Entre tu casa y la mía
Los personajes pertenecen a Stephenie Meyer, la historia es de mi invención.
No al plagio.
Capítulo Uno: La historia de una víctima
Yo soy rebelde
porque siempre sin razón
me negaron todo aquello que pedí
y me dieron solamente incomprensión.
Y quisiera ser como el niño aquel
como el hombre aquel que es feliz
y quisiera dar lo que hay en mi
todo a cambio de una amistad.
Soy Rebelde – Jeanette
El espejo reflejó mi rostro demacrado surcado por marcas rojizas, negadas a desaparecer con maquillaje. Resoplé molesta y lavé nuevamente mi rostro. Llevaba desde la madrugada intentando cubrir los golpes, siendo un evidente fracaso. Los lunes era siempre lo mismo, despertándome a las cinco para tomar una ducha tranquila, cubrir mi cuerpo con vendas de descuento de la farmacia, preparar el desayuno para ella y finalizar la mañana con botes de pintura en la cara. No era precisamente la vida que escogería si me dieran opciones en una baraja de cartas, pero estaba resignada. No podía escapar. No siendo ella mi madre.
Renuncié de mi tarea cuando el reloj me indicó que llegaría tarde si no me apresuraba. Peiné mi largo cabello y lo dividí en dos, dejando cada parte sobre un hombro. Cubrí mi cabeza con un gorro de lana, para crear aún más sombra en mi rostro y enrollé en mi cuello una bufanda. Era una extraña manera de expresar mis sentimientos. Ahorcada.
Vivía en Forks, donde el frío se colaba bajo el abrigo prácticamente todo el tiempo. Mis padres se casaron jóvenes bajo la presión de un sorpresivo embarazo y no tuvieron remedio que irse a vivir lejos de mis abuelos, que despreciaron la nueva vida apenas se dio la noticia. El matrimonio de mis padres se mantuvo siempre en una delgada balanza, siempre inclinado a desprenderse por siempre uno del otro. Yo era quien los unía de por vida y el peso de la responsabilidad era más fuerte que su propia felicidad.
O eso quiero creer.
Papá consiguió empleo como policía cuando tenía tres años. Lo recuerdo porque fue una fiesta épica, en donde se implicó alcohol, una que otra droga y yo, siendo abandonada afuera de la casa. Fue una amiga de mamá quien me sacó de la nieve y restableció la temperatura en mi cuerpo, para luego ir ella misma a denunciar a mis padres. Su nombre era Leah y murió unos meses después.
Razones desconocidas.
Papá siguió ejerciendo su profesión y pronto obtuvo el cargo más alto en el pueblo, convirtiéndose así, el jefe Charlie Swan. Tampoco era muy difícil, después de todo, el mayor peligro eran adolescentes borrachos.
Mis padres estaban felices por el dinero que llegaba del cielo. No solo mantenía una casa de dos pisos y jardín con bosque, también dos coches, los caprichos excesivos de mi madre y los nuevos empleados.
Observaba el movimiento que se producía a mí alrededor con diez años cumplidos. Las niñeras desfilaban frente a mis ojos, con su rostro venenoso y arrullos disfrazados en amenazas. Nunca vi más de dos veces a mi madre por semana. En realidad, tres, contando los periódicos de Forks, donde siempre salía ella como titular. René Dwyer, el alma de la fiesta y la bebida.
Nunca me importaron realmente los desplantes de mis padres hacia mi persona, pero me afecto en exceso el momento que se les ocurrió tener otro hijo. Les miraba escondida detrás de una pared, con medio rostro asomándose y descubriendo que ellos sí querían a ese bebé en el redondeado vientre de mi madre. Papá se agachaba y le hablaba… mamá sonreía y veía sus ojos iluminados.
En ese momento les odié, una y mil veces.
