperar a su madre.

Él era Arthur Kirkland, hijo de una familia con dinero -que no llevaban mucho en esa ciudad-, un chico brillante, muy bien educado, pero a pesar de eso era raro verlo sonreír...

¿Por qué?, ¿qué problema podía tener un niño así?, ¿a esa edad?...

Realmente ninguno, vamos, el único problema que podría tener era el jamás haber podido ver el rostro de su dulce madre o el rostro de su gentil padre; ver los árboles que le regalaban hojas, las cuales al caer se posan sobre sus rebeldes cabellos; jamás haber podido ver de qué color es el cielo; y lo que últimamente se había agregado a su lista: ver al dueño de aquella alegre voz, que casi todas sus tardes las llenaba de escandalosos "cánticos".

¿A qué se refería con eso ?...

Era fácil. Casi todas las tardes después de concluir con sus lecciones se sentaba frente al ventanal a la espera del retorno de su madre, y mientras esto sucedía, exactamente -y por qué no también extrañamente- a un hora se escuchaban, no unos pasos tranquilos, sino más bien unos saltos sobre el pavimento, acompañados de una singular voz, la cual era escandalosa, pero tan llena de alegría y de júbilo que siempre lo hacía sonreír levemente. Y dicho hasta este punto podría integrar esto como parte de sus tranquilas tardes, pero al contrario cada día eso hacía que su mente se pusiera a volar, ya que exactamente cuando esos frenéticos saltos paraban en frente de su casa, el silencio se hacía presente, había unos segundos donde esos parloteos cesaban y solo se escuchaba el viento correr -llevándose consigo su sonrisa de minutos atrás- para que momentos después los escandalosos brincos y los desentonados balbuceos regresaran. Pero siempre era cuando aquel niño ya había pasado su casa.

¿Acaso?, ¿acaso era porque era ciego?

¿Se habría dado cuenta?, ¿o la mujer que lo acompañaba se lo dijo?

Y ¿acaso por eso le tenía lastima?, o ¿le tenía miedo?

Por eso ¿no saltaba en frente de su casa?, ¿por eso guardaba silencio?

Y con esto uno se refiere a como la mente del joven británico se ponía a volar con más de una triste respuesta, desanimándolo y llevándolo a pensar que siempre estaría condenado a estar sólo.

Sólo, sin un solo amigo...


Todos los días era lo mismo. Todos los días el mismo rostro serio.

¿Qué acaso ese chico no sabía sonreír?

Llevaba aproximadamente cinco años con eso. Todos los días después de la escuela, caminaba por la misma calle, pastaba por las mismas bancas y paradas de autobús; las mismas casa, los mismos portones y siempre, siempre saludaba a aquel que tiempo atrás había sido un niño de pobladas cejas y que ahora era un jovencito de su misma edad, con los mismos finos rasgos, con esos lindos ojos verdes y esas cejas pobladas; y todos los días era lo mismo: no recibía una respuesta.

Ni una sola.

El joven de azules ojos soltó un leve suspiro y después de otro fallido intento se volvía a colocar los audífonos, para seguir cantando a todo volumen las canciones de su "i-pod".

Y esa noche, como todas, sentado en su cama pensaba seriamente en dejar de hacer eso, al fin y al cabo después de cinco años haciendo lo mismo quien le aseguraba que algún día recibiría una respuesta…


Pensaba seriamente que aquel chico tenía un pésimo gusto para la música, pero aun así enfocaba su agudo sentido del oído en cada palabra que salía de la boca de aquel chico, aunque como hacía cinco años, aquel chico cesaba con su escándalo justo antes de llegar a su casa, para luego retomarlo después de unos segundos, justo cuando ya había pasado su casa.

Y como hacía cinco años su ceño se fruncía, hacia una mueca como si fuese un niño y le hubieran negado un dulce, y después su mente retomaba todas las deducciones que hacía tiempo ya se había planteado.

¿Acaso?, ¿acaso era porque era ciego?

¿Se habría dado cuenta?, ¿o la mujer que lo acompañaba se lo dijo?

Y ¿acaso por eso le tenía lastima?, o ¿le tenía miedo?

Por eso ¿no saltaba en frente de su casa?, ¿por eso guardaba silencio?

Y así todas las noches, ya en su cuarto, antes de dormir se planteaba la idea de que si tanto le molestaba ¿por qué no después de un lecciones se subía inmediatamente a su cuarto? o al menos esperaba a su madre en otra parte de la casa, pero…


...pero no podía dejar de intentarlo. Y es que sin querer, después de tantos años tratando de conseguir su objetivo, él se había enamorado de aquellos ojos tan lindos y de aquella expresión de absoluto misterio. Y por eso después de haber decidido en la noche que jamás volvería a saludarlo, al otro día estaba moviendo su mano como un tonto frente a aquella casa.


...así como un tonto, al otro día estaba de nuevo sentado en el sillón, y claro que había intentado irse a su cuarto, pero ahí estaba, esperando a la voz de la cual se había enamorado...


Y aunque cada uno pensaba que para la otra persona el otro no existía, era más que claro que no podían dejar de pensar el uno en el otro...y así día tras día los dos se ilusionaban tratando de que llegaran esos segundos donde sin saberlo ambos se conectaban en un sentido más que físico.

Tal vez algún día Alfred se atreva y le grite un "Hola, he estado saludándote todos los días desde hace cinco años, ¿cómo te llamas?".

Tal vez algún día Arthur se atreva y sin pensarlo dos veces golpe con suavidad el vidrio y le salude con la mano.

Tal vez así algún día puedan llegar a conocer acerca del ritual que realizan ambos cada día para estar esos segundos un cerca del otro...

Y quién sabe, tal vez ese día es hoy…

- ¡Hola!...

…porque a veces el amor no se ve con los ojos, si no con el alma…


¡Nos vemos!