Tenía doce años cuando me mandaron por primera vez a dirección. Ahora me río entre dientes al recordar el momento, pero en ese entonces temblaba como una hojita. Veía al director como la máxima autoridad del mundo entero, con su gran cuerpo, la altura que llegaba a rozar el techo y rostro de eterno malhumorado. Me sorprendió gratamente al descubrir cómo me miraba con compasión y ni siquiera llamó a mis padres, aún cuando había golpeado a una niñita en la cara sin motivo alguno.
Me aproveché siempre de su altruismo durante ese año y del siguiente. Ya al próximo se dedicó a suspenderme y llevarme a esa detención que nunca vio mi rostro. Muy en el fondo de mí, estoy orgullosa de ese logro.
Fue cuando tenía catorce años al momento de ser la primera persecución importante en Forks, con mi padre siendo todavía el jefe de policía. Y fue en ese mismo instante que lo perdí para siempre… no me importó. Mamá, por otro lado, nunca consiguió otro trabajo que el hacerse la manicura y cuidar febrilmente de mi hermana menor; Bree Swan y la pérdida de su esposo fue un duro golpe, a pesar de que nunca lo amó.
No solo se atragantó con el alcohol y estuvo al borde del suicidio.
No solo perdí ese año a mi padre, también a la estabilidad mental de mi madre y… a Bree. Y solo a ella extrañé.
Todo el mundo conocía mi mala reputación en Forks y no había persona que se me acercara a molestarme, no si quería un puñetazo en la cara y dejar a esa misma persona sin vida social. Tenía un lugar especial en el instituto, no era precisamente una inadaptada, ni esas pijas que se creen populares por hacer una buena mamada… era más bien la monarca. Todos estaban a mis pies.
Y de nuevo, eso quiero creer para que no me lastimen.
Ser tan respetada en el centro de cotilleos más grande de Forks, me había proporcionado una privacidad que de ser invisible nunca me daría; nadie me cuestionaba si tenía una mano rota, o el ojo morado… la excusa era siempre la misma: peleas callejeras. Nadie sabía del infierno que podía convertirse un hogar.
Cogí mi bolso que se hallaba sobre la cama y lo crucé sobre mi pecho firmemente. Salí de mi habitación y la cerré con llave. Hace un par de meses me había dado cuenta que la soledad de la casa había hecho que a mi madre le bajara la curiosidad y se pusiera a revisar mis cosas. Siendo ella una borracha empedernida, no medía sus pasos y a cada metro que daba, algún desastre dejaba. No me gustaba llegar y comenzar a ordenar todo nuevamente.
Crucé el pasillo angustiada por ver las latas de cerveza aplastadas en las esquinas y el polvo acumulándose sobre la alfombra arrugada. Sabía que tenía que limpiar, pero la energía nunca me daba para terminar las labores del hogar. A pesar de verme como la chica mala, me esforzaba en los estudios para sacar una beca y más tarde, una carrera que me libraría de ella.
La muerte de papá nos dejó a mi madre y a mí en la quiebra. Ella, con sus dichosas apuestas en los bares y –gracias a quién sea –su buena suerte, le había ayudado a recaudar algo. Mamá no lo sabía, pero durante su ausencia, quitaba uno que otro fajo de billetes para cubrir los gastos de la pequeña casa que compramos más tarde. La otra de dos pisos no podía mantenerla. También he de admitir que una parte me servía para comprar esos cigarros que fumaba desde hace unos años atrás.
Abrí la puerta del cuarto de mi madre y el aroma a comida rancia, ropa sucia y alcohol se deslizó por mis fosas nasales. Aguanté la respiración lo mejor que pude, soltando una que otra palabrota en mi mente y me detuve frente al inmóvil cuerpo de mi madre. Me tranquilizó ver como respiraba, irregularmente, pero respiraba. Salí lo más rápido que pude, comprobando en la cocina que había dejado todo preparado para ella. Los platos amontonados en el lavaplatos me dejaron otra tarea que hacer apenas llegara.
Salí de casa salpicando los charcos de lluvia en el césped. Una parte de mí, esa infantil que todavía existía, dio cortos saltitos de felicidad al ver algunas de las gotitas caer en mis zapatillas y otras chocar contra el camino.
Me gustaría decir que llegué al instituto con una moto, rugiendo ferozmente y con el rostro amenazante. Sin embargo, y para mi humillación, no sabía ni siquiera andar en bicicleta. Además, durante el día me dedicaba a ignorar a los chismosos adolescentes y no darles miradas mortales.
Llegué a clases unos minutos tarde por distraerme en mis juegos de saltar en los charcos de agua. El profesor de literatura, el Sr. Mason, movía sus manos exageradamente y con su vista al frente, explicaba inútilmente a la banda de imbéciles. Abrí la puerta con fuerza, llamando la atención para poder mantener mi papel. En mi fuero interno, lo único que quería era esconderme en lo más profundo de mis sábanas.
-Qué alegría que decidió acompañarnos, señorita Swan –replicó sarcástico el profesor.
-Nunca le dejaría abandonado, Sr. Mason –dije, imitando su tono para la gracia de algunos que rieron a escondidas.
-Siéntese –espetó, volviendo con su perorata.
La clase pasó en un soplo aburrido. El profesor se había dedicado a explicar detalladamente la obra de Romeo y Julieta, para mi angustia. No me gustaba especialmente ese libro. Es decir, no me gustaban las tragedias entre las páginas que debían ser para sacarte de la realidad. Pero allá cada uno con sus gustos y no me iba a quejar ante nadie con la propuestas de lecturas.
El sonido nasal del timbre me despertó de mi transe. En todas las clases dormitaba, pero la primera era donde siempre terminaba con los ojos cerrados y casi roncando. Me deslicé fuera del salón y antes de que mi cuerpo saliera por completo, choqué con un chico. Ugh, con Eric.
-Mira dónde vas, peón –gruñí, sin mirarle. Era casi campeón en el ajedrez y podría ser un guapo inteligente, si es que se dedicara a no interpretar su cliché papel de chico nerd.
-Lo siento –masculló. Rodé mis ojos.
Llegué temprano a las siguientes dos clases. El Trigonometría más se valía llegar a tiempo, si es que no te querías enfrentar al soberano del Sr. Vaner. Él solo me dedicaba a darme miradas de reproche al mirar mi boca mascando chicle, o echar a quien sea que se quisiera colocar a mi lado. En una de las siguientes clases antes de ir a almorzar, había mirado el estacionamiento con aburrimiento, fijándome que entre los gastados autos, había uno nuevo que nunca antes lo había visto. Era un destacado Volvo plateado y dos chicos se apoyaban en él con naturalidad, mientras llevaban un cigarro a la boca.
No era que yo no fumara, ni mucho menos, pero ¿Hacerlo en la escuela? ¿Eso no era para adictos?
Me los quedé mirando, sin prestar atención a la clase, que era solo un repaso de las semanas anteriores. El que estaba aplastando el lado del copiloto, debía ser levantador de pesas, con sus grandes brazos y espalda ancha. A pesar de su intimidante cuerpo, me di cuenta, que al sonreír, se le marcaban adorables hoyuelos a cada lado de la mejilla y tenía un pelo negro y rizado.
El otro, por el contrario, era más alto y delgado. Sus mejillas se hundían a cada calada y el viento helado, hacía que su cabello color miel se agitara. Lo encontré igual de guapo que el anterior, pero este tenía una expresión que daba real miedo.
Fue entonces cuando del conductor se bajó un tercer chico que mandó descargas a mi cuerpo. Era un poco más bajo que el anterior, pero sobrepasaba al corpulento. Estaba indiferente, pero su mandíbula me daba a entender que también se encontraba tenso. Me gustó su cabello alborotado y cobrizo, además, de que era incluso aún más guapo que sus acompañantes. Y más joven.
Maldije por la desviación de mis pensamientos y volví a la realidad de la clase, donde ya medio salón estaba vacío. Pestañeé sorprendida. Guardé los libros de español en mi bolso y lo crucé sobre mi pecho. Salí del aula a paso acelerado, chocando sin querer con algunos estudiantes que caminaban a mi mismo destino: la cafetería.
Me detuve en la fila con un billete de diez dólares en la mano. Escogí mi típico sándwich de queso tostado y una gaseosa y pagué, deteniéndome casi en medio de la cafetería, que estaba abarrotada. En una de las mesas, al final, pude divisar a los tres chicos nuevos y otra chica que no había visto antes. Era pequeña y colgaba del brazo del rubio. Su cabello negro era disparatado, pero mucho más controlado que el cobrizo. Tenía cara de duendecillo.
Sacudí la cabeza y revisé por segunda vez el comedor. Mis ojos cayeron en la grandiosa Rosalie Hale, que almorzaba sola otra vez. La alcancé con grandes zancadas y la vista al frente, sin importarme las miradas que me lanzaban. Algunas eran más venenosas que otras.
Sin pedirle permiso, corrí una silla y dejé caer en ella, desenvolviendo a la vez mi sándwich.
-¿Hola? –Masculló Rosalie con el ceño fruncido.
-Hola –le sonreí con confianza –. ¿Sigues enojada?
-Para nada, después de todo, me dejaste plantada –respondió sarcástica. Mordí mi labio inferior para no largarme a reír. Rose alzó su cabeza y la sacudió. Suspiró, con risitas –. Nunca me puedo enojar contigo, Bella.
-Soy la mejor –sonreí. No lo hacía muy seguido, pero Rose me caía especialmente bien. Su frialdad hacía que encajáramos como amigas cercanas.
-¿Viste a los nuevos? –Bajo la voz –. Están calientes.
-¿De dónde vendrán? –Inquirí con la mirada perdida. Tenían la piel blanca, por lo que no debía ser de un lugar soleado.
-No lo sé –se encogió de hombros –, nadie ha hablado con ellos.
-Eso es raro –contesté. El centro de cotilleos no aguantaría mucho más sin atacarlos hasta dejarlos secos.
-No mucho –replicó – ¿Has visto la cara del rubio? Creo que se llama Jasper.
-Parece tu hermano perdido –dije entre risas.
-Ja, ja –sus bonitos ojos violetas, tapados con lentillas negras me fulminaron –. El grandote, y extremadamente caliente, se llama Emmett. La chica, que parece una niñita de diez años, se llamaba Alicia, o Alice. No lo recuerdo.
-Tiene pinta de Alice.
-Ajá –murmuró, mordiendo un apio –. No recuerdo el nombre del otro, pero creo que muy anticuado, casi como Edmund.
-Edward Cullen, de hecho –respondió otra voz, sobre la cabeza de Rosalie.
Ugh, la entremetida de Jessica Stanley, con traje de porrista sin tener conciencia del frío que hacía.
-Eso, Edward –asintió Rosalie e invitó a Jessica a sentarse. La chica de rizos aceptó encantada.
-No solo eso –Jessica bajó la voz y se inclinó hacia nosotras, con los ojos brillantes –. Alice es prima de ellos y creo que sus padres murieron –frunció el ceño –. O está de visita, no lo recuerdo.
¿Cómo podía ser tan frívola? Ni siquiera Rose alcanzaba tales grados.
-¿Por qué no te largas, Stanley? –dije, cuando ya era suficiente chisme.
-Rose me invitó, Swan –respondió con superioridad –. ¿Cierto, Rose?
Esto era definitivamente patético. Tomé un sorbo de mi gaseosa casi sin tocar y di dos mascadas al sándwich. Estaba seco y se pegó a mis dientes.
-Sí, Jess –suspiró Rosalie –. Pero quiero que te largues ahora. Ya tengo lo que quería, fuera.
Fui yo quien sonrió con superioridad ahora. Jessica miró indignada a su "amiga", se levantó y con ella, se fue también su café.
El timbre sonó al momento que iba a cuestionar a Rosalie por su ensalada en perfecto estado, intacta durante toda la hora del almuerzo. La esperé para que terminara de guardar sus cosas y alcé la mirada, para encontrarme con los penetrantes ojos verdes de Edward Cullen.
-¿Qué te pasó en la cara? –Preguntó Rose, fijándose en mi mejilla todavía rojiza. Suspiré, el maquillaje no debió hacer mucho trabajo.
-Lo típico. El sábado fui a una fiesta en Seattle y un tipo intentó sobrepasarse. Le pegué y… bueno, su "novia" lo defendió –me encogí de hombros –. No duele.
-Parece que sí –respondió con una mueca, pero no dijo nada más.
Llegamos juntas al aula de Biología, pero Rose tenía clase en otro lado. Abrí la puerta y me encontré con la mayoría de los asientos ocupados. Sonreí al ver una mesa con solo un asiento libre.
-Fuera –espeté a la chica de nombre Angela.
-Pero...
-Fuera –repetí en tono bajo, pero más duro.
Angela bajó la cabeza, tomó sus cosas que ya estaban ordenadas sobre la mesa y se marchó a la otra punta. Me senté junto a la ventana y miré el paisaje que se me presentaba. Nada fuera de lo común: plantas, cielo oscuro y profesores tomando su café humeante.
Fue entonces cuando escuché la silla correrse.
-Fuera.
-No hay más asientos –respondió una voz musical, que nunca antes había escuchado. El chico junto a mí olía a menta fuerte, pero distinguí entre ello, el característico aroma a cigarrillo. No me molestó en lo absoluto –. Soy Edward Cullen.
-Lo sé –mascullé, recargando la barbilla sobre mis brazos cruzados. No agregué nada más.
-Creo que también deberías presentarte –dijo con suavidad y una sonrisa ladeada.
Me encogí de hombros, viendo llegar al señor Banner, que comenzó enseguida a presentar el tema de la anatomía celular. Se paseó entre las mesas y solo se detuvo frente a la nuestra. Aspiró ligeramente y gemí.
-Señorita Swan, a detención –sentenció, sin una palabra más.
-¿Qué? –Le miré asombrada y con un deje de incredibilidad.
-Sabe muy bien que los establecimientos escolares no son para fumar –indicó –. Fuera de mi clase.
Miré a mi acompañante y sólo se encogió de hombros. Abrí la boca sorprendida. Oh, este chico no sabe con quién se metió. Cogí mi bolso y guardé los apuntes con un manotazo. Iba saliendo de la sala, cuando un susurro en mi mente me dijo que debía decir algo. Después de todo, soy la mala aquí.
-¡Púdrase, Banner! –Grité con fuerza, machacando mis pulmones – ¡Y púdrete, Cullen!
Detención nunca ha visto mi rostro y esta no sería la primera vez. Con el bolso conmigo y los pasillos desiertos, me libró de dejar excusas y largarme a casa, después de todo, las últimas dos horas eran deportes. No era precisamente buena en ese ámbito.
Mientras caminaba a mi hogar, mi mente volaba lejos, imaginando retorcidas muertes para darle al patético de Edward Cullen, sin darme cuenta que al llegar a mi destino, no solo la puerta estaba abierta.
Mi madre gritaba con furia a los vecinos más cercanos, que con enojo llamaban seguramente a la policía. Oh, mierda. Y ellos parecían ser también nuevos.
Por favor, no.
Primer fanfic de Crepúsculo :D
Me siento algo emocionada... Dejen Review si quieren el segundo capítulo, me alientan los comentarios :3
PD: Subo los lunes y viernes
Corte y Fuera,
Alysonne
